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Por Luciano Sáliche
No me gustan los lunes. Esas fueron las primeras palabras que salieron de la boca de Brenda Ann Spencer cuando varios policías en un habitáculo cerrado con vidrios gruesos y toda la parafernalia de la cinematografía yanqui le pidieron explicaciones. Ese día se había peinado delicadamente para que la raya al medio separe de forma adecuada sus risos rubios ondulados que caían a cada lado de su rostro. Tenía puestos una remera y un pollerón muy cómodos y unos anteojos Ray-Ban con mucho aumento debido a su miopía, tan comunes por aquella época pero no con el mismo plus estético que tienen en esta. Corría el año 1979, era enero y la joven estadounidense de 16 años, desde la ventana de su pieza, había maniobrado un fusil con la suficiente destreza como para que el plomo se hunda en los cuerpos de las autoridades y algunos de los estudiantes en la Cleveland Elemetary School.
Unos cuantos kilómetros más lejos y casi dos décadas después, me dirigía en bicicleta a la escuela en Chivilcoy. No tenía una de esas pequeñas y manipulables Dynos que tan de moda se pusieron entre los chicos de mi edad, ni tampoco una cómoda playera para llevar a las chicas en el manubrio. Mi mountain bike, a decir verdad, daba un poco de lástima -mi papá se la había comprado a un bicicletero vecino del barrio que vivía rodeado de baldíos selváticos- porque estaba despintada, tenía manchas de óxido y en el manubrio, al costado de las manoplas, brotaban unos “cuernos” que eran extraordinariamente grandes. En ese extraño vehículo me trasladaba hasta la escuela que estaba ubicada en el centro, a breves cuadras de la plaza principal, un sitio donde existía el asfalto y el barro no acorralaba a los hombres dentro de sus hogares. Mi travesía hasta el lugar del aprendizaje era distante y lejana. ¿Qué hubiera sucedido si Brenda Ann Spencer hubiese nacido en Chivilcoy y para poder lograr su emotiva hazaña debía de contar con la suficiente paciencia como para pedalear durante kilómetros con un rifle en la mochila, luego llegar y comenzar el espectáculo del gatillo y la sangre?
La dulce niña rubia tenía pesados mambos con el mundo pero su aventura de asesinatos fue impulsiva, para nada premeditada. Estaba en su habitación escuchando el disco debut de The Police que había salido hace apenas unos meses llamado Outlandos d’Amour. Lo ponía fuerte, a todo lo que el volumen daba y en su casa nadie le decía nada porque vivía con un padre alcohólico que ya no tenía demasiadas ganas de criarla, de hacerse cargo de una paciente psiquiátrica que el médico le había sugerido que era una potencial suicida. La verdad es que le importaba tres huevos, tanto que la Navidad pasada le regaló una preciosa arma de fuego. A ella siempre le gustó cazar pájaros por lo que supuso que podía ser una buena idea. Era un fusil semiautomático Ruger 10/22 calibre 22 con mira telescópica, un obsequio que fue completado con 500 municiones para poder matar todos los bichos voladores que ella crea posibles.
El saldo del hecho sucedido en San Diego, California, fue el director y el conserje del colegio muertos más ocho niños y un policía heridos. La repercusión fue inmediata y sentó un precedente que fijaba la atención en la psiquis de los jóvenes estadounidenses criados en los años setenta. Cuando Brenda dio declaración, todos tildaron sus motivaciones como banales y superficiales: “No me gustan los lunes. Sólo quería animarme el día”. A nadie le entraba en la cabeza cómo alguien puede salir a matar sin más motor que el simple aburrimiento. Pero no es simple aburrimiento porque ese momento de embole no es otra cosa que una máquina que se siente inútil si no produce, si no realiza algo útil, algo que la encamine hacia la felicidad y el bienestar. Pero las máquinas fallan y, a veces, en vez de moverse por un estímulo seteado, piensan, razonan y llegan a la conclusión de que la única forma de salir de ese pozo de aburrimiento es haciendo algo radical, algo trascendental. Para la filósofa húngara Agnes Heller, el hombre contemporáneo se encuentra en un vacío existencial generado por la incapacidad de trascender en su existencia ya que se siente una estúpida hoja en el gigantesco árbol que crece más allá de él. ¿Acaso Brenda no estaba podrida de ver pasar los días como las gotas que vierte una canilla rota?
En la novela de J. M. Coetzee En medio de ninguna parte, Magda asesina a su padre y la nueva novia que trajo a la casa por simple aburrimiento. ¿Qué otro motivo puede ser más relevante cuando vivís en una granja en medio de la nada sudafricana de la primera mitad del siglo XX siendo una soltera ya madura con ninguna posibilidad de modificar el transcurso de tu monótona y embolante vida? O incluso en nuestra cotidianeidad. Sincerémonos: ¿cuántas piezas hay que unir para que, sujetos contemporáneos como nosotros, rompamos el contrato social de vivir en armonía respetándonos los unos a los otros para envalentonarnos en concretar la idea de asesinar a todo idiota que se nos cruce?
El colegio quedaba en frente de la casa de Brenda por lo que no debía prepararse con la suficiente prudencia para salir unos cuantos minutos antes. Ella bajaba de su pieza, atravesaba el living, la indiferencia de su padre alcohólico y el portal de la puerta para luego cruzar la calle e introducirse en la rutina de la educación. Wallace era el nombre de su papá, el sujeto que luego de un conflictivo divorcio decidió criarla. Brenda declaró que cuando su padre le regaló el arma sintió que le había sugerido que se mate. Es probable que la interpretación haya sido óptima aunque si reparamos en que Wallace, en esos momentos en que el whisky le nublaba la vista y le erectaba la pija, solía golpearla y abusarse sexualmente de ella, lo más probable es que en realidad la quería viva. Bien viva porque, pese a que su edad ya le permitía defenderse, quizás tan solo le bastaba con mirarla, observarla mientras se bañaba o se cambiaba o mientras dormía desnuda en esas calurosas noches de verano.
¿Cómo habrá vivido Brenda el día previo a la masacre, el domingo 28 de enero del ’79? ¿Qué inquietudes habrá tenido, qué actividades habrá realizado? ¿Habrá disfrutado de algún paseo por el bosque, habrá mirado televisión hasta el hartazgo o se habrá dedicado a explotar la holgazanería sin poder apartar la idea fija de que la cuenta regresiva al lunes era inevitable? “El hombre es animal de contrastes. Y el domingo no ofrece ninguno”, escribió Roberto Arlt en El Mundo hace casi cien años. Quizás esa falta de contrastes y esa monótona cotidianeidad de un descanso forzado trazó un efecto contrario que, al funcionar como la antesala del lunes, el primer día de la semana resultó ser una habitación diminuta y asfixiante que detonó las desesperadas ganas de salir a matar.
Tal vez Brenda ya había intentado todo para llevar adelante ese lunes con total dignidad; incluso hasta haya realizado lo que la personaje principal de Tren nocturno, la novela de Martin Amis, en su etapa de abstinencia al alcohol, sugería: “Ya sé. Voy a cogerme a alguno de estos fantasmas. Así me pasaré el rato”. Es probable, pero también es seguro que no fue suficiente.
Brenda estaba en su habitación, bajo el efecto de algunos tranquilizantes, sintiendo un profundo y holgado aburrimiento. Era lunes y a ella nunca le gustó el primer día de la semana porque debía ir al colegio, debía darle cuerda a la rueda de la oscura monotonía. Entonces oyó con una precisión inusitada los primeros acordes del bajo en So Lonelly, el segundo track del disco de The Police que tanto adoraba. La imagino acostada en su cama golpeando su delgado abdomen con las manos, siguiendo el ritmo de la batería en la canción. De pronto una sensación de diversión, la idea de descuartizar un lunes, de sumergirlo en un fuentón con decolorante. En su precario reproductor, Sting decía en un inglés gracioso: “Bienvenidos al espectáculo de este hombre” y me la imagino a Brenda cambiar “este hombre” por “esta mujer” como haciendo suyo el tema, apropiándoselo, femeneizádolo. “Bienvenidos al espectáculo de esta mujer”, cantaba sobre la voz de Sting pero sin forzar el grito, como cuando uno canta sin saberlo, sin darse cuenta que los labios se están moviendo y el sonido de la voz sale. Como una autómata metió su mano bajo la cama y de una caja sacó el Ruger 22. La ventana estaba abierta; ella se acercó y apoyó el cañón del rifle sobre el marco de la ventana mientras su ojo buscaba, mediante la mira telescópica, la cabeza de algún hombre en el edifico de enfrente, en la Cleveland Elemetary School. “Tomen asiento, siempre están libres. No hay sorpresa, ni misterio”, cantaba Brenda mientras acariciaba el manómetro con la palma de la izquierda y el gatillo con el índice de la derecha. “En este teatro que llamo mi alma siempre desempeño el papel principal… tan sola”, dijo moviendo sus sensuales labios, y disparó. “Tan sola” y volvió a disparar. “Tan sola”. “Tan sola”. “Tan sola”.
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