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Por Enrique Balbo
Si de algo estoy orgulloso es de ser agricultor (y no tengo la necesidad de explicar por qué). Conozco perfectamente las leñosas: el olivo, la vid, el almendro. Sé cómo tratarlas; ellas y yo iniciamos una estrecha relación desde hace años que raras veces hemos interrumpido.
También puedo, con más dificultades, aventurarme en el huerto y los corrales. He conseguido, con los años y el esfuerzo, llevar mis tierras hacia una cierta prosperidad. El valle que antes era un barranco de piedras, romero, espinos y abandono, hoy se ve como una postal de permacultura.
Compré aquellas tierras en un arrebato, en un deseo de alejarme de las ciudades. La finca está enclavada en medio de un valle en el interior catalán. No hay agua ni luz, nadie vive allí, nadie cree ya en el monte, nadie cultiva ya las tierras… Salvo mi vecino y yo.
Él me enseñó todo lo que podía aprender. Mi vecino había hecho la guerra desde el bando republicano. Con sólo doce años ya había matado y había visto morir. Esto es mucho, demasiado para un niño de doce años.
Había ejercido casi todos los oficios: había sido ganadero, agricultor, herrero, carpintero, hortelano, fontanero, albañil, cabrero, apicultor y un largo etcétera. Nunca supo qué significaba la adolescencia, ni la escuela, sumaba con los dedos y firmaba con una cruz. La guerra no le permitió estudiar. Había que comer y para comer no había nada.
Cuando cumplió ochenta años le regalé un fin de semana en el mar. Aunque estábamos a sólo cincuenta kilómetros del mediterráneo él no lo había visto nunca. Ese año tuvimos un buen año; las lluvias nos favorecieron. Vendí toda la cosecha de olivas a la almazara y con ese dinero alquilé un pequeño apartamento frente el mar.
No salió en todo el fin de semana del apartamento. Se dedicó a contemplar en el gran espejo que había en el salón el mar y repetía: aquí hay otro mar y es mejor que el otro.
Cuando marchamos, después de un fin de semana de encierro, pasamos inevitablemente por la carretera del mar. Ni siquiera le dedicó una mirada.
Diez años después enfermó. Tenía noventa y cuatro años. Se negó a ir al médico. Me dijo que era el final y que no estaba dispuesto a prolongar la agonía. Y que quería morir en su casa.
Lo asistí durante toda la enfermedad. Estaba solo. A su mujer se la había llevado el cáncer hacía más de veinte años y a su único hijo la carretera. Me pidió tres cosas. Que lo afeitara todos los días, que sus tierras no las vendiera y que lo enterrara en el monte.
Murió un tres de Febrero a las ocho y siete minutos de la mañana durante una intensa nevada. Entre el cura del pueblo, el barbero y yo lo lavamos y le pusimos su único traje. Anunciamos su muerte y su velatorio. La casa, la vieja casa de montaña, sencilla, austera y vernácula, se llenó de gente. Todos bebimos en medio del olivar y cada uno hizo su plegaria y su rezo. Al amanecer el cura, el barbero y yo lo enterramos en lo alto del monte, a cuatro metros de profundidad. Cada uno de nosotros cavó a la manera republicana a partes iguales su tumba. Nos juramos jamás revelar la posición de la tumba y contamos con el silencio cómplice del alcalde y las autoridades. Lo enterramos con la bandera de la República.
Cuando él murió también murió la vieja higuera del patio y su perro desaparecía todas las tardes para recostarse encima de una tumba que nosotros pensábamos que era secreta.
El cura, el barbero y yo nos turnamos en el cuidado de su casa y de las tierras. Todo está en buenas condiciones.
Creo, él me enseño, que la muerte no es útil para nada. Es útil la vida y por eso morimos. Yo espero honrarlo no con este texto pero sí con mis actos sencillos. Se llamaba Joan Carles Viladegut y jamás le escuché una queja por lo que le había tocado vivir; jamás le escuché una protesta, jamás un lamento.
No murió solo. Todo el pueblo acudió a su despedida, incluso los veteranos del bando nacional. La muerte no lo sorprendió: había convivido con ella desde el 36.
Fumaba mucho y del malo, le gustaba el pasodoble y los vinos de la tierra. Una sola vez le oí expresar un deseo: me hubiera gustado saber leer… y habría leído a Miguel Hernández por las noches, dijo.
Etiquetas: Enrique Balbo, Republicano