Blog

07-07-2015 Notas

Facebook Twitter

Por Agustín Ciotti

Caída la noche del domingo, se confirmó que el partido Propuesta Republicana (Pro) se impuso en las elecciones de Capital Federal y aunque no le alcanzó para cerrar la contienda en la primera vuelta, se descuenta que Horacio Rodríguez Larreta será el próximo jefe de Gobierno de la ciudad y, por lo tanto, el sucesor del líder nacional de la fuerza, el empresario Mauricio Macri.

Hace apenas dos semanas, el macrismo, con el cómico Miguel del Sel como candidato, estuvo a un puñado de votos de arrebatar en su segundo intento la gobernación de la provincia de Santa Fé al «socialismo» de Hermes Binner, representado en los comicios por Jorge Lifschitz.

«No creo en eso de izquierdas y la derechas», decía un novato Del Sel, durante una de sus primeras visitas de campaña a los estudios de Canal 26, como candidato a gobernador de Santa Fé en 2011. «El objetivo es ayudar a la gente, solucionarle los problemas». Cuatro años más tarde, el actor volvió a quedar en las puertas de la Casa Gris, a la que alguna vez consiguió entrar otro personaje importado al campo político desde otro mundo distante: el ex deportista y aliado circunstancial del macrismo Carlos Reutemann.

Pero afirmar un descrédito de la división histórica del espectro político no es un mero acto de ingenuidad de un inexperto aspirante a un cargo ejecutivo, sino la decisión racional de renunciar a formular lo que Stuart Hall llamó el «problema de la ideología» (ver “El problema de la ideología: marxismo sin garantías”, 1983). La ideología, para Hall, no es otra cosa que el proceso que da lugar a la formación de ciertos marcos mentales -lenguaje, sistemas de representación, creencias, expectativas, etc.- que los grupos sociales disponen para «dar sentido» y comprender el funcionamiento de la sociedad. El problema de la ideología, entonces, consiste en describir el modo en el que surgen las ideas sociales. O, en palabras del propio Hall, “el problema de la ideología (…) involucra el modo en que las ideas de los diferentes grupos atrapan las mentes de las masas y (…) se convierten en <<fuerza material>>”.

El empresario Macri se convirtió en jefe de Gobierno porteño en 2007, comandando una coalición de fuerzas conservadoras que incluía, por ejemplo, al partido Recrear, del ex candidato a presidente de la Nación, Ricardo López Murphy. Pero, muy pronto, todo confluiría en la figura del primero. Desde entonces, el espacio ha sido objeto de innumerables cuestionamientos a sus medidas de gobierno –favorables a los intereses del sector privado- y a su propuesta cultural –a la que se ha acusado de pretender una suerte de «deshistorización» de la tradición política argentina- lanzados desde los partidos de la oposición  que se proclaman «progresistas». Sin embargo, las fuerzas que lo han enfrentado en las sucesivas elecciones celebradas desde entonces –con el Frente para la Victoria (FpV) a la cabeza- han fracasado una y otra vez en el objetivo de arrebatarle el poder en la Capital Federal.

PRO 4

No son pocos los intelectuales del principal partido opositor que cuestionan su presunta fachada «desideologizada», a partir de la cual lograría cautivar a la porción del electorado que resulta directamente perjudicada por su política derechista. «El PRO gana hasta en las villas», se ufanó el pasado martes 24 de junio en un programa de televisión del cable el ex diputado duhaldista Eduardo Amadeo, un recién llegado al equipo de Macri. Lo que aquí se pretende sostener, en cambio, es que es imposible escapar al «problema de la ideología». Aun los discursos políticos de mayor pretensión de neutralidad desnudan, en las acciones que los respaldan, su naturaleza ideológica.

Una perspectiva de crítica marxista no vacilaría en advertir que, en realidad, la aparente ruptura del macrismo con ciertas normas tradicionales de enunciación política responde a la necesidad de dar con nuevas formas de legitimación de la vieja clase política frente las clases medias y populares, particularmente luego del desprestigio sufrido por aquella con el advenimiento de la crisis de diciembre de 2001. En otras palabras, detrás del slogan que promete «una nueva forma de hacer política» persistirían históricas modalidades de organización interna del campo político, y, más puntualmente, de la burocracia del Estado; modalidades que contribuyen a la reproducción de las relaciones de dominación de la sociedad burguesa, conocidas hasta entonces.

Si bien podría pensarse que el día de la asunción de Néstor Kirchner como jefe de Estado, el 25 de mayo de 2003, representó la culminación del proceso de reconstrucción del régimen institucional republicano tal y como había sido hasta el 19 y 20 de diciembre de 2001, el escenario socio-político había experimentado transformaciones profundas. El colapso del modelo económico neoliberal, que había imperado en América Latina durante los años ’90, arrastró al sistema político en su conjunto a una verdadera catástrofe. Las clases medias, ahora empobrecidas, y la clase obrera, ahora desocupada, confluyeron en una revuelta que puso en jaque la vida del régimen.

Precisamente, en este contexto se produce el nacimiento del PRO. Como recordó el politólogo José Natanson, «igual que el kirchnerismo, el PRO es un hijo de diciembre, del sacudón que produjo la crisis del 2001 en amplios sectores de la sociedad, y cuyos antecedentes, también como el kirchnerismo, pueden rastrearse a los ’90, al lento proceso de degradación de los años finales de la convertibilidad, cuando no sólo surgieron las agrupaciones de izquierda independiente en las universidades, los nuevos movimientos sociales y la renovación de los organismos de derechos humanos a través de HIJOS, de donde luego provendría buena parte de la militancia K, sino también una serie de ONG de filo tecnocrático (como Poder Ciudadano, Cippec, Grupo Sophia y Creer y Crecer) (…)  Pero lo que sin dudas lo distingue de otras experiencias es la capacidad de incorporar dirigentes –casi diríamos cuadros– sin contacto previo con la política, provenientes del mundo empresarial, del voluntariado católico y, sobre todo, del equívoco campo de la ‘sociedad civil'» (Natanson, Página 12, 28/04/2015).

PRO 1

La lucha ideológica no es una opción

Cuando Armand Mattelart y Ariel Dorfman publicaron en 1972 el libro Para leer al pato Donald, el gobierno de la Unidad Popular en Chile, encabezado por el presidente Salvador Allende, apenas había superado su primer aniversario. La obra fue recibida como una provocación por las élites chilenas, pues sus páginas denunciaban la intromisión, a través de los personajes de Disney, de las representaciones del mundo burgués en el campo de la niñez, definido por la propia ideología capitalista como «impoluto», «inocente» y, por lo mismo, «apolítico».

Politizar de forma encubierta un universo presuntamente «apolítico» asomaba, entonces, como la estrategia de Walt Disney para eludir el radar ideológico marxista de la Unidad Popular. Tres décadas más tarde, la construcción discursiva del PRO en Argentina parece recurrir a la operación exactamente inversa: «despolitizar» de manera aparente todas y cada una de las esferas sociales que son alcanzadas en algún punto por el accionar político.

El investigador Héctor Schmucler, en el prólogo de Para leer al pato Donald, advierte que cierta intelectualidad autodefinida como revolucionaria ha menospreciado la centralidad de la disputa por la transformación de los imaginarios colectivos sobre el «estar en el mundo», tan importante desde su perspectiva como la lucha que se entabla por las condiciones materiales de existencia de las clases desposeídas.  Parafraseando a Ernesto Guevara, Schmucler recuerda que «la revolución no se justifica simplemente por distribuir más alimento a más gente». Llevado más lejos, el argumento sostiene que no tendría sentido luchar por dar de comer a más hombres, si no es para obligarlos a «imaginar un mundo de infinitas potencias». Similar es la dirección trazada por el pensamiento de Hall, cuando destaca que el «problema de la ideología» ha ocupado durante largo tiempo un lugar secundario en el marxismo.

El terreno de la ideología, insiste Schmucler, no es «uno más» en donde se debe librar la batalla revolucionaria. La revolución sólo puede pensarse como un proyecto total, pues «aunque la propiedad de una empresa puede cambiar bruscamente», el imaginario colectivo demanda un largo esfuerzo de transformación. Si desde el inicio no se declara como un cambio ideológico, todo proyecto revolucionario naufragará hacia el fracaso. Precisamente, y contra la apuesta del discurso macrista, Para leer al pato Donald demuestra que «nada escapa a la ideología. Por lo tanto, nada escapa a la lucha de clases».

Tampoco el macrismo escapa de las garras de la ideología, aunque pretenda en el plano discursivo borrar sus marcas. Si no es en el discurso, la ideología se hace presente en cada decisión de gobierno o en cada intervención del partido en los órganos deliberativos. Acciones como la represión en el Hospital Borda por parte de la Policía Metropolitana a trabajadores, delegados sindicales y legisladores opositores que se oponían a la demolición de un taller cultural (26 de abril de 2013); o la abstención de los diputados legisladores macristas en el Congreso Nacional para promulgar la Ley de Fertilización Asistida presuntamente por cuestiones religiosas (6 de junio de 2013), desnudan de por sí la orientación ideológica del espacio. El discurso -tanto verbal como visual-, en todo caso, permite a quien lo pronuncia jugar con la instancia de lo «no dicho», siempre presente en toda enunciación -por supuesto, también en la política-.

PRO 5

No tan distintos

La configuración del discurso del PRO sería el reflejo de una fractura entre los partidos políticos y la sociedad civil, precipitada por la crisis de 2001. En otras palabras, el conflicto habría asumido la forma de una crisis de representación, traducida en una presunta desconfianza de la ciudadanía hacia los partidos.

Para el sociólogo Ricardo Sidicaro el fenómeno efectivamente existe, pero habría comenzado mucho antes de diciembre de 2001 y, por lo demás, tampoco sería exclusivo de la Argentina, sino que atañe a todos los Estados modernos de Occidente. Siguiendo a Peter Berger y Thomas Luckmann, Sidicaro afirma que el distanciamiento entre la sociedad civil y las entidades partidarias que pretenden representarla se explicaría en una situación de «crisis de sentido», motivada por el agotamiento de los relatos religiosos y  la eficiencia de los aparatos burocráticos de los Estados, en tanto los principales generadores de significados que permitían a los ciudadanos pensar el mundo que los contenían. Muy rápidamente, podrían identificarse entre los acontecimientos que dispararon dicha tendencia al auge de los movimientos por los derechos civiles en los Estados Unidos -y el protagonismo creciente de la figura de Martin Luther King-, las manifestaciones juveniles en rechazo de la Guerra de Vietnam o las movilizaciones del Mayo Francés, todo ello avanzados los años ’60.

Sin referirse directamente al fenómeno, Hall observó, más nítidamente en la década posterior, una suerte de fragmentación y heterogeneización de las identidades culturales, posiblemente vinculadas a la crisis del fordismo, en tanto modelo de organización de la producción y regulación de las pautas de consumo. Pero, paradójicamente, a la irrupción de estas formas de subculturas se le contrapuso -al menos en el caso argentino- una oferta electoral cada vez más homogénea.

PRO 3

«Trabajamos para  la gente»

Frases como «mejorar la calidad de vida de la gente» o «hacer feliz a la gente» son moneda corriente cuando se escucha o se lee en los medios masivos de boca de dirigentes del PRO de la primera línea enumerar los objetivos de su programa de gobierno. Pero así como se dijo que no fue responsabilidad directa del PRO -sencillamente, porque no existía como tal- la creación del abismo entre ciudadanía y partidos (sino que, más bien, el PRO fue un producto de dicho fenómeno), también es justo reconocer que no es un vicio exclusivo del macrismo la presencia recurrente en su discurso de la difusa figura de la gente.

Los orígenes de la intromisión de esta figura híbrida o, como la definieron A. Grimson y Amparo Rocha, «sujeto informe e inestable, irregular y desmesurado», habría que buscarlos, según propusieron Eugenia Contursi y Manuel Tufró -apoyándose en Eliseo Verón- en la creciente mediatización del discurso político y la influencia de las herramientas del marketing y la lógica del target, desde la década del ’80. El desembarco del discurso publicitario en los dominios del discurso político, por un lado, y ciertos procesos de hibridación y homogeneización de las plataformas políticas, por el otro, habrían arrastrado a una crisis al esquema tradicional de la enunciación política y favorecido la consagración de nuevas formas de decir en las campañas: entre ellas, el surgimiento de la gente como el destinatario por excelencia, por encima de los colectivos de identificación históricos, como el pueblo, los trabajadores o la patria.

Las efusivas frases que apelan a la gente son fáciles de rastrear en los discursos de los principales candidatos en la carrera presidencial 2015, Daniel Scioli (FpV), Sergio Massa (Frente Renovador) y, por supuesto, Macri (PRO). Es quizás el más novedoso aporte a la comunicación política -más allá de que puede presumir de al menos dos décadas de historia-, de probada versatilidad ideológica y eficacia electoral, principalmente en distritos cosmopolitas, como la ciudad de Buenos Aires. Al menos, así lo dicen los números.

Etiquetas: , , , , , , , , , ,

Facebook Twitter

Comentarios

Comments are closed.