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Por Federico Capobianco
El despertador suena más temprano de lo habitual. Madrugar cuesta igual que cualquier día pero al despertar la cabeza es otra. De acá a unos días no habrá trabajo. De acá unos días será sólo viajar.
Seis de la mañana. Hora de salir. Cargamos las mochilas chicas delante y mochilas grandes detrás. Ascensor y vereda. Volver. Era obvio. Algo faltaba. De nuevo en la vereda, y, por fin, desde acá, empieza el viaje.
Tomamos el subte hacia la estación de tren. Desde que llegue, una hora hasta que suba; desde que suba, un día hasta que baje. Nada importa de todas formas.
Llegamos y nos encontramos con nuestos compañeros de viaje. Alguien propone un mate y nos sentamos a esperar.
En la estación hay poca gente. Es temprano. De a poco van a llegar trenes repletos de laburantes que como estallando brotarán de las formaciones. Y no pasan muchos minutos para que llegue el primero. Las personas copan la estación y todo se vuelve raro. Vengo de una ciudad donde no hay trenes que lleve gente al trabajo ni tanta gente dispersa en un mismo lugar. Pero aunque viví acá y alguna vez tomé ese tren y me baje acá, todo se vuelve lejano. Principalmente porque a mí el tren no me trae sino me lleva.
Llegó el momento. La extensa fila avanza rápido. Pasajes, documentos y al andén. Mochilas en un lugar, subir por otro, indicaciones y a nuestros lugares. No sé qué esperábamos pero los cuatro nos preguntamos si este era nuestro vagón. Sí, era. Es como el interior de un colectivo puesto en un vagón. Las butacas son semicama. «Uuh, ¿dormir en esto?». El viaje es largo pero nada sigue sin importar más que eso: viajar. Sale otro mate y charla. Una hora después el tren arranca. Aplausos de todos.
El vagón es chico, «capacidad 52 asientos» informa un cartel pero ni siquiera está lleno. Nadie llama particularmente la atención. Parejas de edades varias, familias, amigas jóvenes y amigas mayores que muestran una alegría adolescente. Son cuatro pero dos de ellas, las de adelante, están arrodilladas sobre sus asientos mirando hacia atrás. No advirtieron el pedal, ubicado en la parte inferior de las butacas, que les haría giralas para viajar enfrentadas. Un guarda que pasa les avisa y las ayuda. Se ríen a carcajadas y es hora, es obvio, de inmortalizar la alegría en fotos.
Afuera sigue la ciudad. Ya no es capital pero sí provincia. Afuera, aún, no hay nada para ver. Sigue el mate y la charla. Pasan temas y temas, discusiones y acuerdos. Así, durante cuatro horas. El tren va lento, bastante. Nos habían avisado que «hasta Rosario el servicio podía presentar demoras por obras». No pensamos que tanto.
Decidimos cambiar la charla por otra cosa. En la estación había comprado libritos de juegos: autodefinidos, crucigramas, sudokus, etc. Esas cosas que uno hace sólo en modo vacaciones. Jugamos algunos entre los cuatro hasta que el hambre se hizo grupal.
Luego del almuerzo, de haber comido incómodos pero mucho, mi novia y yo decidimos dormir un rato obligando girar a nuestros compañeros. Ahora estamos todos sentados hacia el mismo sentido. Afuera ya se veía campo. No había nada para ver pero el horizonte era otro. Y eso ya era mucho.
Nos acomodamos para dormir. No importaba cuánto, la idea era descontar algunas horas de nada. Ni siquiera una hora y un fuerte dolor en el cuello me despertó. Cómo habré tenido la cabeza para que el dolor me despierte. Sin embargo, otra cosa me llamó mas la atención, minimizando el cuello y su dolor: el tren había aumentado un poco la velocidad. Ahora, por fin, se escuchaba ruido a tren.
Rosario. Nueve horas después. El vagón se vacía. Por lo visto la mayoria viajaba hasta acá. Decidimos bajar a estirar las piernas y el guarda nos dice que en diez minutos volvemos a salir y promete que el próximo tramo sera más rápido. Por eso subimos. El vagón vuelve a llenarse. Entre los nuevos pasajeros hay un grupo de jóvenes rosarinos. Son diez. Cinco hombres y cinco mujeres. Todos borrachos y conchetos. Más conchetos que borrachos. Parecen recién salidos del boliche. Los diez minutos del guarda se convierten en sesenta, los cuales son sólo espera. Todos empiezan a girar sus asientos. Por nuestra derecha, en la vía de al lado, pasa una locomotora sola hacia el mismo lado que mira el resto. Ahora entiendo, el tren arranca para el mismo lado por donde vinimos y nosotros dos somos los únicos al revés. Con todas las miradas de frente.
Afuera no hay nada. Es todo noche. La gente lee o conversa. Los conchetos ríen a carcajadas y aplauden. Y la velocidad prometida por el guarda parece nunca llegar. Hay tiempo de sobra. Según el guarda estaríamos en destino en dieciocho horas. De todas formas nos adelantamos, las reservas en el buffet son para las diez. Luego de la cena, obligatoriamente rápida y lamentablemente horrible, con sólo la oscuridad afuera, nos espera una larga noche. Y nos adelantamos también a pensarlo. En un viaje tan largo el tren detiene el tiempo y esa es la única vía efectiva para no detenernos con él.
No se cómo pero logro dormir siete horas. Al despertarme invento una docena de movimientos corporales para enderezarme y estirarme. El señor de al lado imita algunos mientras su hijo ronca salvajemente. El día arranca para la mayoría en el vagón. Afuera sigue la ausencia de paisaje. Es de día pero es todo niebla. Hace doce horas que nos movemos sin saber hacia dónde ni cuánto falta y sin poder encontrar una referencia en el paisaje que me permita estimar si lo hacemos rápido o lento. Sólo percibo que el tren se mueve por el movimiento del vagón. Así estoy, con la seguridad y la incertidumbre, al mismo tiempo, de que nos movemos hacia algún lugar.
Todo lo que había para hacer está hecho. Todo lo que había para charlar está charlado. Sin embargo no alcanza. Siempre sobra tiempo e inevitablemente uno debe quedarse asi, detenido, en la nada, en la espera. Todo se aletarga hasta llegar a desvanecerse. Y uno se siente así, desvaneciendo, hasta creer que podría morir esperando. Pero un tren de treinta horas de viaje todo lo detiene: al tiempo, a uno, hasta la propia muerte.