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Por Enrique Balbo
Sospecho que no debería estar aquí. El FC Barcelona ha ganado esta tarde la liga de campeones frente a la Juventus y ha conseguido la compleja triple corona: liga, copa y champion. Y yo debería estar rambla arriba rambla abajo; debería estar en los bares de Gracia bebiendo los vinos del país; debería estar en el barrio chino con las putas y los travestis comiendo pistachos con una cerveza helada; debería estar en la Barceloneta de madrugada, ya borracho, sentado en la arena, hincándole el diente a unas sardinas asadas.
Pero no. Mira tú por dónde. Estoy en el conísimo sur –tengo la sensación que debajo de dónde estoy no hay nada y que si resbalo y caigo terribles criaturas me esperan para tragarme-, en Chivilcoy, en la horizontal y mareante provincia de Buenos Aires, la Pampa húmeda bien húmeda (en mi patio los caracoles están en la gloria); son casi las seis de la mañana, hace un frío interesante y el gallo del vecino ya se ha encaramado al muro y se prepara para acometer los primeros cantes. Así es que desde el triunfo del Barcelona he empezado a festejar en silencio y en solitario, a beber y a recordar. Escucho Blue Train de John Coltrane mientras muevo los hielos de mi copa con el dedo. Y me he acordado del Trinche.
Al Trinche lo vi en un doble partido hacia los ochenta (creo). A mi abuelo le pasó el dato un viajante que vendía básculas y botiquines: “hay un muchacho en Rosario que la rompe…” Antes las noticias llegaban por la radio, la prensa y los viajantes, y estos últimos eran los más creíbles. Considerando la fuente de información mi abuelo decidió que nos trasladáramos un fin de semana a Rosario.
Hicimos trescientos kilómetros por una Argentina gris, desamparada y aterradora. Llegamos justo para el inicio del partido. El Trinche jugaba para el Central Córdoba en la segunda división. Vestía una hermosa camiseta azul con el dorsal cinco, era espigado y alto, tenía una cabeza bien modelada y una salvaje y descuidada melena. Sus ojos eran tristes y los párpados los llevaba a media asta. Parecía un poeta. Parecía que no estaba en el campo, parecía sentir cierta pereza, alguna molestia. Hasta que tocó el balón.
Era Zidane, Maradona, Redondo, Messi, Iniesta, Platini, Xavi, Bochini… era todos y cada uno de ellos y no era nadie. El Trinche, Tomás Felipe Carlovich, fue lo mejor que me pasó en un campo de fútbol. No he vuelto a ver a nadie como él. No he vuelto a ver su elegancia ni su dignidad.
Y en una época en que el jugador de fútbol era brutal lo del Trinche tenía doble mérito. Los arbitrajes eran permisivos y las patadas abundaban. El público solía adorar a las bestias como en un espectáculo romano. Había ya numerosos casos de esa mal entendida hombría: Perfumo, Passarella; más tarde Ruggeri, Hrabina, Pasucci y el etcétera es largo. Recuerdo ahora a un jugador del Bayern Munich al que apodaba el tanque y al que los seguidores alemanes adoraban. Horst Hrubesch pasaba del metro noventa, era un delantero goleador con un poderoso salto y un buen remate de cabeza. Aquel hombre no pisaba la hierba: la hundía.
El Trinche fue todo lo contrario y he aquí su dignidad. Era grácil, suave y fino hasta en las carreras. Tenía ojos en la espalda y una composición del juego inaudita. A menudo desorientaba al más veterano. Su manejo del balón era superior: combinaba el juego de calle, el del potrero, con el del atleta profesional.
Aquella vez lo vimos con mi abuelo en un doble partido. El sábado con el Central Córdoba en un match oficial y el domingo con un grupo de aficionados en un campito a las afueras de la ciudad. Partido éste que estuvo a punto de suspenderse debido a una fuerte lluvia que dejó el campo inundado. Al final se jugó y el Trinche no dejó ni una sola vez que el balón tocara el agua. Tal era su magia.
Fue dueño de un anecdotario curioso y de los records más improbables. Ha sido el único jugador en tener el balón en su poder durante casi diez minutos; ha sido el único jugador en ser readmitido después de una expulsión por doble amarilla: los reclamos de las dos aficiones obligaron al árbitro a permitirle la entrada al campo de juego. Pero quizá la anécdota más significativa y tangible sea la de un encuentro memorable, un partido que cualquier rosarino futbolero de más de cincuenta años hoy recuerda. La selección argentina a punto de partir para el mundial de Alemania decidió ir a jugar a Rosario. Se formó un combinado con cinco jugadores de Rosario Central y cinco de Newells y el Trinche, que ya jugaba en segunda división. Al término del primer tiempo el combinado local ganaba por tres a uno con el Trinche como estrella. Cuenta la anécdota que el técnico de la albiceleste, Vladilslao Cap, le pidió al Trinche que parara.
Mi abuelo y yo lo tuvimos enfrente en aquel asado después del partido. No hablaron de fútbol, hablaron de pesca y de costumbres de provincias. A mí me preguntó que quería ser cuando fuera grande y yo le contesté dibujante de cómics. Él se rió y me acarició la cabeza. Después lo vi perderse, con su andar elegante y tranquilo por un pasillo húmedo.
Estuvo a punto de firmar por el Cosmos, pero dicen que Pelé impidió el fichaje por razones obvias; también lo quiso el PSG y el Nantes pero no se concretó. El Trinche después de Central Córdoba jugo en Colón de Santa Fe y en Independiente de Rivadavia de Mendoza. Se retiró bordeando los cuarenta años.
El trinche Carlovich vive hoy en Rosario. Arrastra, después de una operación de cadera, una leve cojera con la misma elegancia que hacía correr el balón por el campo. Lo he vuelto a ver en un documental de Canal Plus España en el que he llorado desde el principio hasta el final. El Trinche también. En Argentina no se le ha hecho ningún homenaje. Normal. No creo que al Trinche le importe ni que lo necesite. Sigue siendo poético y sigue teniendo la larga melena y los párpados caídos. Pienso ahora en el Barcelona de estos últimos años. Y creo que Iniesta, Xavi y Messi tienen en sus genes algo del Trinche. Y que el triunfo del Barcelona en Europa es el triunfo del Trinche. Al final ha ganado la dignidad, han ganado los bajitos, han ganado los elegantes. La barbarie se ha tenido que quedar afuera.
O como decía de mi abuelo; si quieres conocer profundamente a una persona organiza una fiesta o invítalo a jugar un partido de fútbol. El Trinche a lo último seguro que iba llevando sus andares y su melena, su dignidad.
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