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Por Luciano Sáliche
I
«No parecía su cuerpo”, dice Allan Abbott, uno de los sepultureros de Marilyn Monroe, en su libro. El tipo es un hombre perturbado. Digamos que su oficio tiene una relación especial con la muerte. Pero no es esa la línea argumental en que se mueven sus palabras, no es la condición mundana de tener que maquillar un cadáver frío e inmóvil. Cuando Abbott dice que el cuerpo que vio no se parecía a Marilyn Monroe está diciendo que la belleza sólo puede apreciarse viva, que en la muerte no hay belleza, no hay encanto, no hay nada. Si la ontología estudia los entes, lo que hay, lo que existe materialmente, el cuerpo de Marilyn Monroe tiene que ser un objeto de estudio predilecto. ¿Qué mejor demostración de que la materia adquiere forma en el tiempo y el espacio cuando Marilyn Monroe se mueve desnuda al borde de la pileta en la película de 1964 Alguien tiene que ceder? El film no se pudo terminar porque la actriz falleció sorpresivamente. Estaba en la cúspide de su carrera, en el fulgor de su erotismo; con 36 años su sensualidad había superado la etapa de la ternura y el infantilismo dando paso a la experiencia y la determinación. Una evolución en todo sentido. Finalmente, el material filmado se publicó en el 2001 como un cortometraje de 34 minutos. Algo comparable en términos locales con La Mary de Susana Giménez cuando fue remasterizada el año pasado, 40 años después de su estreno original. ¿Puede la belleza sobrevivir al paso del tiempo y las épocas y las modas y las perversiones?
Quizás la tarea que se propuso Abbott en su relato fue desidealizar a Monroe, contar lo que le significó ver in praesentia lo que muchos vieron en las fotos del cadáver. Quizás su intención fue explicar que la belleza se materializa en un cuerpo y que cuando ese cuerpo muere la belleza muere con él. “Parecía una mujer normal muy envejecida. Su pelo no había sido teñido desde hacía tiempo, no se había afeitado las piernas al menos en una semana, sus labios estaban muy agrietados y necesitaba una manicura y una pedicura”, dice en Pardon My Hearse, el libro en cuestión. “No llevaba ropa interior y tenía pequeños pechos falsos, mucho más pequeños que los que había visto hasta ese momento. Además tenía una dentadura postiza”. En la madrugada del 5 de agosto de 1962 le informaron a Allan Abbott que debía ir a una mansión en Brentwood y recoger el cadáver de Marilyn Monroe para luego llevarlo a la morgue y más tarde enterrarlo. Era el encargado del servicio funerario, ese trabajo lo hacía diariamente. ¿Qué podía tener de diferente este caso? ¿Qué habría de sorprendente que nunca antes haya visto? 43 años después decidió contarlo en un libro. Seguramente haya sido netamente por guita, pero no creo que sea lo único importante acá. ¿Qué efectos colaterales tendrá ver el cadáver en la instancia inicial de descomposición de la mujer más hermosa del mundo? ¿Qué secuelas sexuales sufrirá cotidianamente Abbott luego de tan compleja experiencia? ¿Soñará con meterse en las morgues de las celebridades de Hollywood y penetrar los fríos anos de las difuntas?
II
Edgar Allan Poe tenía un gran sentido del humor. Decía que “a la muerte se la toma de frente con valor y después se le invita una copa”. Sabía que no hay otra forma de tomarse a la muerte, ese hecho extraño donde todo termina. Sus cuentos de terror pueden ser leídos como grandes relatos del humor negro. Hay una postura trágica ahí que desconoce la moralidad porque ríe del hecho de morir. ¿Invitarle una copa a la muerte? Desde luego. Poe murió a los 40 y sin hijos. ¿Qué esperaba de la vida más que un poco de sarcasmo? Hay una foto de él al momento de su fallecimiento, está en el féretro, amagando con la posibilidad de resurrección. Stéphane Mallarmé le escribió un poema: “Tal como en sí mismo al fin la eternidad lo cambia, / el Poeta suscita con la espada desnuda / su siglo espantado por no haber sabido / que la muerte triunfaba en esa voz extraña”. Mallarmé no pudo estar en su funeral porque, además de estar miles de kilómetros, cuando murió Poe tenía siete años. ¿En qué cambiaría el poema si hubiese visto cara a cara el cadáver de Poe, la frialdad de sus rasgos inmóviles, la expresión de ausencia? ¿Cómo hubiese sido escribir un poema sobre el escritor que “la muerte triunfaba en su voz extraña” viéndolo literalmente muerto?
La fotografía comenzó en 1839 con el daguerrotipo de Louis Daguerre. Poe tenía 30 años. ¿Qué habrá pensado al ver este magnífico invento? Las fotos nos hablan de la muerte, decía Roland Barthes, porque evidencian que ese presente capturado ya es viejo y a medida que pasa el tiempo nos alejamos envejeciendo. ¿Habrá flashado muerte Poe cuando conoció este método? En esa época las familias soñaban con fotografiarse. Por eso, les pedían a los fotógrafos que vayan a sus casas y capturen la imagen familiar. No había muchas posibilidades de sacarse fotos. Era un privilegio de las clases ricas, los pobres con suerte se sacarían una en toda su vida. La muerte era moneda corriente en aquella época: tuberculosis, cólera, escarlatina, malaria, fiebre amarilla, sarampión. Se tenía muchos hijos y cada tanto alguno fallecía. No daba perder la oportunidad de hacer una fotografía familiar si un integrante acababa de morirse. Así, la fotografía post-mortem se imponía. Los fotógrafos utilizaban diversos artilugios para hacer que el integrante muerto parezca vivo o, al menos, esté vagamente despojado de la crudeza de la muerte. Con fierros que se introducían debajo de la ropa, se lograba generar una pose de estabilidad del muerto. Las técnicas de ese momento eran precarias por lo que había que estar un largo tiempo posando. En una foto de cinco hermanos parados uno al lado del otro no es tan fácil distinguir cuál es el que no tiene vida. Prestando minuciosa atención, en la expresión se puede ver. Quizás.
Si bien aún se practica la fotografía post-mortem, nuestra relación con la muerte ha cambiado bastante. La secularización que devino con la Modernidad está entrando en una etapa definitiva y el culto a la juventud y la estelaridad de los medios masivos nos alejan cada vez más de ver a la muerte como algo romántico y privilegiado. ¿A quién se le ocurriría tener hoy en su living un cuadro enorme con la foto de su bebé muerto o de su padre sentado en un sillón de mimbre con la cara carcomido por el lupus o de su hermano gemelo abrazado que no logró superar la adolescencia? La fotografía nos habla de la muerte pero la fotografía post-mortem lo hace de una forma descarnada. Ya es un tema bastante trillado en posts de Taringa o en listas de BuzzFeed o en entradas de Wikipedia. ¿Es sólo el morbo su anzuelo? ¿No hay acaso una belleza en la muerte? ¿No es la fealdad una forma de la belleza? Lo imagino a Abbott, cuando vio el cadáver de la mujer más hermosa del mundo, como un Baudelaire embriagado y sorprendido, sin lograr entender el mareo de sensaciones que le surcaban la cabeza.
III
El cuerpo no es un objeto. La frase es de Maurice Merleau-Ponty, un fenomenólogo francés. Cualquier ex vedette joven que se haya casado con un millonario y esté lanzando su emprendimiento comercial podría decirla: el cuerpo no es un objeto. La nauseabunda corrección política ha puesto en boca de todos concepciones complejas sin ningún tipo de reflexión previa. El cuerpo no es un objeto. ¿A qué se refería Merleau-Ponty? El contexto es la filosofía como campo de batalla y el ataque va contra René Descartes y la distinción que establecía entre cuerpo y alma, siendo el primero un objeto y el segundo el sujeto, el que siente y piensa. Tan tajante es el enunciado de Descartes que consideró a los animales –tápense los oídos, amantes de las mascotas- “máquinas desprovistas de alma”. Ahí apuntó siempre Merleau-Ponty, contra esa distinción porque, aseguraba, lo único verdadero en esta extraña vida es la experiencia. Y les guste o no a quienes repiten que lo más importante de las personas está en su interior, la experimentación radica en el cuerpo, esa frontera que batalla contra el mundo. “¿Qué es lo que yo sé?” es la pregunta retórica inaugural de sus trabajos. El conocimiento se adquiere a partir de la experiencia. No hay experiencia sin percepción, tampoco habría pensamiento sin percepción. Por ello, para Merleau-Ponty, el cuerpo y el alma son lo mismo. Nuestro cuerpo no es un objeto, nosotros somos nuestro cuerpo.
Marilyn Monroe murió el 5 de agosto de 1962. Sobredosis de sedantes, indicó la autopsia. Una muerte repentina, danzante, amortiguada, sin dolor. Falleció en un sueño profundo. Como una bella durmiente sin príncipe, sin hombre capaz de despertarla. Como una reina perfecta en un mundo de hombres indignos. A diferencia del cuento, aún no nació el príncipe capaz de darle el beso de la resurrección. Merleau-Ponty falleció exactamente 15 meses. Es probable que haya mirado todas sus películas y haya fantaseado con tocar su cuerpo, acariciarlo, desvestirlo, desnudarlo. Marilyn Monroe tenía un cuerpo exuberante pero, además, un encanto metafísico. ¿Qué hombre no soñó con ser el motivo de su sonrisa, el destinatario de la picardía de su mirada, el objetivo de sus ganas de coger? Merleau-Ponty seguramente se habrá masturbado alguna vez pensando en ella o incluso, mientras tenía relaciones con su esposa, habrá pasado por su cabeza como una ráfaga de entusiasmo los sensuales labios de Monroe. No sería la primera vez que le fuera infiel: ya se había garchado durante un tiempo prolongado a Sonia Brownell, la esposa de George Orwell, una rubia hermosa nacida en Calcutta.
A diferencia de la innumerable cantidad de parejas que tuvo Monroe, Merleau-Ponty nunca se separó de su esposa. Su visión del amor era romántica pero primaba la concepción hedonista ya que adscribía a la idea de que la sexualidad es la investigación del sexo propio a partir del sexo del otro. Dice en Fenomenología de la percepción, año 1945: “El pudor y el impudor se dan en una dialéctica del yo y del otro, que es la del dueño y el esclavo: en cuanto tengo un cuerpo, puedo ser reducido a objeto bajo la mirada del otro y no contar ya para él como persona, o bien, al contrario, puedo pasar a ser su dueño y mirarlo a mi vez”. ¿Qué es un cuerpo sino la posibilidad de cosificarse, de mostrarse como un apetecible manjar erótico? A Edmund Husserl, padre de la fenomenología trascendental y el mayor influyente de Merleau-Ponty, le importaba la cuestión de la institución, de lo que instituye, de lo que funda, del origen. Cuando una idea es instituida abre un futuro inagotable, decía Husserl. No, el término que usaba era potencialidad ontológica. Cuando una idea es instituida abre una potencialidad ontológica. Ahí está… el cuerpo… el origen de todo… el origen del todo inagotable. Todos los sentidos que creamos y crearemos nacen del cuerpo. ¿No es acaso Marilyn Monroe –con su carne, su piel, su actitud, su sensualidad, su cuerpo- el más acabado ejemplo de la potencialidad ontológica?
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