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15-10-2015 Ficciones

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Por Ignacio Bosero | Fotografía: Víctor Bosero Barbieri

Dos días después llegamos a la gran choza de donde habíamos partido a la aventura de liberar la tribu de Frenelio convertidos en un cuerpo común. Parecía que había pasado una eternidad; fue un largo viaje de vuelta, como esos días interminables repletos de experiencias e intercambios donde nos damos cuenta que sólo el sueño puede aplazarlos y que la idea del tiempo es una percepción y un suceso físico. Lisandro tuvo la bondad de conducirnos hasta un camino donde podíamos volver en la canoa tripulada por Carlos y no perdernos en las serpenteantes regiones de la selva, ya que él había decidido quedarse a vivir con la tribu y no volver por un largo tiempo al lado de Beto el ciego.

Arribamos una noche de luna llena y calor. Nuestros cuerpos sudados tenían el brillo y la fortaleza erótica de haber triunfado en esa isla furiosa. De la gran choza llegaba un resplandor de luz y el movimiento del cuerpo inconfundible de Kamil en la cocina. ¿Habíamos tenido tanta suerte que el regreso coincidía con la cena? Se sentía el olor a caldo desde el camino. Carlos se apresuró a aplaudir para anunciarse; habíamos dejado que él se adelantara porque queríamos besarnos. Lo habíamos intuido durante todo el viaje, o, más bien, lo habíamos sentido. Y la vuelta, con un Carlos ensimismado en la tarea de comandar la nave, tuvimos el tiempo suficiente para distraernos mirándonos con más profundidad, confirmando el amor que nos teníamos. No puedo decir qué me llevó a elegirla, desearla con la pasión de ahora; lo fui viviendo, armando en cada detalle imperceptible mientras ella, Guru, hacía sus cosas, compartía los días con nosotros. Quizá haya sido todo un acontecimiento desde el momento en que la vi desnuda bañándose en el río. Ese día la desnudez me liberó un impulso que no pude retener y que ahora, besándola, cuando la aventura ya no requiere más nuestros sentidos y fuerzas totales, toca su momento. Casi estuvimos a punto de tirarnos a los matorrales y liquidar ese impulso. Pero los gritos de Carlos llamándonos interrumpieron el intempestivo brote sexual. “Las ganas que te tengo” me dijo Guru, lamiéndome la oreja. “Desde ese día que te vi desnuda siento que me meto en cualquier cuerpo, pero estoy uniéndose a vos”. “¿Venís a Bélgica conmigo?”, le propuse. “¡Chicas!”. “Sí, claro que sí, pero quiero darme el gusto de amarte un rato en esta selva hermosa”. “¡Chicas!”. “Después de comer vamos al río, nos desnudamos y a la orilla…”.  “¡Guru, Nagobí!”. “Vamos”.

Kamil parecía estar esperándonos como si supiera que este era el día en que debíamos llegar. Había colocado la mesa con cuatro cuencos, mientras Carlos anotaba algunas cosas en una libreta, y tenía en la mano el cuaderno grueso de su padre, con las hojas ya sucias del viaje y el tiempo. “Es una alegría volver a verte, Kamil”. “Para mí también. Los esperaba”. “Pasamos cosas terribles”. “Ya sé”. Carlos escribía, leía y de vez en cuando tachaba, concentrado pero en paz; nunca lo habíamos visto compartir así la intimidad de sus notas y exponer el cuaderno de su padre. Al parecer quería comunicar algo… Prendió la pipa que colgaba de su boca y la apartó echando a la vez un humito espeso que tardó en elevarse por su cabeza. “Ustedes recuerdan el día que salimos de Europa en el avión, luego el día en que la avioneta nos trajo acá…”. “Sí”. “Recuerdan que les prometí enterrar este cuaderno si probábamos sus fórmulas, hallábamos el lugar, permanecíamos en la misma selva, sobrevivíamos…”. “Yo recuerdo que te apenaba leerlo, y seguirlo”. “Recuerdo la promesa, sí”, dijo Guru. “Acá lo tengo escrito, día tanto, mes tanto, año tanto”, dijo Carlos. “¿Entonces…?”. “Coman que se enfría”, dijo Kamil. “Voy a incumplirla”. “¿Por qué? No me parece que las promesas deban romperse por capricho, por algo se hacen”, le dije. “Porque ya está, lo cerré, voy a quemarlo, en cambio”. “Siempre con tus arranques de loco”, saltó Guru. “No, Guru, ¿para qué conservarlo? ¿Para qué envenenar la tierra?”. “¿Eso pensás del cuaderno de tu padre, que es veneno?”. “Un poco sí es su propio veneno, Kamil. Recuerdo a Casanova, en la cárcel, escribiendo: en mis cartas no había ningún arte. Respiraban el veneno que circulaba por mi alma”. “Y le costó caro… pero puede ser un veneno dulce”, dijo Guru. “Creo que tomamos suficiente de este veneno y logramos hacer otra cosa; ¿no están de acuerdo en quemarlo? No es destrucción, es… dejar un espacio libre donde antes había otra cosa”. “Creo que Carlos tiene razón, puede entenderlo”, dijo Kamil. “Tal vez lo queramos conservar con Guru, como parte de nuestra memoria de este viaje, ¿tenemos ese derecho?”. Carlos se quedó pensando. Apoyó las manos sobre el cuaderno, olió sus páginas, lo abrió… “¿Y? ¿Leénos esa entrada?”. “Bien… Está lloviendo hace dos días. Salimos lo indispensable del campamento. La selva es hostil con nuestros cuerpos, pareciera que actuara como una fuerza que supiera que no le queremos hacer bien. Se defiende. Da resistencia. Sí, eso es, y nunca debatimos acerca de eso, porque toda esta misión ha sido atropello incluso a nuestras vidas. Imaginen qué ganaremos aun si ganamos. Carlos tiene pocos meses de vida, mi esposa…”. “¿Él interrumpe el relato?”. “Sí, es todo un poco así Kamil, escribía por las noches, cuando todos dormían. Lo había forrado para que pareciera un libro de viajes”. “Lo es. Termina siendo un libro de viajes”. “No puedo tenerlo más, lo usé. Acá escribí mis notas, voy a donarlas”. “¿Podemos quedarnos con el cuaderno y tus notas?”. “Está bien, tomen”, dijo él, y nos entregó sus cosas. “Y ustedes… ¿recuerdan la vez que nos picaron los zancudos y tuvimos que bañarnos desnudos en el río, todos juntos?”. “¡Sí, Nagobí!”.

Nos desnudamos y salimos al río. Para sorpresa de Carlos y el vigor que había recuperado luego del festival con Camelia, Kamil invitó a nadar a una prima que estaba visitándolo y reposaba en su choza. Esta vez, quizá por intuición pura de Kamil o azar, fue un flechazo directo. Bastó que se vieran desnudos para atraerse y disfrutar en una playita escondida los sabores de la carne. Kamil disfrutaba viendo las escenas amorosas, nosotras disfrutábamos viéndolo a él y sus envidiables proporciones. Nadamos juntas hacia una playita donde un momento después no se oyó más ruido que el canto de las aves y animales y el correr manso del río. No hizo falta desnudarnos ni decir nada. Nada más entregarnos, dejar que el tiempo sea nuestro, pasara. Sentir que la naturaleza no oponía resistencia ni expulsaba. “Dejar este lugar será difícil, ¿te das cuenta, Nagobí?”. “Sí, da miedo”. “¿Por qué?”. “No sé, no es nuestro lugar”. “Pero podría serlo”. “No”. “¿No?”. “No, ¿no querés caminar conmigo por la ciudad?”. “Sí, quiero eso”. “Es el próximo paso, creéme”. Poco después, colgado de una rama de un árbol, a lo lejos, vimos la figura de un monito y el claro de sus ojos pequeños como dos bolitas de luz. Los habíamos escuchado intrigados durante todo el viaje pero sin verlos nunca. A veces sus gritos retumbaban en medio del silencio o de otros ruidos porque, a decir verdad, siempre, desde que nos instalamos en la choza, algún ruidito animal se oyó.

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Los rituales

 

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