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Por Luciano Sáliche
I
Hubo una época no muy lejana en que Internet era un bicho raro que se exhibía en zoológicos herméticos y oscuros que se reproducían en las más vastas ciudades del mundo. Se llamaban cybers. Si mal no recuerdo, el primero que se instaló en Chivilcoy fue –el nombre es un monumento a la obviedad- Cyber Plaza, a la vuelta de la Plaza Principal sobre la calle 25 de Mayo. Además de proveer ilimitadas horas de juegos en red, pornografía pixelada y chat adolescente con las chicas ricas que sí tenían internet en sus casas, los cybers también se dedicaban a grabar CDs de música. El arte de la pirateada te permitía obtener discos en buena calidad de sonido a precio pobre.
Empecé a escuchar Attaque 77 cuando tenía 13 años, en el 2001, cuando salió Trapos. Se lo compré a un friki que también ofrecía drogas computacionales como el FIFA 2000, el Encarta 2001 o el NBA Live. Como sucede con los géneros puros, la primera vez que escuché el disco en vivo en Obras sentí que era una inmensa canción de una hora y media con gritos, pasajes de batería y agite del público. Luego afiné el oído, aprendí a escuchar música y me sumergí en esa atmósfera sucia y desprolija de rebeldía y tenacidad que ofrecía una banda de punk profesional.
Como era el mayor de mis hermanos, nadie me podía proveer las bandas. Yo solo tenía que salir a buscarlas. Pero como en Chivilcoy las amistades son arraigadas, los hermanos mayores de mis amigos aparecían para aportar lo necesario. Así, uno de los chicos trajo Dulce Navidad, el primer disco de Attaque 77 grabado en 1989, y una canción que nos hizo –acá va un término para nostálgicos- flashar: Hay una bomba en el colegio. En esa época, nuestra escuela tenía amenazas de bomba de forma frecuente. Nunca nos enteramos de un atentado terrorista ni subversivo ni justiciero, siempre eran los alumnos más grandes telefoneando a la Dirección, podridos de tanta institucionalidad. Fue al unísono con la caída de las Torres Gemelas, quizás por eso la susceptibilidad de las autoridades educativas. “En el patio la maestra grita y nosotros dos cogemos”, decía la canción y nos prometía que el sexo escolar estaba cada vez más cerca.
Una noche fuimos al Palmera -que hoy se llama, nótese la sonoridad: Cheers-, un bar con una estética de burdel que llevaba bandas de rock. El hermano mayor de uno de mis amigos estaba organizando la movida y ese día llevó bandas de punk. En un momento subió al precario escenario Federico Pertusi –voz principal en Dulce Navidad– con su banda De Romanticistas Shalolins. Éramos chicos, aún no teníamos vello púbico, y ese momento fue –acá vuelve el término para nostálgicos- un flash. Le pedí un autógrafo. Al año se lo canjié a un mercedino por un sánguche.
II
Este sábado tocó Attaque 77 en el Malvinas Argentinas, el Obras Sanitarias de nuestra época. El motivo fue el aniversario número 25 de El cielo puede esperar, el segundo disco de estudio de la banda. Las expectativas estaban puestas en la posible aparición de Ciro Pertusi en el escenario. Fui varias veces al Malvinas y nunca lo vi tan lleno. El recuerdo que tengo es el de un enjambre de luciérnagas excitadas que se movían en una jaula de vidrio sin querer salir.
En diciembre del 2008 se separó de la banda. Los factores son diversos: murió la madre luego de una larga agonía, tuvo una hija, cumplió 40 años y se dio cuenta que no estaba completo –oh el fantasma de la felicidad- entonces se fue a vivir a México y más tarde armó Jauría con el batero de El Otro Yo y las violas de De Romanticistas. “Muchos dijeron: ‘Uy a Ciro le agarró el delirio místico de ser padre’. No, ¡la pindonga!. A mí me gusta el rock and roll”, dijo en una riquísima entrevista con Matías Martin en el 2010.
En mayo del año pasado Ciro subió a tocar con Attaque 77 en un show de Vitico –ex bajista de Riff- en el Niní Marshall, luego Mariano Martínez subió al escenario a tocar con Jauría. La onda seguía estando por lo que, una vez organizado el show, apareció el ex vocalista de la banda. También estuvo el Chino Vera, bajista de los primeros discos, y Juanchi Baleirón, productor de El cielo puede esperar. No hay muchas palabras que describan las dos horas del recital. Debo reconocer que en mi caso hubo mucha emoción. Mejor dejarle la neurótica exposición de la sensiblería a los cronistas urbanos.
III
Hay dos estéticas que están condenadas a ser vanguardia. En primer lugar, el surrealismo, inspirado en el psicoanálisis, que tiende a preponderar el inconsiente modificando cualquier orden racional de las cosas, cambiando de lugar lo obvio. Este movimiento, que podríamos juzgar como la evolución del dadaísmo, fue definido por André Breton en el Manifiesto Surrealista (1924) de la siguiente forma: “El surrealismo se basa (…) en el libre ejercicio del pensamiento. Tiende a destruir definitivamente todos los restantes mecanismos psíquicos”. Si el motor de esta corriente es destruir la racionalidad, ¿cómo puede instalarse como status quo?
En segundo lugar aparece el punk, corriente que -además de hacer un uso descarado y amateur de los instrumentos cagándose en el elitismo del arte- ejercía con total impunidad una actitud antisistémica de violencia e impresión grotesca frente a la moral imperante. Las crestas, las tachas, el cuero, los tatuajes y los piercings no tenían otro motivo que la del espanto. Como buenos outsiders de la cultura popular, la contracultura fue su destino. ¿En qué momento de la historia hubo, hay o habrá un desorden normativo? Imposible.
El punto de concordancia entre ambas es el posicionamiento extremo de la provocación en una sociedad demarcada por la predisposición al progreso. Pero la diferencia radica en el porvenir: si bien los surrealistas (que surgieron en los años 20 en la masacre de la Primera Guerra Mundial) tenían una infinita esperanza en las posibilidades de transformación del hombre, los punks (que aparecieron como movimiento contracultural en los 70 frente al avance del mercado que todo lo succionaba) poseían una visión apocalíptica y desesperanzada por lo que uno de sus grandes lemas fue no future.
Attaque 77 se enmarca en el punk que llegó a la Argentina a fines de los 80 viviendo la viciada década de los 90 como parias entre el conchetaje. Cuando la frivolidad es hegemónica, en los márgenes aparece la politización. Punk proletario fue el concepto que usó el periodista Lalo Mir para definirlos. Y visitando Todo está al revés (su disco más trotskista) o Amén! o incluso el temprano El cielo puede esperar se puede observar la tendencia socialista y obrera de la banda. Ciro Pertusi formó parte del gremio de Pasteleros cuando era adolescente y se ve que esa experiencia lo llevó hacia la militancia obrera. “La clase proletaria quiere mejores sueldos. Los sindicatos dicen que tenemos que esperar”, se escucha en Pagar o morir, canción de 1993. “Ellos o nosotros, ¿quién es más criminal? Policía federal: ¡la vergüenza nacional!”, agitan en B.A.D., tema editado en el primer compilado de punk nacional Invasión 88 (1988). “Tomaremos todo lo que prometieron y que jamás cumplieron”, se grita en América de Ángeles Caídos (1992). Todas estas canciones, con la batería de fondo como una metralleta destrozando habitaciones recién empapeladas, tienen un objetivo: mantener firme la conciencia crítica, la guardia alta, la mandíbula abierta, el odio atento. ¿O acaso las vanguardias debían generar amor?
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