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19-01-2016 Notas

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Por Lucas Damián Cortiana

I

El tiempo estipulado era de quince minutos. En vez de eso, terminó convirtiéndose en un primer tiempo de cinco minutos y otro de diez. En los primeros instantes abrí los ojos repetidas veces, el techo estaba allí, bien iluminado, monocromo. Demasiado cerca, asfixiante, opresivo. Traté de no pensar en ello ni mirar más, pero la ansiedad parecía ejercer una fuerza poderosísima hacia mis párpados. Volví a abrirlos y allí estaba nuevamente, el techo más cerca que nunca, casi sin dejar liberar mi respiración, derrumbándose sobre mi cara. Los protectores auditivos me molestaban, pero el ruido lo haría más: ritmos sincopados de golpe de martillos, luego un ruido blanco que no estimulaba al sueño, luego otra vez los martillazos, luego silencio. Silencios. Demasiados. Los protectores me molestaban pero no podía hacer nada: mi brazo izquierdo estaba roto e inútil, el derecho estaba inmovilizado en el diminuto espacio junto a mi cuerpo también inmovilizado junto a mi alma también desesperada. Sólo estaba yo y mi cabeza. Lo peor de todo: yo y mis pensamientos. La estrechez del espacio, la constante impresión de vacío, la premonición del abandono, el encierro, el ahogo. Eso era. El ahogo. Empecé a hacer oraciones a Dios, ese fue el  primer plan. El latido en el pecho se aceleraba con cada “diosito”, con cada “por favor”. No sé en qué momento, pero seguro que antes del amén, la cabeza se disparó hacia otro lado. Empecé a cantar canciones. Intenté ir al compás del ritmo de la máquina. Cualquier metodología podía servir y cualquiera podía descartarse según los caprichos de la mente. El asunto era distraerse. Comencé con una de los Ramones, pero la sentía demasiado forzada, el tempo era muy veloz y no parecía una canción punk sino alguna versión edulcorada de estrella pop. Pensé en alguna balada que se adaptara al compás fatigoso de la maquinaria e impensadamente (y digo impensada, porque estoy seguro que no medió ningún dominio de lo racional o consciente) surgió la letra de “Donde habita el olvido”: “cuando se despertó / no recordaba nada de la noche anterior…” Pensé que Sabina me había salvado, una vez más, pero no, desde la frente sentía una gota de sudor que caía fría hacia las sienes. Los esfuerzos por recordar la letra se incrementaban, la concentración se dividía entre los versos y el calambre de las manos; la concentración combatía con las interferencias entre la melodía y la sensación de asfixia. La canción viró violentamente a cuestiones disparatadas: “¿qué sucede si la máquina se rompe y quedó atrapado?, ¿y si me falta el aire?, ¿y si nadie escucha mis gritos?” Tenía que pedir auxilio. Pero no podía gritar cualquier cosa, tampoco era cuestión que la gente pensara que uno es un cobarde. “¿Cómo dijo que se llamaba? ¿Gastón, Guillermo? ¿Gustavo? Sí, Gustavo… ¡Gustavo, Gustavo!”, grité. Al instante la camilla en la que estaba recostado empezó a moverse hacia el exterior con mi cuerpo duro encima de ella. Cinco minutos habían pasado. En el resonador magnético, una eternidad.

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II

La claustrofobia es una fobia específica dentro de los trastornos de ansiedad. Quienes la padecen, sienten miedo a los espacios cerrados, por lo que suelen evitar camas solares, túneles, subtes y vayan a donde vayan, más aún si se trata de un espacio pequeño o con mucha gente, visualizan constantemente la salida. También evitan los resonadores cerrados. Son capaces de subir hasta el piso veinte en escaleras para no entrar a los ascensores. Conocí a una persona que se desesperaba hasta el llanto cuando no podía sacarse un collar o si su pulóver se le atoraba en el cuello.

Yo no soy claustrofóbico (más allá de que alguna vez hiperventilé en un avión o tomé pastillas para los ataques de pánico) pero aquella sensación de encierro me llevó a la percepción de los temores humanos más primarios: la falta de control, la vulnerabilidad, la angustia profunda. Pero comprendí que detrás de todos ellos había un temor aún más insondable y abominable: el miedo a ser enterrado vivo.

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III

Aquello entonces sería conocido como tapefobia, más común hace cientos de años cuando las evaluaciones físicas no eran tan exactas, muchas personas sufrían de catalepsia y el ser diagnosticado muerto prematuramente era más factible. Así, algunos hacían construir ataúdes especiales con tapas de vidrio o con campanas que alertaran a los vivos en el exterior de la condición “irregular” a la que estaban siendo sometidos. O pedidos extremos como el de Frédéric Chopin, quien para evitar cualquier error (¿la vida y la muerte tienen tan fina línea divisoria?) escribió: “Si esta tos acaba asfixiándome os suplico abráis mi cuerpo para que no sea enterrado vivo”. Fieles a su petición, hoy su cuerpo puede hallarse en París, pero su corazón en la Iglesia de la Santa Cruz de Varsovia.

Dos días atrás de la experiencia con el resonador había estado viendo Kill Bill Vol. II, aquella pesadilla tarantinesca donde una novia embarazada es baleada, los invitados a la boda son masacrados y ella, ninguna santa, comienza una sanguinaria venganza repleta de artes marciales, espadas samuráis y acrobacias imposibles. Dentro de todos aquellos despliegues de artificiosos modos de entretenimiento, sin embargo, prevalecía una escena cargada de saberes filosóficos, o por lo menos, de incertidumbres en torno a la búsqueda de un conocimiento.

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Uno de los “malos” de la película, luego de descargarle en el pecho un escopetazo de granos de sal y sedar al personaje de Uma Thurman, tiene la feliz idea de propiciarle uno de los peores castigos que un ser humano puede experimentar. La escena sucede de noche, un extra está cavando una fosa, el «malo” fuma un pucho, disfruta la perversión que está por ocurrir y el cuerpo de Uma, delgado, sucio, ensangrentado y vivazmente consciente, es colocado sin cuidados dentro del ataúd. El “malo” tiene la misericordia que suele convenir a las películas y antes de ser enterrada viva, le da una linterna, quizás, para que su luz genere más dolor, más desesperación, más oscuridad; aunque nosotros sabemos que es para que el espectador observe lo que sucederá “six feet under”. Pero, ¿por qué alguien es capaz de castigar a otro ser humano con morbidez semejante? ¿Por qué alguien creería que aquello es algo que puede venderse como diversión? ¿Cuál es la reacción de la víctima -no una actriz en el papel de víctima, sino una “víctima” real- ante aquella situación? ¿Cuántos golpes a la caja, cuántos pataleos, cuántos intentos inútiles? ¿Qué se siente en la piel, en los huesos, en la sangre? ¿Qué se bloquea en la mente? Si de por sí la muerte es mala, no ayuda que el pasaje sea una tormento.

Hay tres cosas que tranquilizan mientras observamos el escape: 1) sabemos que el personaje escapará a como dé lugar, porque 2) es la protagonista, es Uma Thurman, recién va una hora de peli y porque inmediatamente queda sola bajo tierra, logra sacar una navaja de una de sus botas; 3) porque la escena es musicalizada por Ennio Morricone.

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El otro respiro sucede mediante un flashback que será indispensable para entender el escape y que logra aliviar el ambiente sofocante que suscita esa simple caja y esos simples clavos. Entonces, es posible deducir que la angustia no es tal porque el desenlace es sabido, hay una certeza que obliga a esperar el fin del suplicio y la euforia de la huida. ¿Y acaso yo no sabía que el tiempo en el resonador era breve y que estaba en manos de un experto? ¿Acaso no era yo Uma Thurman actuando una escena y no un mártir medieval? El resonador no es un ataúd, la escena no ha sido guionada previamente con intenciones de tortura, el profesional que la maneja no es un villano de película, sin embargo, el demente que está dentro del artefacto sólo recuerda que una mujer dos días antes era enterrada viva en la pantalla de la TV. El resto lo han hecho las leyendas urbanas, los cuentos de Poe. Y el bocho siempre está bien dispuesto a la imaginación y a la paranoia. El resonador es -puedo asegurarlo-  un inofensivo aparato creado para el bien y el tiempo dentro de él, apenas un cuarto de hora, lo suficientemente largo o corto para chiflarse un rato o para dormir una pequeña siesta.

“¿Qué pasó, campeón?”, me dijo Gustavo cuando me sacó a los cinco minutos. “No podía respirar”, respondí agitado. “A todos les pasa”, aseguró tranquilizador antes de cambiar de tema, y como quien conoce los modos de estabilizar una cabeza en pleno descontrol y los métodos infalibles para apaciguar la locura, preguntó: “¿qué vas a hacer en el verano? ¿Pileta o te vas a algún lado?” Era todo lo que necesitaba para ocupar mis pensamientos, al menos los próximos diez minutos.

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