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Por Federico Capobianco
“El rumor de un montón de mentes en continuo
ronroneo, en lenta disgregación.”
Cicatrices – Juan José Saer
Cuando se habla de fútbol argentino con amigos, familiares, o con el vecino en la panadería, dos comentarios son los más repetidos: “no se juega a nada” o “el fútbol está muy violento”. El primero sí, carga completamente con lo que pasa dentro de la cancha. El segundo, en cambio, el fútbol abarca mucho más, a veces demasiado.
En tema de violencia en el fútbol, el facilismo es cargar contra los barrabravas y ubicarlos como responsables. Lo son, es verdad. Pero hay que rescatarles que son los únicos honestos. Su negocio es a cambio de agite y la violencia es su instrumento más accesible. La cuestión sociológica de si ser barra es una salida laboral para pibes y tipos perdidos y olvidados por el Estado o si es el curro perfecto para algunos avivados que hacen uso de esos perdidos, es algo que acá no podríamos explicar. De todas formas, el negocio barrabrava es algo que se dejó crecer porque a alguien más poderoso le convenía. Y es algo que está ahí porque hay elementos que lo permiten. Lo que convierte a los mismos –los elementos- en la otra parte responsable de este fútbol violento y berreta.
Vayamos de a uno. Los clubes las necesitan por eso no las combaten. La cantidad descomunal de dinero que se maneja en el fútbol los convierte en una necesidad. La capacidad de agite de una hinchada es fundamental para escalar en la tabla de poronguismo, lo que incluye ser grupo de choque, seguridad informal, o el elemento “representativo” para cualquier partido en cualquier lado. Después está la dirigencia estatal, los políticos, que los necesitan por los mismos motivos que los clubes. Y después, por supuesto, el aparato policial, que bueno, eso ya se define por su nombre, no hay más nada que agregar.
La connivencia entre Estado, clubes, policía y barrabravas es de conocimiento público pero en realidad nadie sabe nada o los que saben no se animan a decirlo.
Los medios de comunicación especializados quizás sean de esos que saben, pero en sus publicaciones sobre violencia sólo cargan contra las barras. No recuerdo cuándo ni dónde pero en una cobertura televisiva de una previa, un hombre, de muchos años, decía que la violencia existe en la cancha desde siempre, sólo que antes no se mostraba ni se hablaba tanto. Y en eso tiene algo de razón. Pero ahora no sólo se muestra sino que también se aporta. Con mantener el folklore vivo –ese concepto tan vencido- difunden noticias tituladas como “jugar el partido como una guerra” o difunden cargadas, chicanas o noticias sin sentido para luego dejar el espacio de comentarios abierto a la hecatombe virtual, esa tan impune y patética.
Metiéndonos en el juego mismo están los jugadores. Esos seres que, principalmente, no sienten lo mismo que los hinchas porque están trabajando pero deben hacerlo como si lo sintieran. Porque a la primera que flaquean se lo hacen notar. No es fácil jugar al fútbol y menos ser profesional. No puede negarse la presión que el contexto histérico del fútbol local genera en los jugadores. González Pyres, jugador de Tigre, supo declarar que la presión lo deprimía y que tenía que hacer otras cosas fuera del fútbol para mantenerse en eje. Pero dentro del fútbol, dentro del campo, la presión disminuye cuando uno es aceptado por la hinchada. Y eso puede ser jugando o “haciéndose respetar”. La facilidad es que el reglamento permite moverse entre ambas formas. El respeto se puede ganar lícita o ilícitamente, y hoy ya no hay diferencia entre clavar un tiro al ángulo o irse a las manos por alguna jugada cualquiera, entre tres pases de primera o darse pasto y llamarse burro. Por más reglamento que haya, la patada permitida se celebra tanto como la no permitida. Cualquiera de las acciones despiertan a la hinchada: “para vos, puto” y arranca el canto descontrolado.
Estudios sostienen que en el fútbol hay dos tipos de violencia en el fútbol, por un lado la reglamentada, la que se ve dentro de la cancha, y que se toma como una de las causas de la otra, la asociada. Los jugadores, claro está, serían responsables de la primera. En la segunda tendríamos que incluir a la barra. ¿Pero los demás?
Acá llegamos a los famosos hinchas verdaderos. A todos esos que no son barrabravas y sólo se mueven por la pasión por su equipo.
Partamos del ámbito privado. Es obvio que el Tano Pasman no es el único infradotado que se desespera, grita, y tira golpes al aire cuando su equipo no gana. Hay otros, muchos, desperdigados por todos lados, que gritan, insultan, tiran y rompen cosas porque su “pasión” no les deja aceptar una derrota, por más insignificante que sea para el curso de su vida. ¿O acaso alguien sintió perder un poco de vida por salir derrotado en la fecha 5° de un campeonato de 19°? Puedo exponer una teoría nunca comprobada que es que a un hincha no le duele una derrota cualquiera, o irse al descenso, o perder un clásico. En todo caso estará firme al otro partido o en la otra categoría alentando a su equipo de la misma forma porque el acto futbolístico es el mismo siempre. Lo que duele, y deprime, es la interpretación de la derrota proyectada en el hincha rival. No nos duele que termine el partido y hayamos perdido cinco a cero. Nos duelen las cargadas que van a venir porque el fútbol tiene eso del folklore, qué vaya uno a saber qué significa hoy.
Pero bueno, si el Tano Pasman puede hacer lo que quiera en su casa deberá luego pagar las consecuencias. Pero en la cancha, la suma de miles de personas particulares se transforma en una masa anónima, y como tal, impune. La masa permite accionar sin costo hasta que la masa se sienta en riesgo por una acción individual. Ahí sí. Si uno excede la boludez y complica a la masa, la masa lo entrega. Y según la complicación es cómo lo entrega. Pasarse de inadaptado puede significar una tremenda paliza.
La masa anónima es dónde la pasión tiene su máxima expresión. Y el concepto de pasión es raro porque carece de raciocinio. Y es ahí, como consecuencia última, que aparece la violencia. La ausencia total de razón.
Anoche, en el partido de vuelta entre Boca y River por Copa Libertadores, los jugadores de River fueron rociados con gas pimienta en la salida al segundo tiempo. No se sabe exactamente quién ni cómo, pero el partido fue suspendido. Una hora se tardó para tomar la decisión mientras los jugadores afectados se mostraban con sus caras y cuerpos irritados. Durante esa hora la cancha fue una “fiesta”: una seguidilla infernal de canciones contra “las gallinas”, “por puto y cagón”, “porque te fuiste a la B”; mientras un dirigente entraba a montar humo y show, mientras un fantasma con una “B” sobrevolaba la cancha, mientras la policía, por orden de una fiscalía, amontonaba las remeras como evidencia. Todo mientras nadie se percataba de lo que estaba pasando. La barra había hecho su trabajo y los hinchas embebidos en pasión le seguían la corriente cantando sin parar. Los que sí sabían, los de River -por estar viendo por la televisión- explotaban las redes contra «la bosta», «por negros», «por paraguayos y bolivianos». ¿Cómo pedir, entonces, como se declaró varias veces, antes la inacción dirigencial, que la acción civil sea la encargada de terminar con la violencia en el fútbol?
A la violencia del juego hay que sumarle el juego mismo. El año pasado, en los partidos podía verse, al final del mismo, la información de “Minutos de juego”. De los 90 totales, siempre, en promedio, se jugaban 45 aproximadamente. La mitad. Apenas un tiempo. ¿Y el otro?
En el partido de ida por el mismo cruce entre River-Boca se cometieron 33 faltas, 22 y 11 respectivamente, frenando el juego en misma cantidad. Entre que se realiza la falta hasta que se juega de nuevo –pasando por el árbitro, las protestas, los reclamos- se pierde más tiempo del habitual. Una vez, un amigo me contó que, viendo un partido en la cancha con su papá, este controló el tiempo desde una falta hasta la ejecución del tiro libre: 3 minutos y medio. Todo ese tiempo fue de nada, fue de histeria. Y eso es lo que caracteriza al fútbol argentino hoy: todos -jugadores, dirigentes e hinchas, principalmente hinchas- están histéricos. Y las consecuencias son graves.
Desde hace años la industria se comió al fútbol argentino, los buenos jugadores no duran nada, son vendidos en apenas pocos años –Suárez, jugador de Boca, fue vendido a España antes de debutar-. La industria tiene un cómplice, totalmente sumiso, y es el nuevo folklore. Porque el folklore del aguante se transmite a la cancha y casi que no importa jugar al fútbol. Y ahí viene la histeria: los jugadores –los que quedan- apenas juegan; ahora se pegan, lloran, le gritan al árbitro, reclaman tarjeta, entre eso un par de pases y algunos tiros al arco. Eso hace que rescatemos de una forma sobrevalorada -periodistas e hinchas- las pocas lindas jugadas que aparecen. Las comentamos y comentamos y comentamos, porque es lo único.
Y no conviene cargar contra la globalización. El auge del fútbol europeo entre espectadores argentinos –más allá de mostrar al deporte masticado por una industria que supo también deglutirse a nuestra industria de materia prima- no es porque allá juega Messi, sino porque allá Messi juega.
La conclusión que queda, al sumar pasión e inacción contra aquello externo que arruina el deporte, deja ver, desde lejos, que el fútbol argentino está pasando de ser un fenómeno cultural a otro claro elemento de la organización de la sociedad. Ya no importa el juego. Lo único que queda, aunque la pelota apenas ruede, es prevalecer sobre los demás.