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Por Federico Capobianco
El anclaje rural más cercano que tengo son mis abuelos. Que ya no son tan rurales porque viven en la ciudad hace, casi, mil años; pero nacieron, se criaron, trabajaron, y cada tanto vuelven, al campo. Y eso que Chivilcoy está rodeada de campo. Al menos su partido incluye varios pueblos rurales. Es seguro que la mayoría de los que vivimos acá, en Chivilcoy, hayamos pisado varias veces uno. Es decir, acá no nos asustamos si vemos un caballo o una vaca (una gallina tal vez, mambos, qué se yo) o no nos parece algo exótico. Pero la ciudad padeció, o viene padeciendo, esa urbanización mental a un ritmo considerable. Por lo que también es seguro que hoy haya una mayoría en aquella otra mayoría que le resulte insostenible el ritmo rural. Al menos algo lejano. Como si viviéramos en la mismísima ciudad capital, donde el ruido y el quilombo están tan naturalizados que no sabemos bien qué es la tranquilidad.
Siempre hay lugares más lentos y silenciosos que el nuestro. Siempre. Una vez, unos familiares del conurbano, mientras estaban de visita, no podían creer la noche chivilcoyana. La noche, literal. El cielo negro repleto de estrellas. El silencio de la noche. Estuvieron mirando hacia arriba largo rato. Vivir acá, querían. Les había nacido un deseo irrefrenable de vivir acá. Nosotros no podíamos contestar más que un “para nosotros es normal”. Pero claro, no sería tan brusco el cambio de una gran ciudad a otra más pequeña. Sí lo sería, en cambio, pasar de esta ciudad pequeña al campo raso. A un pueblo rural. Al menos para quién escribe. Que tanta tranquilidad rural lo desespera.
Sin embargo, dentro de esa desesperación, nunca encontré persona con más historias para contar que mi abuelo. Todas, sus historias, absolutamente todas, trascurren allá, en el campo. Y ninguna permite distraerse, ni siquiera intentarlo. Quizás eso, o querer recordarlo, teniendo en cuenta mi exagerada condición de urbanita, es lo que haya hecho que vaya al cine.
Ruralia aparece en el momento justo de la ciudad. Primero, porque después de muchos años, Chivilcoy vuelve a tener un cine en condiciones y la sala vuelve a llenarse de espectadores. Segundo, porque después de muchos más años, hay un plausible crecimiento en las movidas culturales. Tanto privadas como públicas. Ruralia aparece, también, con un coraje inmenso. ¡¡Cine rural!! Habrá pensado cualquiera apenas se enteró del festival. Sí, cine rural. Algo que algunos podrán tener ya incorporado. Nosotros seguro que no.
Pero al igual que yo no podía dejar de escuchar a mi abuelo contarme sus historias de campo, anoche, en el día inaugural del festival, hubo una sala con muchísima concurrencia que no podía dejar de ver cómo un médico rural atendía a sus pacientes. Sí, por momentos el ritmo desesperaba. El último plano de “Salud Rural” –así se llamaba la película- muestra una cosechadora trabajando durante, aproximadamente, dos minutos -a mí me parecieron dos horas-. De todas forma el ritmo funciona, te lleva con él. Al punto de tener a todos los espectadores sentados y quietos hasta que los créditos terminaron.
Ruralia viene a recordarnos que en el campo pasan cosas. Y viene a hacerlo al ritmo que corresponde. Al ritmo de la ruralidad. Ese que no tranquiliza un carajo pero que se disfruta.
La invitación puede ser acotada en límites geográficos. Pero el que pueda que vaya. Hoy y mañana sigue. Se van a encontrar con cosas que están ahí, cerca, pero que dejamos de ver. Y está bueno volver a verlas.
Más información en Ruralia – Festival Internacional de Cine Rural de Chivilcoy