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Por Lacho JS | Fotografía: Lacho JS
Así fue cuando visité por primera vez el panteón. Me habían dicho que la gente se viste de negro, se reúne alrededor del cajón y lloran el último rayo de sol que resplandecerá el rostro del difunto; y a veces, si el muerto es un querido del pueblo o un adinerado, el coro de la iglesia acompaña la procesión con sus cantos fúnebres.
«…Concédele Señor,
el eterno descanso,
y que el brillo de tu luz,
le acompañe siempre…»
Estábamos ahí para visitar la tumba del abuelo Rubén. Yo no lo conocí, murió cuando mis papás apenas se enviaban cartas. Por eso adelantaron su boda, o quizá no la adelantaron sino que la arreglaron; de esa manera él podría hacerse cargo de ella y la abuela se sacaba una boca más que alimentar. Fue una época difícil para mamá. Era tan solo una niñita de quince años, más joven de lo que soy yo en este momento. Papá era mucho mayor. Veinticinco navidades tenía en su haber, doce de ellas tijereteando los naranjales de diferentes haciendas. Toda una vida trabajando, así debe ser la vida de un hombre, la vida ideal para él, un hombre hosco y duro.
Mamá visitaba dos o tres veces por año la tumba del abuelo Rubén. A mí me llevó solo hasta que tuve la suficiente madurez para entender el significado de estar muerto. Me llevaba porque la muerte de su padre se había convertido en un símbolo para ella, y quería regresarle el favor a la vida: “El mundo se alimenta de nuestros cuerpos mi´jo, y siempre está hambriento, sediento de nuestra sangre. Hay momentos en que sientes cómo te jala para abajo, y si tú te dejas, te termina por chupar, termina devorándote. Es cuando la gente se va a la chingada, cuando se malviven por las penas y los pesares”.
Fue una tarde de otoño cuando atravesamos el portón del cementerio, caminábamos sobre las hojas secas que llenaban la calzada principal, yo me aferraba al brazo de mamá con el temor y la timidez a lo desconocido, ella con la otra mano sostenía un ramo de flor de terciopelo, y el viento movía las hojas del piso, los vellos de su brazo, las flores del ramo y su cabello por igual; una sonrisa nostálgica irradiaba su rostro entre el jolgorio de los árboles y la gente. Aunque ese día no enterraban a nadie, Olegario Ponce estaba presente rondando de tumba en tumba sin cruzar palabra con las personas, lo tildaban de loco porque no se perdía un funeral del pueblo; mudo siempre durante las honras luctuosas. A nosotros nos esperaban los hermanos de mamá. Habían preparado un pequeño altar sobre la tumba de su padre, todo forrado con papel maché, y sobre él, descansaban algunas calaveras de azúcar pintadas de colores, algunas frutas y comida preparada. La foto del abuelo en un portarretratos garigoleado coronaba el altar con dos cirios en ambos costados, dos cirios encendidos que aún con el viento no se apagaban, por Dios que no se apagaban. En las tumbas vecinas había gente en pleno borlote, con licores, corridos, rancheras y algunos hasta zapateando.
«…No le temo a la muerte,
más le temo a la vida,
como cuesta morirse,
cuando el alma anda herida…»
Todos riendo o bromeando; quizá abría algún niño confundido como yo, sentado sobre una piedra, atiborrado de sentimientos inexplicables. “Este es el descanso eterno del cuerpo, pero también es la vida eterna del alma, uno nunca deja de vivir mi´jo, es mandato de Dios. Naces, vives y mueres, pero el triangulo nunca se detiene. Ayer lloramos porque se fue, pero hoy reímos porque está con nosotros. ¿Ves? ¿Lo sientes? Toca la tierra Mundito. Toca mi corazón. Ahora toca el tuyo. ¿Lo sientes? Aquí sigue, y todos esos que están bajo tierra, también están aquí”. Yo veía color donde habitualmente se iba de negro, fiesta donde antes era un calvario. Cuando notó mi desconcierto siguió: “Nada es tan malo y nada es tan bueno mi´jo, todo depende del lado por el que lo veas”.