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Por Adolfo Francisco Oteiza
«Y así va el mundo. Hay veces en que deseo sinceramente que Noé y su comitiva hubiesen perdido el barco.»
Mark Twain
-Perdóneme Padre porque he pecado.
-Cuénteme hijo mío.
-Es un tanto vergonzoso… Padre… sabe usted…
-Tranquilo, hijo mío, el que todo lo ve siempre nos habla del camino de la redención.
-Gracias Padre, sus palabras me tranquilizan.
-Ahora cuénteme.
“-Rodolfo, ¿no?
-A su servicio. Y usted es…
-Mariana. Pase y póngase cómodo. Ya regreso.
Y sin más preámbulo me encontré en el consultorio de una psicóloga. Tuve tiempo para analizar el cuarto. Un sillón negro con escritorio también negro parecía ser el lugar más cómodo para tomar asiento, pero me percaté de que atrás se encontraba una biblioteca con tomos verde opaco muy diligentemente limpios y ordenados. Todo aquello me llevó a pensar que debía ser su lugar de estudio. Quedaban dos opciones para reposar mi cuerpo. Una especie de cama rojiza parecida a una reposera y una silla de madera color caoba bajo unos cuadros amarillentos mal pintados. Si bien me tentó la cama acolchonada opté, luego de estudiarla detenidamente, porque con estas cosas nunca se sabe, por la silla caoba. No me agrada la gente que toma confianza muy rápidamente en casa ajena.
Entró la señorita y me puse de pie, como todo caballero. Creo que no distinguió el gesto y comenzó a hablar velozmente.
-Disculpe, Rodolfo, pero estos días ando como loca. Hay algunos problemas de administración en el consultorio, acaba de renunciar un empleado y estoy muy requerida. En fin, ¿cómo anda? Cuénteme.
-Bien, la familia bien. Con algunos dolores propios de mi edad pero nada de qué quejarse.
-Sabe usted que hablé con su hijo… está preocupado por usted.
-Supongo que es lo normal. Digo, que los hijos se preocupen por sus padres y nosotros por ellos. Siempre intentamos inculcarle con mi señora esos valores y ahora vemos con alegría sus frutos.
-Veo que es un árbol difícil de roer.
-Y, mire señorita, una vida de esfuerzo lo vuelven a uno así. Pero con mi señora no podemos quejarnos. Mientras yo trabajaba en obras de construcción ella lo hacía como maestra rural. Nunca nos sobró, pero tampoco nos faltó. Nuestros hijos nunca se vieron en la obligación de trabajar hasta que la edad lo demandó. Hoy ambos son dos grandes profesionales.
-Entiendo que se jubiló recientemente.
-Así es. Ahora me dedico a disfrutar de lo sembrado.
-Me parece una postura muy sabia, pero su hijo cree que esto, a la jubilación me refiero, lo puede llevar a una depresión.
-Es un chico muy listo y tiene toda la razón. Es cierta su sospecha y lo hemos hablado con rulo, un vecino nuestro también jubilado. Coincidimos en que es lo normal a nuestra edad con una vida ya terminada.
-Por favor, Rodolfo, me parece usted un hombre de una vitalidad hermosa. ¿Por qué entregarse así? Mire…
Aquí la jovencita comenzó a hablar de un tal canal y el deceso, pero no entendí si se refería a la televisión o a un arroyo; sobre lo del deceso no entendí ni mosca. Hablaba con tal énfasis y elocuencia que un poco me avergoncé al no comprender sus palabras. Creo que le gustaba pescar, pero solo le dije que me parecía muy interesante todo lo que me había referido.
-No crea que con elogios se va a librar de mí, Rodolfo –dijo con una sonrisa muy amigable-. Se nota en usted a un muy buen hombre que no puede abrirse. Es como si llevara una coraza cuesta arriba. Pero con terapia y buena disposición verá usted que logrará una vida más plena. Le queda mucho por vivir y disfrutar.
-Es cierto –atiné a decir-. Debo admitir que con mi señora siempre intentamos ser buenos cristianos.
-Es usted un bromista, hay chispa dentro suyo. ¿Cómo quiere continuar con la terapia de aquí en adelante? ¿Cuándo agendamos la próxima cita? Ah, y en la próxima se recuesta en el diván.
-Disculpe señorita, pero como le referí soy un hombre casado que ama a su mujer. Ante esta situación me debo en el deber moral de marcharme. No lo sienta como un rechazo. No creo que tenga inconvenientes en encontrar usted un buen hombre.
Apresuradamente salí de la habitación mientras oía que me daba su número de teléfono. No se lo comenté a Isabel para no ofenderla.”
-¿He pecado, Padre?
-Dos Ave María y un Padre Nuestro. Qué Dios te bendiga hijo mío.
Etiquetas: Adolfo Francisco Oteiza, confesión, Diván, ficción, psicología