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11-06-2015 Notas

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Por Agustín Ciotti

I

Las centrales obreras opositoras impulsaron el martes pasado un nuevo paro nacional que se hizo visible en el cese de la actividad de muchos servicios públicos -principalmente, los de transporte- en los más importantes centros urbanos del país. Antes, el miércoles 27 de mayo, los empleados bancarios hicieron lo propio con su plan de lucha de 48 horas. El gremio de trabajadores aceiteros, por su parte, declaró una huelga que se extendió por más de veinte días. La razón, en todos los casos, es la misma: el gobierno nacional se muestra reticente a validar el acuerdo salarial firmado entre los sindicatos y sus empleadores, cada vez que los aumentos consensuados superan el 30%. Los gremios consideran que esa cifra permitiría amortiguar los efectos de la inflación. La administración de la Nación, por su parte, reconoce sin decirlo -más allá de la reputación de «heterodoxos» de los miembros del equipo económico- que sospecha que parte del problema inflacionario residiría en una suerte de espiral generado por la presión de las organizaciones gremiales por incrementos, que luego las empresas trasladan a los costos.

En medio del fuego cruzado de fin de mayo, el secretario general de la Asociación Bancaria, Sergio Palazzo, reclamó al gobierno que no interfiriera en las negociaciones entre privados. Del mismo modo, el titular de la Federación Aceitera, Daniel Yofra, aseguró que si el conflicto demoraba en resolverse era antes por responsabilidad del gobierno que de la patronal, con la que ya se había acordado un 36% de aumento. De todos modos, los aceiteros no dudaban en acusar a la empresa de escudarse en la política del techo salarial para no actualizar los sueldos.

La discusión de fondo que aquí se pretende plantear, sin embargo, no son los puntos porcentuales. Aunque muchos de los gremios más importantes de la Argentina se han alineado históricamente a los gobiernos peronistas, con la esperanza de formar parte de los círculos de poder, muchos de ellos -u otros más pequeños- han quedado presos de la facultad de arbitraje del Estado -administrado por el gobierno-, en su rol de mediador en las disputas entre empresas y los sindicatos.

El punto de partida de lo que Santiago Senén González denominó «etapa del sindicalismo de Estado» en Argentina habría comenzado con la sanción del decreto-ley de Asociaciones Profesionales (1945). Incluso podría fijarse un hecho inmediatamente anterior como fundacional: la creación de la Secretaría de Trabajo y Previsión, durante el gobierno militar de 1943, oficina desde la cual comenzó a construir su base de poder Juan Domingo Perón. Ocurre que si bien durante los años del peronismo el Estado avanzaba en el reconocimiento de la legitimidad de la actividad sindical -en contraste con la represión ejercida en años anteriores contra el movimiento obrero organizado por parte de los gobiernos conservadores y luego los radicales-, la contracara de este proceso era una regulación cada vez más pronunciada de la misma. La consecuencia directa es resultado inmediato de una mera operación lógica: la organización del movimiento obrero con independencia de las empresas y el Estado se ve imposibilitada.

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II

La vigente Ley de Asociaciones Profesionales (N°23.551) está colmada en su articulado de disposiciones que aseguran al Estado, a través del Ministerio de Trabajo de la Nación, el control sobre la legalidad de la organización de la clase obrera, incluso la posibilidad de intervenir en la vida institucional de los sindicatos, por ejemplo en las elecciones de sus representantes.

Pero también consagra el poder de la burocracia sindical, pues toda acción de resistencia a una política de conciliación con el Estado, que desde el interior de las organizaciones sindicales pretenda ser impulsada por un grupo minoritario, o directamente la ruptura de éste con la cúpula dirigencial para formar una nueva asociación –pretendidamente más democrática- choca inevitablemente con las restricciones incluidas en la ley que impiden su reconocimiento.

El artículo 17 establece que «la dirección y administración (de los gremios) serán ejercidas por un órgano compuesto por un mínimo de cinco miembros, elegidos en forma que asegure la voluntad de la mayoría de los afiliados o delegados congresales mediante el voto directo y secreto». Y concluye de la siguiente manera: «Los mandatos no podrán exceder de cuatro años, teniendo derecho a ser reelegidos». Es decir que aunque se coloca un límite a los períodos de mandato, no se hace lo propio con el derecho a reelección. Por lo tanto, el límite es una mera formalidad. En muchos gremios de la Argentina, las conducciones son las mismas desde hace más de 20 años.

Precisamente aquí debe encontrarse la explicación de por qué jamás prosperó el impulso de la reforma de la Ley de Asociaciones Profesionales, agitado incluso desde las propias filas del sindicalismo más colaboracionista, representado en la actualidad por dirigentes como el camionero Hugo Moyano; el líder la Unión Obrera de la Construcción de la República Argentina (UOCRA), Gerardo Martínez; o el secretario general de la Unión Ferroviaria (UF), José Pedraza; entre otros. El Estado, a través del Congreso Nacional, ha garantizado a las direcciones sindicales un instrumento legal para permanecer indefinidamente al frente de las asociaciones, a cambio de garantizar el control sobre las bases. Tanto uno como otro tienen sobradas razones para temer que una modificación «democratizadora» de la ley sindical pudiera poner en riesgo la estabilidad del esquema.

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III

Pero para muchos sectores de la vida gremial el nudo de la cuestión no es la extensión de los mandatos, sino la figura de la personería, a través de la cual el Ministerio de Trabajo -consagrado por la ley como su autoridad de aplicación- se reserva el derecho de reconocer o desconocer la legitimidad de las entidades profesionales.

La personería gremial habilita exclusivamente a los sindicatos que la ostentan a «defender y representar ante el Estado y los empleadores los intereses individuales y colectivos de los trabajadores», «intervenir en negociaciones colectivas y vigilar el cumplimiento de la normativa laboral y de seguridad social», «administrar sus propias obras sociales y, según el caso, participar en la administración de las creadas por ley o por convenciones colectivas de trabajo» (Artículo 31). Para acceder a la personería gremial, las asociaciones deben cumplir, entre otros requisitos, el de afiliar «a más de veinte por ciento (20%) de los trabajadores que intente representar».

Como se evidencia, se trata de una figura legal que deja en situación de vulnerabilidad a gremios pequeños de una determinada actividad, que no contarán con el reconocimiento de la autoridad de aplicación. Sin embargo, el 18 de junio de 2013 , un fallo de la Suprema Corte de Justicia cuestionó duramente la validez de la reglamentación. El pronunciamiento del máximo tribunal se refirió a un caso ocurrido en la ciudad de Salta, en 2003, cuando trabajadores de la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE) de aquella ciudad capital impulsaron un reclamo por una rebaja salarial y desde el gobierno argumentaron que el mismo no era legítimo porque el sindicato no tenía la personería gremial. La Corte interpretó, diez años más tarde, que la mencionada “exclusividad” era lesiva para los derechos de las asociaciones inscriptas que no tenían la personería y además calificó de inconstitucional esta situación. De allí que el pronunciamiento del tribunal supremo asestó un golpe a los gremios más verticalistas y burocratizados y alienta a las organizaciones emergentes a disputarles la representatividad.

Asfixiados por el cerco legal y los impedimentos para consolidar una alternativa a las conducciones oficiales, grupos pequeños de trabajadores organizados han optado por desprenderse del sindicato que los nucleaba y formar uno nuevo, con estatutos más transparentes y condiciones fiables para la celebración de asambleas. Una de las experiencias más conocidas es la del Sindicato de Trabajadores de la Industria de la Construcción y Afines (SITRAIC), surgido en 2011 como un desprendimiento de la Unión Obrera de la Construcción de la República Argentina (UOCRA). Pero como cualquier gremio emergente, el SITRAIC chocó muy pronto con las trabas impuestas por la Ley de Asociaciones Profesionales. En su caso no fue solamente la personería gremial, reconocida a la UOCRA, sino ya directamente su formalización como sindicato simplemente inscripto.

El artículo 22 afirma que una vez cumplidos los trámites de registro de una organización gremial -declaración de patrimonio y antecedentes de su fundación; presentación de lista de afiliados, nómina y nacionalidad de sus conductores; presentación de estatutos-, la «autoridad administrativa» (el Ministerio de Trabajo) tiene un plazo de noventa días para oficializar su inscripción. No obstante, fue reconocido recién el 20 de agosto de 2013, pasados largamente los dos años desde que presentó los requisitos. Por lo demás, el visto bueno al SITRAIC por parte de la cartera que comanda Carlos Tomada no fue obra de su “buena predisposición”, sino de un fallo de la Cámara Nacional del Trabajo que lo intimó a aprobar de una vez por todas el trámite. En pocas palabras, en un principio, la normativa no protege a los sindicatos frente a las altamente probables arbitrariedades en los criterios de aceptación de una solicitud.

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IV

De aquella sentencia de Karl Marx y Friedrich Engels en el Manifiesto del Partido Comunista, que vieron en el Estado a un grupo de agentes al servicio de los negocios de la burguesía, se registra una continuidad planteada por Guillermo O’Donnell (ver Apuntes para una teoría del Estado) que resulta clave para entender el rol de las instituciones estatales en la continuidad de las relaciones capitalistas. El caso de la Ley de Asociaciones Profesionales desnuda una intervención de tipo coercitiva del Estado en la relación entre capitalistas y asalariados, porque impone una serie de regulaciones que, en última instancia, debilita la multiplicidad de formas de representación de los intereses de la clase obrera frente al Estado, en contra de la explotación ejercida por el capital.

O’Donnell advirtió que aunque en la relación capitalista-asalariado la dimensión de la coacción se encuentre aparentemente difusa, ello no significa que esté ausente. El trabajador asalariado no está obligado a vender su fuerza de trabajo y el capitalista no dispone de los medios de coacción para obligarlo. Sin embargo, la existencia del trabajador depende de su conversión en asalariado. Del mismo modo, ni el Estado obliga a los trabajadores a serlo, ni el capitalista puede recurrir al Estado para que lo haga. O’Donnell resalta que la sociedad capitalista está articulada de tal manera que el trabajador asalariado, que no dispone de los medios de producción, no podrá subsistir sin vender su fuerza de trabajo. Ahora bien, a la vez, la falta de coacción para vender su fuerza de trabajo es condición necesaria para la apariencia  formal de igualdad entre las partes.

Ocasionalmente, los asalariados recurren al Estado con el fin de lograr la reparación por un daño causado por la relación de explotación y en algunas oportunidades tendrán éxito. Pero para O’Donnell ello sólo significa que las instituciones estatales habrán actuado como garantes de la continuidad de las relaciones de dominación. El Estado no respalda directamente al capitalista, pero sí a la relación que lo define como tal. Es garante de la existencia y la reproducción de la burguesía y el trabajador como tales. El Estado asegura la existencia del trabajador en tanto clase. Ello supondría que, en determinadas circunstancias, es protector de éste. Pero no como árbitro neutral, sino como su repositor en tanto clase subordinada.

El rechazo a la homologación de acuerdos paritarios, en definitiva, se inscribe sobre la misma lógica: no sólo se consagra la facultad de arbitraje estatal. En estos casos, con mayor transparencia, la acción del Estado contribuye a reforzar la supremacía del capital.

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