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Por Giovanny Jaramillo Rojas | Fotografías: Dahian Cifuentes
«Tantas noches y tan pocas…»
Miguel Grinberg
Desde Santiago cruzamos los Andes hasta Mendoza en un folclórico microbús que iba repleto, en todos los sentidos posibles, de gentes, valijas y mercaderías. Las sillas más parecidas a colectivo de ciudad que a expreso internacional no podían ser menos amables con nuestras espaldas. Por suerte la parada migratoria en el paso internacional Los Libertadores nos permitió tomar algo de aire además de menguar la viajante incomodidad. Un escrupuloso amanecer mendocino nos recibió oprimidos por la lasitud. La cordillera señorial se abrió paso en la madrugada bordeándose a sí misma con los frescos pincelazos del sol tempranero. Primera operación: encontrar la manera de ajustarse al mejor cambio posible de dinero. Argentina y sus trances financieros nos guiñaron el ojo de ese huracán que la mantiene agitada todo el tiempo. Segunda operación: buscar un hostal barato y decente para librarnos del cansancio. Al día siguiente nos iríamos de la ciudad a un lugar que -sin saberlo- nos permitiría confeccionar lúdicas formas imaginarias para combatir los soberbios contenidos irreales que posee la realidad. En la ciudad de Mendoza, como en cualquier otra ciudad del globo, el paisaje siempre es la mirada inconclusa de los otros. Por eso huimos.
Llegamos al municipio de San Rafael, ubicado muy cerca del Valle Grande (zona gentil que da a luz algunas de las vides y olivas más reputadas del planeta y responsable de la subsiguiente producción de los vinos argentinos más codiciados en el mundo) y el Cañón del Atuel (accidente geográfico único en Sudamérica muy parecido al Cañón del Colorado). Allí un río -llamado igual que el susodicho Cañón- funciona como potencial afluente del imponente embalse El Nihuil. San Rafael es una modesta ciudad de 110.000 habitantes que antaño sirvió de asentamiento a migrantes franceses que con el paso del tiempo se fueron desplazando hacia Mendoza y Chile gracias al crecimiento de la actividad turística de esta región. Fue para mí una grata sorpresa encontrarme, justo al lado de un quiosco cualquiera, con la casa donde por allá en las postrimerías del año de 1929 nació el gran pintor e ilustrador argentino Enrique Sobisch.
Al término de un par de horas estaríamos encaminándonos por el Valle Grande hacia el profundo Cañón, en donde haríamos camping. Una vez instalados empezamos a experimentar una suerte de encantamiento que provenía de un pomposo cielo que, mezclándose con los picos rojizos de las montañas, fundaban un vergel inenarrable. Por las noches un techo plagado de estrellas nos servía como coartada para transportarnos a alguno de los tantos infinitos disponibles. El silencio, en el Cañón del Atuel, es tan constante, narcótico y deliberado como en el cine mudo y logra mutarse en sinfonía. Nuestra cámara percibió más de lo que nosotros pudimos reparar y, sus imágenes, tuvieron la libertad de concertar una voz propia que de seguro nos borrará del mapa de la producción.
De vuelta a Mendoza despedimos a los dos últimos colegas del equipo técnico y nos embarcamos hacia Córdoba en un viaje nocturno en el que nuestras fábulas de tiempo y espacio se dilataron hasta la hipocondría: resulta increíble la capacidad y contundencia que tienen las rutas para enviarlo a uno al pasado.
En Córdoba nos recibió un amigo en su departamento. De su mano conocimos la ciudad siempre de noche tal como si no la hubiera presentado la atormentada pluma de Jorge Barón Biza. Ahora me doy cuenta que fue más lo que la sobreviví que lo que la recorrí. En esta trashumancia noctívaga nos topamos asiduamente con disímiles amaneceres que a su vez nos revelaron una urbe cuya luz aparecía sólo para despedirnos. Algunos días los utilizamos para ir a la sierra. Visitamos Altagracia y Villa General Belgrano. Con alegre dipsomanía recorrimos sus perfectas calles pseudoalemanas y nos bañamos en sus ríos y en sus lagunas. Las sierras cordobesas guardan en sus entrañas una alquimia que te enclaustra en la serenidad y libertad de sus paisajes. No me cansaría de nacer allí, donde por la noche los ojos reposan sobre el mismo lugar sobre el cual el día los dejó.
Una noche lluviosa abandonamos Córdoba en dirección a Buenos Aires. En la mitad del recorrido nos sorprendió una tormenta que nos hizo sufrir la solitaria e inacabable humedad del pavimento mostrándonos el camino a casa. 7am. 9 de Julio y Avenida de Mayo. Mis ojos son mil ventanas ciegas. Buenos Aires, la furibunda, nos dio la bienvenida abrumándonos con su indestructible vanidad. ¿Y cómo hacer para escribir lo imposible? Sentí que me decía adiós a mí mismo, mientras veía las apremiadas maniobras de los taxis ebrios de realidad absoluta. Subimos por Avenida de Mayo hasta San José para caminar seis cuadras eternas. Se me había olvidado imitar la sombra de todos los nadie que habitan esta ciudad que siempre será un buen puerto para llegar pero nunca para irse. Aquí todo el mundo toma un sitio en la luz para hacer más grande su sombra y extenderse a sí mismo. Vamos disparados por una calle viendo nuestras suertes en los ojos de la turba que penetramos. Una vez llegados a casa pensé a Buenos Aires como una ciudad en la que muchas gotas de muchas lluvias bien escondidas se desplazan por sus calles buscando el mismo desorbitado y afanoso mar.
Después de dos largos meses de viaje entramos en una abrupta etapa de posproducción humana y, por supuesto, audiovisual. Desde aquél medio día decembrino en el que me subí a un tren con destino a Mar del Plata estaba convencido de que hacía cine para poder grabar lo que no podía –ni sabía- escribir. Por suerte y al cabo de los primeros minutos de huida, tuve el antojo de garabatear las mismas palabras que iniciaron esta historia que ahora descubre su punto final: Los viajes siempre son una excusa. Para explorar por dentro o por fuera…
Entrega anterior:
No escribir: El país de los poetas II
Etiquetas: Buenos Aires, Crónica, Dahian Cifuentes, Giovanny Jaramillo Rojas, Mendoza, San Rafael