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Por Enrique Balbo
Yo tengo una edad en que hay determinadas cosas que ya no hago y además así lo manifiesto, y también estoy en el tránsito de cansar años (¿será este el ecuador de mi vida…?) en que me arrepiento de no haber cumplido determinados actos. Entre esos actos existe uno que me envilece: nunca he conseguido formar parte de grupo alguno y esto es una falta profunda. Hoy podría escribir, por ejemplo: soy miembro del club de electricistas agnósticos radicados en Neuquén; o soy el revisor de cuentas de la asociación de padres de trillizos sietemesinos nacidos bajo el signo de escorpio; o soy el segundo vocal de la fundación de enterradores zurdos de Valladolid y aquí presento mi carnet como testimonio; o soy el socio número mil de la biblioteca de Palemón Huergo… Pero no: una declarada incompetencia, desidia y ausencia de fluidez a la hora de tener que ser otro, a la hora de compartir, me ha alejado de cualquier corpúsculo. Soy un individualista, me muevo desde fuera, en una zona siempre nublada, y participo sólo desde la lejanía de la mirada y el silencio y la soledad del negro sobre el blanco.
Y curiosamente o no, he encontrado gente en estos parámetros en donde el respeto ha sido tan legítimo como el alejamiento. Tal es el caso de Vivian Maier (Nueva York, 1 de Febrero de 1926 – Chicago 21 de Abril de 2009).
Lo que sigue es la crónica de una mujer que vivió sola, produjo una obra en secreto y alimentó sus días entre niños y fotografías que nunca reveló y que la han convertido en el nuevo mito artístico americano.
Al parecer alguien que buscaba documentación para un trabajo sobre Chicago compró en una subasta por escasos trescientos dólares unas cajas que contenían cientos de carretes de película sin revelar. En esos carretes estaba el trabajo de Vivian Maier desarrollado en casi cien mil fotografías.
Quién descubrió la obra de Maier se llama John Maloof y a él le debemos lo poco que sabemos de la artista y lo mucho que podemos intuir sobre su vida. Lo primero que hemos de destacar y la única certidumbre que tenemos es que Vivian Maier era niñera. Sabemos también que utilizaba una Rolleiflex que tiene la particularidad de tener el visor arriba, lo que le permitía acercarse a sus retratados con la cámara a la altura del pecho.
Maloof también descubrió que las cajas que compró en la subasta provenían de un depósito impago que estaba a nombre de otra persona (V. Smith) pero que resultó ser Vivian Maier. Supo en su investigación que hablaba con acento francés, que era socialista, que el trabajo de niñera le interesaba porque podía estar en la calle con los niños mientras hacía sus fotos. Contactó con gente que la conoció y cada uno le dio una versión diferente; algunos le dijeron que era una acumuladora y que padecía el mal de Diógenes, que era una solitaria y no hablaba con nadie, que era espía, que sus fotos no las revelaba porque no tenía dinero, y el etcétera es tan largo como misterioso.
Finalmente Maloof localizó a dos hermanos a quien Maier cuidó y que le compraron un apartamento cuando se jubiló y a la que asistieron hasta sus últimos días. Pero no hicieron más que aumentar los misterios que envolvieron a la niñera durante toda su vida.
Pero hoy tenemos su trabajo que poco a poco empieza a ser revelado. Maier retrató calles, indigentes, heridos de guerra, desamparados, opulentos, solitarios, transeúntes y, sobre todo, los niños bajo su tutela.
Su mirada resulta excepcional, directa, desgarradora. Y se retrató a si misma (acaso la primera selfie?) con la misma integridad con la que vivió. La encontramos erguida, con la mirada inteligente, solitaria y casi transparente delante de un escaparate.
Aún queda un largo camino para acabar de delinear la obra de esta mujer; hay películas, textos y miles de fotografías por clasificar. Recortes de periódicos con extraños collages que ideó, algunos cortometrajes que restaurar. Lo cierto es que Maier ya está en las galerías y el circuito artístico de occidente. Y que las exposiciones que se preparan son numerosas, tanto como sus fotografías.
Para terminar quiero volver al temeroso principio de este artículo y recordar una anécdota. La primera vez que mi madre me visitó en Barcelona me dijo que su mayor deseo era probar una paella. Fuimos a la montaña y después de comer, mientras bebíamos un digestivo frente a una chimenea y la nieve caía en una ventana, me dijo que la paella le había resultado misteriosa porque cada grano de arroz conservaba su individualidad dentro del numeroso grupo, cada grano de arroz era casi imperceptible pero allí estaba. Quizá esta anécdota sea una síntesis de este artículo, quizá cada grano de arroz haya sido Vivian Maier. A veces una tarde de libertad con una cámara puede ser mucho tiempo.
Etiquetas: Enrique Balbo, fotografía, Vivian Maier