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14-12-2015 Notas

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Por Federico Capobianco

 

Lester Nygaard –personaje principal de la serie Fargo- tiene una vida de mierda: un trabajo que no le sale, un hermano exitoso casado con una ex Miss algo, un grandote burlón que lo sigue bullineando desde la secundaria, una personalidad de nabo completo y una esposa venida a menos que le recuerda constantemente que definitivamente es un nabo y un perdedor y que se equivocó de Nygaard al elegir marido. Lester no aguanta más. Son muchas amenazas constantes sobre su vida sin rumbo, sobre ese vaso lleno de infelicidad que está por rebalsar. Y rebalsa. Lester quiere demostrarle a su esposa que puede ser un hombre capaz como su hermano y lo intenta arreglando una vieja secadora de ropa. La mujer se alegra durante los diez segundos que la máquina funciona. Luego, son todos insultos y referencias explícitas a su idiotez. Lester se aturde, se desespera, y en lo único que puede hacer foco es en un viejo martillo que tiene en su caja de herramientas. La imagen continúa con el desenlace obvio pero en el rostro del actor se ve perfectamente que en su mente hubo un corte en la grabación. Un fondo negro entre el foco en el martillo y la sangre brotando del cráneo de su mujer.

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A las desigualdades naturales hay que sumarles las que genera la organización social en la jerarquía del orden. Los animales interactúan y se pelean para reproducirse -por ejemplo- por lo que algunos acceden más fácilmente al imperativo biológico de querer ponerla y procrear. La organización política del hombre, esa cualidad que lo diferencia del animal, genera a su vez desigualdades de subordinación mucho más profundas, que al internalizarse temporalmente se hacen más difíciles de contrarrestar. Pero, si nos ponemos demasiado teóricos, el objetivo principal de esa organización política manifestada en el Estado sería el de solucionar esas desigualdades naturales y propias de la organización socioeconómica. La cuestión es que los límites son muy concretos: las paredes de la casa, la intimidad sodomizada, las mentes cocainómanas de osos deportistas, los boludos y violentos que andan desperdigados en cada hueco citadino, o las relaciones mínimas de convivencia, al Estado moderno se le escapan. Al menos en el corto plazo directo.

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Una noche de un invierno bastante exagerado, en un boliche de la ciudad, después de recibir un cabezazo en la cara, le partí un porrón de cerveza en la cabeza a un rugbier pasado de rosca que había empujado a toda una fila para pasar al baño primero. “¿Qué haces?” le dije. Se acercó –era petiso-, “¿cómo?”, “¿Que qué haces?” Dio un pequeño salto para alcanzarme y el impacto me hizo retroceder tres metros. Sentí que por dentro de la nariz helada bajaba un líquido espeso y tibio. Me palpé, todavía no era visible la sangre. Lo vi venir hecho un toro. Todo negro. Corte en la grabación. La imagen vuelve con el rugbier en el piso y un ardor profundo en mi mano por las pequeñas astillas del porrón que había existido ahí.

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¿Cómo podría, entonces, hacer un pobre tipo para resolver cada una de las distintas cosas que amenazan su tranquilidad y el pleno desarrollo de su pedorra vida? Lester es un vendedor de seguros en un pueblo pequeño de un país donde vivir armado no está mal visto. Barreda es –o era- un odontólogo en un país donde tener una escopeta lista para usarse no es una actitud que se aplauda. Lester y Barreda se parecen un poco. Podemos opinar –y lo hicimos- sobre las mil formas que Barreda tenía de solucionar su situación sin recurrir a la balacera. Pero Lester no tiene nada de dónde agarrarse. Nada para recurrir si es que en algún momento se le ocurrió escaparse.  Ni las herramientas para quedarse y solucionarlo racionalmente. Él tiene la esperanza de que todo cambie. Pero el ciervo, cuando el tigre lo mira, o escapa o muere, porque el tigre no se va a ir. Por lo que el ciervo, al no poder escapar, si tendría la posibilidad de meterle un balazo en la cabeza al tigre, lo va a hacer. ¿Por qué? Los animales se manifiestan mediante instintos automáticos no conscientes. En el humano, la cuestión animal evolutiva hace que de forma innata disponga de esos instintos vitales destinados a la conservación: los conocidos instintos de supervivencia –nutrición, reproducción, protección-. Pero el humano, en el mismo proceso evolutivo tuvo la capacidad de generar instintos sociales y culturales que hacen que aquellos instintos vitales estén filtrados por la razón en el momento previo a su ejecución. Al punto de anularlos o reprimirlos. El problema es cuando el estado de alerta excede la capacidad de resolución racional. Cuando aturde. Cuando “ciega”. Cuando se anula por completo todo registro. Es un flash, un segundo, un instante fugaz de reacción animal pura. Se acciona para salvarse como sea. No se puede escapar. Es matar o morir. Después, la luz se prende de nuevo.

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Una amiga me contó que su amiga recibió el llamado de otra amiga que le pedía por favor que vaya lo más rápido posible al restaurante donde estaba porque su marido, golpeador empedernido, estaba yendo a buscarla para reventarla, palabras textuales de la amiga de la amiga que mi amiga me contó. La amiga de mi amiga estaba a media cuadra del restaurante cuando vio que el marido de su amiga entraba. Apuró el paso lo más que pudo y cuando entró ya era violencia explícita. Todo negro. Corte en la grabación. La imagen vuelve con el marido en el piso y un cuchillo en su omoplato mientras la amiga de mi amiga, y su amiga, escapaban corriendo.

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La investigación completa se la podríamos dejar a los becarios de “Cataratas” –última novela de Vanoli-. No hace falta ser un gran teórico para percibir que estamos un poco más sacados. Las expectativas, los requerimientos, los beneficios y las pretensiones de tales beneficios cambiaron. Y las Instituciones no logran un disciplinamiento eficaz. Tampoco la pavada de que estamos todos locos. Pero algo cambió. Ese algo será objeto de estudio de algunos y lo explicarán. Nosotros, los comunes, no tendremos otras palabras que las del Jefe de Policía de Bemidji (Minnesota), luego del baño de sangre que sufrió la ciudad, que en el último capítulo de la serie dice: “Renuncio, no tengo estómago para esto, no como algunos. Llevar la placa, ver hasta dónde son capaces de llegar algunas personas. La inhumanidad. ¿Qué ha pasado con dar los buenos días a tus vecinos y quitar la nieve de su entrada y recoger el cubo del otro?” “Bueno, todavía se hace”, responde la oficial que lo escucha. “Sí, pero no es lo mismo.”

 

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