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Por Estanislao López | Fotografía: Julieta Barbieri
-Me parece haber escuchado la voz de uno de mis hijos en la entrada, ¿te podrías fijar si es él? -No es. Confiá en mí que si alguno de ellos viene te voy a avisar-. Eloísa oye la respuesta de una de las mujeres que trabaja en el lugar y agacha la cabeza.
Hasta hace un tiempo, Eloísa ocupaba los días acomodando las plantas del jardín mientras tarareaba alguno de esos tangos que el padre le había enseñado de chica, entablaba conversaciones con su gato, miraba -fielmente- una novela venezolana que la atrapaba. Puntualmente a las cinco y medía de la tarde -todos los días- sacaba una silla a la vereda, sabía que la vecina también saldría y charlarían largas horas. Su casa, sus costumbres, su mascota. Su lugar de pertenencia.
Priorizar a los demás por sobre ella, de esa manera vivió toda la vida. A los 20 años se casó con Ernesto, cinco años mayor, desde el principio se encargó de que a él nunca le faltara algo al llegar de la fábrica: ropa limpia, cena y la infaltable pregunta “¿Cómo te fue?”. No sólo crió a sus cinco hijos, sino también -en gran medida- a sus nietos. La elección de prevalecer a los otros por encima de sí misma. Constantemente. Siempre.
Cuatro de sus cinco hijos constituyeron sus propias familias, el restante decidió mudarse solo al exterior. Tras reñir fuertemente contra una enfermedad durante varios años, Ernesto muere poco después de cumplir 75 años. En ese largo periodo, Eloísa realizaba un ritual cada dos horas: se acostaba al lado de su esposo, le hablaba aunque él no respondiese, tampoco había certeza alguna de que escuchase, desafiando a toda cuestión médica, estaba segura de que sí. “Su marido no murió antes debido al cuidado que usted le dio”, esas fueron las palabras del doctor tras anoticiarla de la muerte de su compañero.
Donde vivieron siete personas ahora permanecía una sola. Los hijos, argumentando que estaría mejor en un lugar más chico, decidieron mudarla a otro lugar, aún cuando ella no estaba de acuerdo. Acondicionó el nuevo hogar de modo tal que a través de fotos, recuerdos y demás, Ernesto siguiese estando ahí. Su casa, su rutina, su vecina, su gato. Su lugar de pertenencia.
Dos años después de esa mudanza, el hijo menor -quien estaba de visita en el país- junto a sus cuatro hermanos organizaron un gran almuerzo con ella. La intención de ellos iba más allá de disfrutar una reunión familiar, era -entre los cinco, ya que ninguno por sí solo se hubiese animado- decirle a su madre que la casa se iba a vender, diciendo el tener una edad en la cual ya no podía vivir sola. Subestimándola, pretendiendo -con un cobarde juego de palabras- convencerla, le dicen que “una residencia en donde tengas compañeras y personas cuidándote va a ser lo ideal”. Como si existiese diferencia alguna entre ese dominó de letras derribándose y el término “geriátrico”.
Su personalidad solidaria por naturaleza era acompañada por una fuerza admirable, la cual generaba que pueda salir adelante de casi todas las adversidades que se le presentaran. Sólo en dos momentos sintió no tener esa pujanza tan necesaria, percibir algo adentro perdiéndose, la primera vez fue cuando Ernesto murió, la segunda era ahora. Alrededor de la mesa los ojos de sus hijos se clavan en ella, deseando una aceptación sin ninguna oposición. Es tan enorme la desilusión, el desencanto, su decepción, que siente no tener fuerzas para contradecirlos. Forja una sonrisa y solamente señala “si no me van a visitar seguido sepan que me voy a enojar”.
Mientras una de sus dos hijas mujeres comparte en Facebook una de esas frases que rezan la importancia de valorar a los padres, Eloísa, en el geriátrico, pierde la mirada observando una foto de Ernesto que el tiempo dejó amarilla. Todos los miércoles, con una fidelidad similar a la que algunas personas tienen con telenovelas mexicanas, la ex vecina va a visitarla, y si bien esa vereda con dos sillas y peatones saludando se convirtió en enfermeras y personas desconocidas, mantienen esas charlas ya no de vecinas, si no más bien de amigas.
Eloísa mira como en un programa matinal de la televisión, un conductor -repugnantemente enceguecido por eso que suelen denominar el sentido común- esboza “uno recibe lo que da”, para que, acto seguido, una de las panelistas -con actitud de estar diciendo una verdad absoluta- afirme “si hacés el bien te pasan cosas buenas”. Eloísa está abatida y su luz ya no resplandece como antes. Un vacío cabal, opresivo. La espera desesperanzada.
-Me parece haber escuchado la voz de uno de mis hijos en la entrada, ¿te podrías fijar si es él? -No es. Confiá en mí que si alguno de ellos viene te voy a avisar-. Eloísa oye la respuesta de una de las mujeres que trabaja en el lugar y agacha la cabeza.
https://www.youtube.com/watch?v=iT0asLgbZqY
Etiquetas: abuela, Eloísa, Estanislao López, Julieta Barbieri, Luis Alberto Spinetta