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04-12-2015 Ficciones

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Por Sebastián Robles

Para Leandro

Mi primer fantasma llegó a los pocos días de mi octavo cumpleaños. Apareció alrededor de la medianoche y se quedó parado al lado de mi cama, lloriqueando. Su piel era pálida como uno imagina que debe ser la de un fantasma. Sus labios, como delineados de azul, se contraían en una mueca de tristeza que brillaba en la oscuridad. Parecía de la misma edad que yo. Llevaba puestos un pantalón azul corto y una remera de Mickey bañada en sangre. Una membrana blanca le cubría las retinas. Asombraba su capacidad de llorar: era lo único humano que quedaba en él.
Mis músculos se tensaron abajo de las frazadas. No me animaba ni siquiera a parpadear. Nos quedamos así durante un largo rato hasta que en algún momento dio la media vuelta y salió del dormitorio, arrastrando los pies.

El día siguiente fue tranquilo. Pensé que todo había sido una pesadilla. Pero a la noche el fantasma volvió. Una. Y otra. Y otra vez. Se quedaba al pie de mi cama hasta que en algún momento decidía que ya era suficiente. A veces sus visitas eran breves, pero otras veces se quedaba en mi dormitorio casi hasta la salida del sol, sin hacer otra cosa que llorar.

Una noche le hablé.

—¿Quién eres? —le pregunté con la cara apretada a la almohada, imitando el acento de los doblajes de las películas, porque me pareció que el cine es el idioma en el que hablan los fantasmas, los valientes y los policías de Los Ángeles y Nueva York.
Creí distinguir una vacilación en su silencio, pero al final no dijo nada.
A la noche siguiente se repitió la escena:
—¿Quién eres? —otra vez.
Y el mismo resultado.
Así todas las noches hasta que me animé a más:
—Si no me dices quién eres —dije debajo de la frazada—, me veré en la obligación de llamar a mis secuaces.
Pensaba en mis mejores amigos. Eran tres compañeros de colegio, un gordito, un colorado y un chico con dificultades de aprendizaje. Ojalá que muerda el anzuelo, pensé, como si mis ideas ya hubieran adoptado su lenguaje.
Entonces escuché un susurro. Parecía querer decir algo. Por primera vez le sostuve la mirada.
—¿Qué cosa? —pregunté, desafiante—. Dímelo. No tengo miedo.
Y él habló.
—Soy la réplica humanoide de lo que ustedes consideran un fantasma —dijo en voz neutra y monocorde, como la de una computadora que interpreta un texto programado digitalmente—. Fui creado con el sólo propósito de registrar las reacciones de los niños ante mi presencia, como parte de una investigación para entender la muerte humana. Tú has sido uno de los elegidos. No puedo decirte las razones, que de todas formas no entenderías. Ahora mi misión contigo ha terminado. Debo reportarme a mi planeta. Gracias. Y adiós.

Por un tiempo dormí bien. Hasta que empezaron a pasar algunas cosas. No a mí, sino a los demás.

El primero fue mi amigo el gordo Juan. Un día llegó pálido al colegio. Le dijo a la maestra que no había dormido, pero no quiso explicar por qué. Temblaba. El episodio se repitió todos los días a partir de entonces. Yo dormía bien desde hacía varias semanas. Imaginé de inmediato las razones de su insomnio. Al principio pensé en acercarme a él y revelarle la fórmula para liberarse de las visitas nocturnas. Pero al final no le dije nada. Cada cual con su propio aprendizaje, pensé. Me sorprendió la idea, tan de adulto, tan diferente a mí.

Quizás hubiera sido mejor decirle algo. Porque tres meses más tarde, el gordo Juan murió. Papá me lo contó. Su vieja lo encontró a la mañana en la cama. Le agarró un infarto. O algo parecido. Los médicos no lo sabían todavía, pero suponían que había sido desatado por alguna enfermedad desconocida, cuyo único síntoma era el insomnio de noche.

—Puede ser una especie nueva de viruela o de paperas. Por eso es importante que vos vayas a hacerte los chequeos cada tanto —me apuntó papá—. Hace un tiempo no dormías bien y al final nunca supimos por qué.
Quise decirle algo, pero me callé. Me hice los chequeos para no discutir con él.

—Se murió de miedo —le comenté a Martín, que me miró con desconfianza.

En poco tiempo murieron siete chicos y chicas de entre dos y dieciocho años, todos de la misma manera. Cuando hablábamos del tema con mis amigos, terminábamos contando chistes o nos callábamos de repente. Todos sabíamos algo distinto y ninguno lo sabía todo. Yo sabía que a Martín le había contado Julián que a Mariela la visitaba de noche un fantasma. Pero Mariela no lo reconocía abiertamente, y por otra parte me habían dicho que el fantasma en realidad la visitaba a una tal Camila Rosales, que iba a quinto grado en otra escuela de la zona. Eran leyendas que los adultos atribuían a los delirios de la fiebre, y que nosotros mismos repetíamos poco y con culpa. Si llegabas a los dieciocho años, estabas a salvo. Terminabas el colegio y ya no te pasaba más nada, como si esa edad —pensaba yo— fuera el límite que los extraterrestres habían fijado a su investigación.

Un día le tocó a Martín.

Los médicos dijeron de entrada que había quedado loco para siempre. Lo encontraron una mañana, en el techo de su casa, amenazando con tirarse. Había menos de dos metros y medio hasta el suelo. Tenía alucinaciones y de a ratos los ojos se le ponían en blanco. Balbuceaba incoherencias. Secuelas de la fiebre, decían los adultos. Después de algunos meses ya no pudo hablar.

A los diez u once años, el que empezó a recibir las visitas nocturnas fue Manuel, otro compañero del colegio. Era el único amigo que me quedaba, así que lo llevé aparte y le dije:
—Mirá, la cosa es así: para que el pibe no te visite más, tenés que decirle “Si no me dices quién eres, me veré en la obligación de llamar a mis secuaces”.
El colorado me miró extrañado, con los ojos atravesados por la somnolencia, y me preguntó:
—¿Qué? ¿Vos también tuviste paperas?
—¿Cómo paperas? —pregunté, tras un breve silencio.
—Esta enfermedad. Mi mamá me dijo que se llama así.
—¿Y cómo es esa enfermedad?
—Un chico bañado en sangre te visita de noche —respondió—. Y no te deja dormir.
Volvimos al silencio y luego pasamos a otros temas. Más tarde, mientras acomodábamos las tarjetas y el tablero de El Estanciero, le pregunté:
—¿Puedo ir a dormir a tu casa esta noche?
Tragó saliva. Me miró con una mezcla de terror y asombro que duró un segundo. Bajó la mirada y se encogió de hombros.
—Si no te molesta contagiarte… —murmuró.
Así que organizamos la expedición.
Yo llevé linternas. Manuel se ocupó de cargar las cantimploras.
—Gracias —me dijo mientras lo hacía.
Nos abrazamos.
—¿Te acordás de las palabras, no?
Él asintió. Temblaba. Le dije que todo iba a salir bien.
Al final llegó la noche. Los padres de Manuel me habían preparado un colchón al lado de su cama, sobre el suelo. En algún momento miramos el reloj. Eran las once y media.
—¿Apagamos la luz?
La habitación de Manuel era más oscura que la mía, a pesar de que la puerta había quedado entreabierta.
—Probé cerrarla con llave —aclaró Manuel—, pero no sirvió de nada. No sé cómo la abrió.
—¿Por qué nunca te animaste a hablarle? —quise saber.
—Tenía miedo —se justificó—. Ahora que estás vos, es diferente.
Nos quedamos en silencio. Del otro lado de la persiana se escuchaba el murmullo de los árboles y algún auto que pasaba de vez en cuando. En la casa no se movía nadie, no había ni siquiera un gato para confundirnos con sus pisadas.
De repente me invadió el terror. ¿Y si la fórmula no daba resultado? Estaba tan seguro de que sí, que hasta ese momento no se me había ocurrido la posibilidad de que fallara. Pero… ¿qué tal si yo había sido objeto de un engaño? Una especie de simulacro o trampa destinada a… no sabía a qué.
Me revolví en la cama. Aunque desde mi lugar no podía verlo, tenía la sensación de que Manuel también estaba despierto en la oscuridad. Con el paso de los minutos, la idea empezó a cobrar sentido. El fantasma me había dicho que formaba parte de un experimento para estudiar la naturaleza de la muerte humana, pero ¿y si no era cierto? Quizás su respuesta también formara parte del experimento, igual que mi reacción de ahora. Tal vez el objeto de estudio fuera otro.

Me estremecí.

El miedo. Era una posibilidad. Los extraterrestres estaban estudiando el miedo y las respuestas de los niños para enfrentarlo. La mía era una entre muchas otras. La de Manuel era una distinta. De la combinación de nuestros dos miedos surgía una tercera forma más compleja. Entonces me sentí valiente, como si una mano alienígena me estuviera dibujando un diez en el cuaderno de notas. No podía esperar a que apareciera el fantasma para demostrarle a él, a Manuel y al grupo de científicos extraterrestres a cargo de la investigación, que yo no le tenía miedo a nadie.

En algún momento me quedé dormido. Esa noche el fantasma no apareció.
—Para mí, se avivó de que éramos dos y por eso no vino —arriesgó Manuel al día siguiente.
Yo me encogí de hombros.
—Igual me creés… ¿no? —preguntó.
Sentí que su cordura pendía de mi respuesta.
—Más vale —dije.
A la mañana siguiente lo vi en el colegio. Estaba pálido y temblaba como una hoja.
—Vine solamente para contarte algo —dijo—. Anoche volvió el chico y le dije lo que vos me dijiste. La fórmula para que me dejara en paz.
—¿Y? ¿Qué pasó? —pregunté.
Sacudió la cabeza.
—No funcionó —dijo.
Dos días más tarde apareció muerto en su cama.

Y pasaron las semanas, que se hicieron meses, que se hicieron años. De vez en cuando veía una cara inusualmente pálida a la mañana antes de clases. Era cuestión de apostar cuánto más iba a durar. La epidemia no daba tregua por mucho que los adultos se esforzaran, y yo sabía que esos esfuerzos eran en vano porque partían de un mal diagnóstico. La verdad estaba lejos, en otro lado. No le conté esta historia a nadie, aunque pensé mil veces en hacerlo. Tampoco la oculté con premeditación. Simplemente, no sabía cómo empezar sin que me tomaran por un delirante. Al fin y al cabo, con el tiempo, ni yo mismo me la terminaba de creer. ¿Fantasmas? ¿Extraterrestres? Los recuerdos se acumulaban como en el canasto de la ropa sucia. Mis amigos y yo, los sobrevivientes, nos dirigíamos firmes –aunque sin saber por qué– a la mayoría de edad.

—Lo conseguí —me dije a mí mismo el día de mi cumpleaños.

Me sentía viejo y satisfecho, como si la peor parte de mi vida ya hubiera quedado atrás. Casi había enloquecido preguntándome el motivo por el cual el fantasma me dejó vivir a mí y no a los demás. Pero en algún momento me di cuenta de que no había nada que entender. Porque el objeto del experimento fue otro. No eran la muerte humana ni su efecto en los niños los interrogantes que impulsaban a la raza alienígena que nos observaba desde alguna parte. A su avanzada tecnología no le interesaban nuestros misterios ni necesidades, mucho menos nuestras conductas. En rigor de la verdad, ni siquiera sentían curiosidad por los seres humanos, a los que consideraban una combinación de materia y energía cósmicas de escasa complejidad. Les importaba otra cosa, mucho más precaria y fugaz.

Tomé aire y soplé fuerte para apagar las dieciocho velas de una sola vez.
Lo que les importa es el azar, pensé.

 

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