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Por Agustín Ciotti
El viernes 14 de agosto no fue un día más en la vida del mundo. Después de más de cinco décadas, la bandera de los Estados Unidos escaló el mástil del edificio reservado en La Habana para el funcionamiento de su embajada en Cuba. «Estamos aquí porque nuestros líderes tomaron una valiente decisión: dejar de ser prisioneros de la Historia», dijo el secretario de Estado norteamericano, John Kerry, el gran protagonista de la jornada. Es que a pesar de sus palabras, el ex candidato a Presidente por el Partido Demócrata (derrotado en la elecciones de 2004 por George W. Bush) supo en ese momento que la Historia le pertenecía.
Un puñado de semanas antes, en Washington, el mismo acontecimiento había conmocionado al planeta, aunque con los roles intercambiados. Las crónicas de aquel 20 de julio aseguraron que en la ceremonia el canciller de la isla, Bruno Rodríguez, brindó con un mojito por la reanudación del vínculo diplomático entre los dos países, que desde principios de los ’60 estaba interrumpido casi por completo.
Sin embargo, desde La Habana advirtieron que aún queda mucho por hacer: «No podrá haber relaciones normales entre Cuba y Estados Unidos mientras se mantenga el bloqueo», avisaron desde el gobierno, encabezado desde 2006 por uno de los héroes del Ejército Rebelde que entró a la capital en enero de 1959, Raúl Castro. Hay, además, otros puntos de discusión sobre la mesa. Uno es el reclamo de Cuba por la devolución de la región de Guantánamo, en donde los Estados Unidos mantienen su influencia militar desde principios del siglo XX, aunque Kerry aseguró que aún es demasiado pronto para conversar sobre el tema. La cuestión del embargo comercial tampoco parece que hallará solución por la vía rápida, pues más allá de la voluntad del presidente Barack Obama las urgencias cubanas deben sortear todavía el obstáculo de la oposición republicana en el Congreso.
Hechas las salvedades, los pasos que ha dado el proceso de normalización ya ameritan algunas páginas en los futuros libros de historia universal. El anuncio oficial se realizó el 17 de diciembre pasado, pero las conversaciones habían comenzado de manera secreta unos meses antes. El primer paso fue un «intercambio de liberación de presos» entre ambos países y la última traba a las reaperturas de las embajadas, que se concretaron finalmente el 20 de julio y el 14 de agosto, fue removida el 29 de mayo, cuando el gobierno de Obama retiró a Cuba de su listado de países que «auspician el terrorismo».
Hasta el anuncio del 20 de julio, el edificio de los asuntos norteamericanos en Cuba estaba reducido a la oficina de Sección de Intereses, es decir, al tratamiento de mínimas cuestiones migratorias. Curiosamente, éste se sitúa en La Habana frente al malecón que divide a esa región de la isla del mar, a pocos metros de la Tribuna Antiimperialista José Martí, un escenario preparado para los discursos de denuncia de la hostilidad de Washington.
El acercamiento a Cuba pretende ser uno de los más trascendentes legados de la administración Obama en materia de política exterior. El otro es el avance del acuerdo nuclear con Irán, consistente en flexibilizar sanciones comerciales a cambio del desarrollo monitoreado de energía nuclear por parte del país persa, iniciativa que fue repudiada por su principal enemigo, Israel. De esta forma, Obama pretende sanar las últimas heridas que continúan abiertas desde el fin de la Guerra Fría.
¡Azúcar!
El giro hacia una política de «deshielo» en las relaciones bilaterales fue precipitado tanto por la economía retraída de la isla -que impacta en las condiciones materiales de la vida del pueblo- como por el reconocimiento de Obama de que las restricciones, que tenían como fin asfixiar el gobierno de los Castro hasta forzar su caída, han fracasado. Sin embargo, ello no parece tan claro. Aunque los resultados demoraron más de cincuenta años, los Estados Unidos se encontraron en el cierre de 2014 con un indicio de que quizás pronto puedan recuperar un mercado que hasta el triunfo de la Revolución les había pertenecido casi exclusivamente.
Un punto de partida legítimo para comprender el quiebre que derivó en el embargo es el año 1960. El 6 de agosto, a través de una resolución firmada por el primer ministro de Cuba, Fidel Castro Ruz y el presidente de la República, Osvaldo Dorticós Torrado, el gobierno de la Revolución resolvió la expropiación forzosa de las empresas norteamericanas que controlaban los servicios públicos y la producción de azúcar en la isla.
El documento fundamentaba la decisión en “la actitud asumida por el gobierno y el poder legislativo de los Estados Unidos de Norteamérica de constante agresión, con fines políticos, a los fundamentales intereses de la economía cubana”. Puntualmente, se refería a la postura de Washington de “reducir la participación en el mercado azucarero cubano (…) como arma de acción política contra Cuba”. Para el gobierno surgido de enero de 1959, la conducta estadounidense estaba vinculada “con la indiscutible finalidad de agredir a Cuba y al desarrollo de su proceso revolucionario”.
La normativa cuestionaba que el capital norteamericano se hubiera apropiado de las tierras más productivas de la isla, pero no condenaba únicamente a las azucareras. Las expropiaciones alcanzaban también a las compañías petroleras -como la Standard Oil (Grupo Rockefeller) y Texaco- y a otras empresas de servicios públicos, como la Compañía Cubana de Electricidad o la Cuban Telephone Company, las cuales “han constituido un ejemplo típico de monopolio extorsionista y explotador, que han succionado y burlado durante largos años la economía de la nación y los intereses del pueblo”. Y remataba afirmando que “es deber de los pueblos de América Latina propender a la recuperación de sus riquezas nacionales sustrayéndolas del dominio de los monopolios e intereses foráneos”. La nómina de empresas expropiadas a través de la resolución era de veintiseis, entre las que figuraban las antes nombradas y The Cuban American Sugar Mills, The Francisco Sugar Company, Guantanamo Sugar Company, United Fruit Sugar Company, entre otras.
La reacción del gobierno estadounidense, que todavía se encontraba al mando de Dwight Eisenhoward, fue decretar un embargo total y comenzar a organizar por intermedio de la CIA el ejército de exiliados que en abril de 1961, ya con John Fitzgerald Kennedy como presidente, impulsaría la fracasada invasión de Bahía de Cochinos o Playa Girón con el objetivo de derrocar al gobierno revolucionario.
La política de nacionalizaciones continuó. Apenas algo más de un mes después de la expropiación de las compañías estadounidenses, el gobierno cubano resolvió, el 17 de septiembre, traspasar a la órbita del Estado los bancos de dicho país con el fundamento de que habían sido “uno de los instrumentos más eficaces de esa intromisión imperialista en nuestro desarrollo histórico”. De acuerdo con la nueva resolución, que afectaba a The First National City Bank of New York, The First National City Bank of Houston y The Chase Manhattan Bank, la política financiera de tales entidades había estado dirigida a vigorizar la actividad de compañías norteamericanas “dedicadas a la obtención de materias primas en nuestro país y a la explotación latifundiaria de nuestra tierra”, lo que había significado un factor decisivo de “deformación” de la estructura económica de Cuba.
Luego, a través de la Ley N° 890 de 1960, el gobierno cubano nacionalizó otras 392 firmas de todo tipo, entre ellas más azucareras, destilerías, fabricantes de jabones y perfumes, productos lácteos, chocolates, harina, envases, pinturas, metalúrgicas, papeleras, textiles, alimentos, imprentas, droguerías y hasta circuitos cinematográficos.
En el listado de firmas norteamericanas expropiadas aparecía la United Fruit Company de Boston, productora de frutas tropicales que llegó a tener subsidiarias en casi todos los países centroamericanos. La compañía fue responsable de las más profundas crisis políticas de la región. En 1928, en Colombia, instigó a la matanza de un grupo de trabajadores que reclamaban por mejoras en las condiciones laborales, episodio que se conoció como la Masacre de las Bananeras. En Guatemala, su desplazamiento motivó el golpe de Estado de 1954, a través de la CIA, contra el gobierno de Jacobo Arbenz. En 1969, la United Fruit Company fue uno de los grandes motivos de la llamada Guerra del Fútbol, entre El Salvador y Honduras, que como relató el cronista polaco Ryszard Kapuscinkski (La Guerra del Fútbol, 1992), las razones del enfrentamiento bélico no se agotaban en la serie de partidos por la clasificación al Mundial de México 1970, sino que afloraron allí antiguos resentimientos ligados con el reparto desigual de las tierras salvadoreñas, lo que obligó a cientos de miles de campesinos desposeídos a emigrar a su país vecino. Pero en Honduras la situación no era diferente: a medida que avanzaba el aluvión, el gobierno optó por repelerlo antes que redistribuir sus extensas zonas rurales, muchas de las cuales eran propiedad de la United Fruit Company.
El acercamiento a la URSS
La tapa de un periódico cubano anunció con un gigantesco titular la noticia: «Convenio Cuba-URSS». La bajada confirmaba que los rusos comprarían al Estado cubano «cinco millones de toneladas de azúcar en cinco años». Quedaba así sellada una alianza estratégica, tanto a nivel económico-comercial como geopolítico. La Revolución Cubana propició a los rusos un inesperado aliado en la región, en plena Guerra Fría. Sin dudas, ambos se beneficiaron del acercamiento. El gobierno surgido del amanecer de 1959, apoyándose en la principal potencia de Oriente, se garantizaba cierta estabilidad económica para defenderse de todo intento contrarrevolucionario que se lanzara desde Washington. Para los soviéticos, la proximidad geográfica de Cuba con respecto a los Estados Unidos le permitiría reducir la amenaza militar que le significaba estar en situación de inferioridad en lo que se conoció como la «carrera armamentística».
En octubre de 1962, esta situación derivó en el conflicto que se conoció como la Crisis de los Misiles, una escalada de amenazas militares que casi desata una guerra mundial de inéditas proporciones. Moscú había conseguido desarrollar potentes misiles pero de mediano alcance, que no podían llegar hasta territorio norteamericano si se los disparaba desde suelo soviético. Pero sí podían hacerlo, en cambio, si se los lanzaba desde Cuba, de allí que el gobierno revolucionario aceptó que fueran enviados en barco desde Rusia hasta la isla. La iniciativa sería aprovechada, además, como un recurso de seguridad interna. Pero la CIA informó sobre la presencia de las armas en La Habana al presidente John F. Kennedy, lo que elevó la tensión. Finalmente, para finales de aquel agitado mes, los líderes de las dos superpotencias, Kennedy y Nikita Kruschev, llegaron a un acuerdo y anunciaron el retiro de los proyectiles de suelo cubano.
La alianza Cuba-URSS selló, para un pensamiento de izquierda más radicalizado, el certificado de defunción de la Revolución en la isla en su mismo nacimiento. Sin embargo, otras perspectivas nacionalistas han interpretado que el acercamiento a Rusia era un paso obligado para enfrentar las ambiciones imperialistas norteamericanas. Una de los exponentes de esta visión fue el mismísimo Juan Domingo Perón. Un fragmento de una entrevista concedida por el ex presidente argentino durante sus años de exilio, transcripta por el filósfo Juan José Hernández Arregui en su libro Peronismo y Socialismo (1972), expresó lo siguiente: «La gran virtud que yo veo en la Revolución Cubana y la acción de Fidel fue precisamente eso: les puso un dique (a los Estados Unidos) que no han podido pasar. ¿Que ha sido a costa de asociarse con Rusia? No importa. Con el diablo con tal de no caer. Porque el diablo (…) es un poco etéreo. En cambio, éstos (los norteamericanos) son reales». En el mismo intercambio, Perón incluso se atrevió a sugerir que él podría haber sido el «primer Fidel Castro del continente» si las condiciones internacionales lo hubieran permitido.
Hacia el fin de la Guerra Fría
La implosión definitiva de la URSS, en 1991, fue una señal clara que Fidel Castro no dejó pasar: «Ahora, el enemigo del imperio somos nosotros», advirtió en un discurso de octubre de aquel año en la Plaza de la Revolución. Desde entonces, un progresivo deterioro económico derivó en la nueva Perestroika, versión siglo XXI, que avanza por estos días. El viraje hacia la ortodoxia, sin embargo, ya había quedado formalizado en los Lineamientos de la Política Económica del VI Congreso del Partido Comunista de Cuba, en abril de 2011. En sus líneas inaugurales, el informe reconocía la necesidad de actualizar el modelo económico cubano, «con el objetivo de garantizar la continuidad e irreversibilidad del Socialismo» y que para ello sería necesario tener en cuenta «las tendencias del mercado».
El nuevo enfoque se justificaba en que «el entorno internacional se ha caracterizado por la existencia de una crisis estructural sistémica (…) Cuba, con una economía dependiente de sus relaciones económicas externas, no ha estado exenta de los impactos de dicha crisis, que se han manifestado en la inestabilidad de los precios de los productos que intercambia (…) así como en mayores restricciones en las posibilidades de obtención de financiamiento externo». Y señalaba, nuevamente, la tensa relación comercial con Washington: «Además, el país experimentó el recrudecimiento del bloqueo económico (…) que ininterrumpidamente por espacio de medio siglo le ha sido impuesto por los Estados Unidos de América, situación que no se ha modificado con la actual administración de ese país y que ha significado cuantiosas pérdidas».
Aunque es demasiado pronto aún, el hipotético éxito del acuerdo cerraría uno de los capítulos finales de la Guerra Fría. Persisten otros conflictos, como la división entre Corea del Sur y Corea del Norte, que data de 1950. Otro interrogante pasa por saber qué será de las conquistas de la Revolución, que hicieron de la isla el faro del socialismo en América Latina durante la segunda mitad del siglo XX, a medida que los intereses norteamericanos consigan pisar cada vez más fuerte en Cuba y el recambio generacional de su dirigencia se vuelva un obstáculo insalvable.
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