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18-08-2015 Notas

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Por Federico Capobianco

 

I

Jacques Berthier está delirando. Tiene demasiada fiebre. Se baja del caballo y vomita. No puede creer que vomite tanto. Apenas se repone mira a su alrededor. Hace algunos años, en 1820 -cuenta el historiador brasileño Décio Freitas-, Berthier se había escapado de Cayena, la ciudad de la Guayana francesa donde estaba preso. Su condición de anarquista y partidario de Babeuf no era bien visto por el emergente Napoleón. Ahora estaba en Belén, una ciudad asquerosa del norte de Brasil. Y no sabía bien por qué, pero estaba participando de la revolución de los cabanos, ese movimiento insurgente que incluía mestizos, esclavos e indígenas y que se rebelaba contra las clases dirigentes, sumergiendo a la zona en un conflicto que duraría alrededor de 20 años.
La cosa no estaba funcionando y los muertos eran miles. Los que habían logrado escapar se habían refugiado en la selva amazónica para preparar una nueva intervención. Los que no, yacían al costado del camino. Les habían robado las ropas y las ratas se hacían un festín. Berthier sigue ahí, en el camino, con el caballo al lado y sin parar de vomitar. Vuelve a levantar la cabeza y ve como cuatro personas mastican de un cadáver. La situación estaba realmente mal. Vuelve a vomitar pero se reincorpora al caballo. Necesitaba llegar a su rancho. Si no era la malaria, el paisaje lo iba a terminar de matar. Llega delirando, tiene demasiada fiebre. Entra a su rancho y los ve. O los imagina. Pero están ahí, dos sentados y uno parado. Berthier se acerca y los reconoce: Miguel Ángel, Saint Simón y Fourier están en su casa. No entiende por qué pero empiezan a hablar. A discutir la revolución. Ninguno coincide con ninguno pero debaten. Las formas difieren, pero hay algo que no se discute: para que los cabanos logren la revolución deben tomar conciencia de que la necesitan. Eso, la toma de conciencia, su progreso cultural, es la única forma de progreso posible, porque, como concluye Berthier: la sociedad busca la felicidad común.

 

II

El progreso siempre es decisión política. La única forma de establecerlo es de arriba para abajo. Si entendemos el progreso como el avance hacia un estado mejor, en términos sociales no existe otra forma que no sea económico y cultural. Los inconvenientes llegan cuando no se establece de igual manera en redistribución de la riqueza como en patrones educativos e informativos capaces de lograr una conciencia crítica que permita una mejor adaptación al ambiente. Cuando esto no se hace y prevalece el económico, lo que sucede es la inexistencia de una cohesión social capaz de organizarse para lograr el progreso mutuo. Lo que queda es una anarquía constante generada por ese liberalismo económico que propone el estado. En palabras más claras y efectivas, lo que queda es un individualismo exagerado en el cual el otro nos chupa relativamente un huevo. En cambio, cuando el progreso es otro, uno puede encontrar condiciones y objetivos comunes en el resto. De ahí proviene la organización. De la organización la lucha.
Si lo pensamos en términos coyunturales, es inevitable pensar en “la grieta” –así, con voz de fantasma-. Esa cosa que se presentó como un cuco cuando era, en realidad, inevitable. El resurgir ideológico post noventa lo generó y permitió a cada una de las personas establecer dónde se sentían más cómodas. El problema de la grieta no está en que divide gente, está en que las partes nuclean realidades distintas, clases distintas. Entonces, ¿qué capacidad de organización puede haber cuando los pobres y los ricos están de ambos lados? La respuesta es ninguna. Principalmente porque ese resurgir se estancó ahí. Porque claro, también es ninguno el beneficio que puede traer para las clases dirigentes una masa organizada y crítica.

Lo que la organización permitiría, sería romper, o al menos intentarlo, el devenir cíclico de la historia. Ese en que una crisis siempre económica, genera el surgimiento de una gobierno que promete cambios. Los cambios llegan, por un momento, hasta que las decisiones quedan siempre en manos de otros que se ven imposibilitados a mantenerlas. Como el avance es solo económico aparece “la anarquía”, por lo que la evolución, si se deja sola, se encarga de pisar cabezas. Entonces, cuando llegan momentos en los que el avance económico también se estanca, la solución es el apriete, en términos de colores, el giro es para la derecha.

Hoy, las elecciones nacionales dejaron un panorama así. Los principales tres candidatos no prometen nada nuevo a lo que ya vimos. Y volviendo a los colores, el giro vuelve a ser hacia la derecha. Si estos últimos años hubiesen sido de progreso cultural en vez de ahondar en las contradicciones ideológicas de grupos que no son para nada contradictorios, se hubiese generado una conciencia crítica capaz de elegir alguna otra cosa y no poner en alza aparatos que sólo prometen que vamos a estar más seguros. ¿Seguros de qué?

 

III

Párrafo aparte pero que ayuda a ejemplificar es lo sucedido en Chivilcoy hace un tiempo. Aproximadamente dos meses, se homenajeó a Adelina Dematti de Alaye, Madre de Plaza de Mayo chivilcoyana, poniendo su nombre al Complejo Histórico local. En el cual, en una de sus salas, se observan fotos de la mayoría de los intendentes que tuvo la ciudad desde su creación. De todos los que se ven hay varios que fueron comisionados de los gobiernos de facto del siglo XX. Pero hay uno que sirvió como intendente durante la dictadura iniciada con Onganía, dio un paso al costado al volver la democracia, y fue nuevamente llamado para ocupar el municipio durante los cinco años que gobernó Videla. La homenajeada, al recorrer el Complejo, decidió que en el cuadro de ese intendente se coloque una cinta negra. La coherencia en nombrar el Complejo con su nombre llevaba a cumplir lo pedido. Días después se desató el caos. La indignación de un montón de personas ocupó los medios locales durante varios días: “que el intendente era buena persona”, “o que no era un represor”. Ataques y defensas de uno y otro lado. Que los chivilcoyanos indignados no puedan comprender la idea de que ser intendente durante la dictadura más sangrienta no te convierte en represor, pero sí en el anclaje territorial del gobierno nacional para todas las tareas conocidas, incluido chupar gente.
La lucha cultural e ideológica en ciudades del interior suele ser más difícil. El conservadurismo está más arraigado. Pero tanto quilombo por una cinta negra en el cuadro de un intendente de facto sólo se explica entendiendo que en doce años de gobierno local kirchnerista no se avanzó nada en esos términos.

Lo que quizás también se vea reflejado en los resultados de las últimas elecciones. Dónde el intendente actual, buscando la reelección, dio en las PASO una batalla completamente solo -ya que otro ex intendente y el reconocido exponente – ¿ex ponente?- nacional decidieron mostrarse a su lado recién ahora- y apenas logró sacar 500 votos de diferencia frente a un candidato que viene buscando su lugar hace tiempo pero que, en su condición de ex comisario y alineado a su referente nacional –Massa-, basa su candidatura, también, en la seguridad. Nuevamente la seguridad. Eso que vende tanto como el morbo que genera.

El problema no es plantear la seguridad como política primordial para los próximos años, el problema está en plantearla como causa de todos los males y no como consecuencia de un estado ausente en las necesidades básicas de las clases más desprotegidas, en la precarización o falta de empleo y en un sistema educativo incapaz de hacer convivir las distintas realidades que hoy se ven, acompañado por la negligencia o falta de ganas de combatir el narcotráfico. “Si tuviera las necesidades básicas insatisfechas sería delincuente” decía un certero y corajudo Damián Szifrón en la mesa de Mirtha Legrand. Esa a la que la mayoría va a escuchar todo lo que la reina de los almuerzos tiene para decir. Pero claro, todos decidieron tratar a Szifrón de estúpido, cuando lo que decía era quizás la verdad más cruda de la coyuntura de los últimos años.

 

IV

Otro párrafo aparte serían las elecciones de los sectores de izquierda. Las de los sectores “blandos” fueron un fiasco. Ninguna de las fuerzas que la representan llegó al mínimo que imponían las PASO. Obviamente, el aparato es fundamental y ellos no lo tienen, pero nunca demostraron ser una fuerza consistente. Stolbizer no califica, cosas de su discurso pueden parecerlo pero forma parte de esa casta política que viene desde años pululando por la ancha banda del centro. Además, comparado a su capacidad mediática, el porcentaje obtenido no tiene peso alguno.

Con la izquierda “dura” pasó otra cosa, especialmente con el Frente de Izquierda y de los Trabajadores (FIT), porque las demás, algunas son muy nuevas y otras son un chiste –en chiste te convierte haber marchado con las patronales agrarias-. Desde el famoso “Un milagro para Altamira” del 2011, donde el Frente alcanzó con lo justo el 1,5 % de los votos, hoy se vio superado el doble en la suma de su interna. Sí, la única fuerza de izquierda consistente tuvo una interna que lo expuso a un quiebre existencial magnífico y peligroso. El uno de los mayores cuadros intelectuales del país, Jorge Altamira, fue superado por el emergente Nicolás Del Caño, que en teoría patina bastante pero en la práctica está en todas las luchas obreras que lo requieran. Y acá está la cuestión, en el quiebre entre la teoría y la práctica de la ideología de izquierda. Es por esto que Del Caño sacó ventaja.
La idea del progreso a largo plazo, con una primera etapa teórica, que implicaba organizarse en las fuerzas de izquierda –acompañado por la coyuntura- fue lo que generó que los obreros se alineen –en su momento- detrás de Perón. La clase trabajadora sintió que esa idea era demasiado abstracta y por lo tanto incapaz de aplicarse a la práctica. Hoy la situación es distinta, al menos en los casos más conocidos de las fábricas que bordean la Panamericana, donde la organización obrera sindicalizada en la izquierda tuvo logros considerables. Del Caño y el PTS –partido al que representa dentro del FIT- estuvo en todas, haciéndose visible ante los medios y poniendo la cara frente a Berni y toda su gendarmería represora. Esa puesta en práctica impidió que Altamira no haya podido sacar la ventaja que esperaba en Capital Federal ni en provincia de Buenos Aires. Lo que sumado a la buena imagen que tiene Del Caño en el interior dio como resultado un cambio en el frente. Malo para algunos, bueno para otros, pero efectivo. Hoy el FIT es el único espacio que propone otra cosa para las presidenciables, aunque el logro máximo sería ser la cuarta fuerza a nivel nacional.

 

V

Lo que seguramente quede en octubre será un podio de centroderecha, en el que ninguno de sus exponentes tenga períodos dirigenciales para fanfarronear. Van a dejar ciudades y una provincia en condiciones no muy buenas, con clases trabajadores precarizadas, docentes mal pagos, villas sin urbanizar y barrios sin obras básicas. Lo único que tendrán para fanfarronear serán cámaras de seguridad, propagandas con 8000 cadetes, barrios caros en humedales, educación privada en ascenso, especulación inmobiliaria, caricias permanentes a empresarios. Y la confusión de discutir hasta morirse con el opositor, trabajador contra trabajador, clasemediero contra clasemediero. Nunca para arriba, porque la culpa es de los de abajo.

Berthier y sus invitados nos mirarían incrédulos. Incapaces de entender cómo, cada un período de tiempo determinado, nos vemos obligados a elegir entre lo mismo que rechazamos años anteriores. Cómo su idea de felicidad común no existe. Y cómo, sabiendo que la historia se repite primero como tragedia y luego como farsa, no podamos darnos cuenta en qué repetición estamos.

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