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Por Ignacio Bosero | Fotografía: Víctor Bosero Barbieri
Al amanecer, el cielo seguía siendo hermoso. El río estaba calmo, el agua fluía suave y transparente entre las piedras y la arena; pero el paisaje en esta parte de la selva era absorbente; si en la ciudad el cemento y los grandes edificios encierran a la naturaleza y al hombre y lo distancian de sus instintos, aquí se daba lo contrario, la exuberante y descomunal proporción de la selva nos intimidaba y producía algo como el miedo (no podemos asegurar que algunas almas puedan prescindir de la atracción de la naturaleza y su belleza y no padecer el agobio de las muchedumbres, la contaminación del aire y la civilización, pero es probable que haya almas fundidas ya de tal modo con la ciudad que su cuerpo no puede resistir el contacto prudente y duradero con la vegetación salvaje); aun así, nuestro cuerpo común, en parte ya habiendo adoptado la selva como segunda naturaleza, y entrenada para soportar su atmósfera, manifestaciones divinas y animales así como la emergencia de impulsos e instintos propios del contacto familiar, frente a los ojos apabullantes del verde y sus matorrales y lo imprevisto animal, se perdía en la debilidad propia que provocaba tanta inmensidad a su paso. Las defensas se basaban en la inteligencia, la fuerza coordinada y la tecnología de las escopetas y cuchillos. El resto era pura incertidumbre. Sabíamos que este territorio podía ser hostil, pero el viaje entre las nubes gaseosas, la intensa lluvia, lo remoto de la selva interior y el peligro del misterioso río, atentaban contra el cálculo y la estrategia. Una cosa es imaginar un territorio desde un mapa, otra muy distinta es pisarlo y sentirlo. El abismo tiene el mismo grado de comparación que una decepción en carne propia. Y la mente y el cuerpo suelen proyectar luces pero no siempre fantasmas. El tupido bigote y las espesas cejas como un continuum de pelos, se agitaban entre las manos de Lisandro, que miraba para todos lados, afilándolos, pensativo. Nosotros, unidos en este cuerpo, lo mirábamos tratando de entender de dónde provenía tanto su inquietud como nuestra confusión. En la intensa luz del día el empleado navegante de Beto el ciego parecía más lindo. Quizá los ojos de color miel, el torso esculpido que sobresalía de sus brazos y la forma de su espalda ancha, le daban ese aire seductor fibroso y masculino. Cambiando de posición, de modo natural, nos dio la espalda y sacó su verga para orinar. El movimiento de sus manos y el chorro espeso y largo demostraban que Lisandro tenía un portentoso sexo. Pude espiarlo cuando se dio vuelta y lo metió ligeramente entre sus pantalones. Después, no sé por qué este cuerpo mixto que somos se excitó: quizá porque las fuerzas erógenas individuales de los cuerpos diferentes producían una excitación menos localizada y más intensa y general. Lo que había sucedido es que un inmenso calor se completó con una epidermis convulsionada y de color rojiza. Las orejas se elevaron, al igual que los dedos y la cola. Todo se había puesto rígido y estirado como se ponen los gatos en celo, y nos inclinábamos hacia atrás solicitando el urgente ingreso del navegante. Era todo confuso, ya que al mismo tiempo, otra parte del cuerpo luchaba por abalanzarse y poseer a Lisandro. Tal vez no lo había dicho, pero la constitución de este cuerpo común mantenía formas corporales tanto masculinas como femeninas, cosa que a Lisandro, por las impresiones que me lanzaba de vez en cuando en la canoa, más que producirle extrañeza le producía algo así como un fetiche (en especial mis suculentos pezones que la camisa no podía ocultar). Y aquí estábamos los dos, o los cuatro podría decirse, en una madeja erótica única, en una atmósfera húmeda y bellísima, en una privacidad inquietante, donde volvía a pronunciarse el cuerpo y el deseo sexual. Dejamos de presumir y, luego de una batalla de minutos algo oscura con los sentimientos encontrados de los cuerpos diluidos en este cuerpo inventado, nos trenzamos en la orilla de una playita, donde había un pastizal que crecía virgen y suave, verdoso como un musgo pero que se perdía entre el agua y se teñía en raíces color violeta y púrpura; el agua también parecía púrpura y corría lenta y cristalina. Nos dejamos llevar por esa cadencia, no siempre serena, y navegamos en un limbo de placeres. Nos vaciamos y arrojamos nuestros líquidos tibios; acostados luego, fumando un cigarrillo, desnudos, quedamos en silencio. Lisandro se metió en el agua para bañarse, y lo seguimos; un baño, una inmersión, limpiaban la cabeza. Al verlo salir del río, lleno de vigor, sonriente, pasó lo inevitable de la entrega: el amor. Claro que podía haberse dado lo contrario y que el sentimiento fuera rechazo, hasta indiferencia. Pero lo amoroso se había despertado; era no sólo salir del entumecimiento de los sentidos, sino algo que de pronto había sido colmado. Una sensación de cercanía. Él salió y estiró un abrazo. “¡Por dios qué polvazo!”, dijo sin ternura. “Sí, hermoso”. Y quiso ubicarnos a la fuerza contra un árbol y puntear detrás, ligero y brusco, pero le dimos un empujón que lo devolvió al agua de espaldas. “¡¿Pero qué pasa?!”, dijo apenas levantó su cabeza. “No soy ese tipo de cosa que manipulás como querés, perdoname”. “Perdoname…”. “María”. “No puede ser que tengas ese nombre”. “Tengo muchos nombres”. Ahora sentíamos que lo odiábamos. Esos malditos instintos del macho emprendedor y aventurero, ¡qué peste! “¿Seguís con enojo?”. “¿Seguís con enojo? ¿Qué era eso?”; pero le respondimos, cortante: “no, todo bien, querido”. Mientras, él se acercaba a los saltos poniéndose la camisa y el pantalón. Más cerca, susurró: “mi cascabel”, y nos tomó por la cintura con sus gruesas manos callosas de artesano. “¿Mi cascabel? ¡Qué idiota!”. Lo dimos vuelta con cierta violencia, lo arrojamos al piso y mordimos, desnudándolo a su vez.
“¿Lo escuchaste?”. “Sí, ¿pero qué es?”. “Un par de felinos, y por lo visto hambrientos”, dijo Lisandro. Corramos a la canoa, hay que salir inmediatamente de este lugar. “Esa telaraña entre la canoa y la soga, ¿la ves?”. “Sí, qué pasa”. “La araña es letal. Hay que sacarla como sea”. “¿Cómo?”. “¡Ahí está! Disparale”, ordenó él. La araña cayó reventada al río y el tiro se escuchó en forma de eco aterradoramente en medio de los ruidos selváticos. Los felinos se debían haber dispersado por el tremendo ruido, pero Lisandro era un hombre de acción y no le importaba gastar balas en una araña venenosa si de eso dependía nuestra vida. Así y todo, se había dilatado la llegada al territorio de la tribu y la tarde caía, peligrosamente en la selva. La canoa tripulada por Lisandro se abría paso por el zigzag de un río extremadamente calmo; el cielo producía colores deslumbrantes, rodeado de una vegetación salvaje y cada vez más caprichosa; por momentos, los brazos del navegante y su mentón descansaban apoyados al palo con el cual remaba, y miraba impávido largo rato el horizonte, dejando que el curso río nos llevara. Parecía que un misterio se adueñaba de su ser y se fundía, concentrado, con el alma del lugar. No hablaba, y permanecía atento y cauto a esos lenguajes. Ninguna otra parte despertaba tanto los sentidos como esta exploración; con cada tramo que dejábamos atrás ingresábamos en bocas desconocidas que iban absorbiéndonos en sonidos y aromas cálidos y diferentes. Podría decirse que los ojos se abrían a una percepción nueva que procesaba el devenir sin comprenderlo.
Una pronunciada curva del río de pronto sorprendió a Lisandro y tuvo que doblar la canoa con destreza, pero enseguida el curso del agua se hizo más veloz. Frente a nosotros apareció una corriente furiosa que continuó en una bajada pronunciada, y un salto. “¡María, no muevas la canoa!”, gritó Lisandro. “¡María, no camines por la canoa!”. “¡Aaaaahhhhhhh!”. La turbulencia del agua nos chupó con vehemencia hacia abajo y arrojó luego hacia arriba con otro impulso violento; volamos por el aire. Lisandro había perdido el control de la embarcación, despedida a un costado; lo agarramos del brazo y abrazamos con toda la fuerza a una piedra grande que sobresalía en una orilla. La canoa se desprendió de donde había quedado encallada y pasó delante de nosotros. Lisandro la agarró y la ató; una vez que nos sentimos a salvo, volvimos a subirnos. Era un milagro estar vivos.
“¿Escuchás los cantos, mi amor?”. “¿Me dijiste mi amor?”. “Sí, es una forma de…”. “¿De qué, Lisandro?”. “Me dijiste Lisandro”. “Sí, ¿qué?”. “Sonó como mi amor”. “Y mi amor sonó como mi amor pero de mi amor”. “¿Sí?”. “Sí”. “¿Será eso que dicen los griegos?”, dijo él. “¿Qué dicen los griegos?”. “Lo de la metempsicosis”. “¿Qué es eso?”. “La trasmigración del alma”. “Sigo sin entender, Lisandro, sé más claro”. “Quiero decir que nuestra alma no muere, y reencarnamos en otra cíclicamente”. “¿Sí?”. “Sí. Quiero decir que reviví…con tu vos…no sé, algo se movió que estaba muerto”. “Revivimos el amor querés decir”. “Sí”. “Pero es raro, porque yo no soy quien vos quisieras que yo sea”, le dije. “Sí, sino no me pasaría esto, María”. “¡Basta de decirme María! ¡¿Por qué me pasa esto?!”. “Pasa”, dijo él. “¿Y si el día de mañana yo desaparezco, Lisandro?”. “¿Cuántas veces nos pasó eso?”. “Muchas, y a mí más que a nadie… ¡Lisandro! ¡Soy un monstruo! Tenés que saberlo”. “¿Y yo? ¿Pensás que soy humano porque me ves humano?”. “¡Sí!”. “Sí, lo soy, pero te hablé de las trasmigraciones, y yo lo que siento ahora es vida; dejame quererte”. “Pero si me enamoro de vos me condeno a esta forma, ¿entendés? Es cruel. Mi misión es otra”. “¿Podés controlar lo que te pasa?”. “Más o menos, hay algo que me tira y quiero poseer tu cuerpo, y otra cosa el futuro, la división posible de mi cuerpo, la liberación de la tribu de Frenelio, mis intereses personales”. “María, dejá que esto pase: confía en tu alma”. “¡Cómo voy a confiar en el alma! ¿Vos entendés? Dame alivio”. “Te lo doy”.
Dejé los pensamientos y me entregué al amor. Y como la noche se acercaba, y por hoy había sido suficiente y teníamos hambre, paramos en una orilla. Durante la noche pescamos a la luz de una linterna; más tarde prendimos fuego y cocinamos. Dormimos viendo una babosa que se desplazaba en una hoja y dejaba una estela brillante.
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Etiquetas: Amor, ficción, Ignacio Bosero, La Selva, Víctor Bosero Barbieri
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