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Por Nando Varela Pagliaro
“Esa idea de que si sos escritor vas a ser pobre se suavizó, porque en los noventa todos nos dimos cuenta de que vamos a ser pobres”, dice Mauro Libertella. Acaba de publicar Un invierno con mi generación, su segunda novela, luego de Mi libro enterrado, su conmovedor debut literario en el que narraba la muerte de su padre, el escritor Héctor Libertella. Si en ese primer libro el tema del duelo era lo central, en el segundo, ese lugar lo ocupa el fin de la juventud. “De algún modo, fue como hacer otro duelo, el duelo de una época que se termina”, confiesa Libertella.
Cuando publicaste Mi libro enterrado, en varias notas que diste hablabas de la presión que era cargar con tu apellido. ¿Sentís que ese peso te lo pudiste sacar de encima?
Como para inventar un número te diría que me lo saqué en un ochenta por ciento. Con eso quiero decir que no me lo saqué definitivamente. Quizás es algo que siempre me va a acompañar y voy a tener que hacerme amigo de esa sensación. Hay cosas que me siguen pareciendo raras como por ejemplo que Random ponga en el lomo solo mi apellido. Es fuerte ver solo el apellido y que sea un libro mío y no de mi viejo. Si bien no me pasa lo mismo que antes, que es que el apellido yo sentía que le pertenecía a él y no a mí, ahora de algún modo siento que nos pertenece a los dos. Mi libro enterrado me alivianó esa presión que cargaba, pero al mismo tiempo apareció una segunda presión que fue que el primer libro tuvo una recepción mucho mejor de lo que yo esperaba. Entonces, me preocupaba cómo seguir después de ese primer libro que tenía algo irrepetible por varias cuestiones: por el tema, porque había encontrado una forma de narrarlo que me parecía que no podía volver a repetir. De algún modo era un libro único y el problema con eso es que es difícil proyectar una continuidad. Un libro único no deja descendencia, no te muestra por dónde seguir, no me había dejado un hilo de dónde tirar. Después empecé a escribir El invierno con mi generación y evidentemente tiré de un hilo, porque este libro en muchas cosas está espejado en el anterior.
El espejo es lo autobiográfico. Fabián Casas siempre dice que apela a lo autobiográfico porque no tiene imaginación. En tu caso, ¿a qué se debe esa elección?
A mí me pasa lo mismo. Pienso que es imposible escribir algo imaginativo porque creo que no dispongo de ese patrimonio que es la imaginación. Al mismo tiempo, a veces pienso que no me tengo que engañar y no pensar que yo no puedo hacer eso, sino que lo que a mí me interesa es otra cosa. Y con otra cosa me refiero a trabajar con materiales que para mí son más conflictivos como lo es la propia vida, los miedos y los deseos. Las veces que intenté escribir algo puramente ficcional sentí que me salía muy artificial, muy encorsetado, porque para mí la literatura de ficción es algo muy clásico que yo leía cuando era chico.
En Mi libro enterrado hablabas de que tal vez dentro de la literatura ya se podía pensar en un género que es el que aborda la muerte del padre. De hecho, mencionabas todos los libros que leíste para escribir el tuyo. En Un invierno con mi generación, ¿seguiste el mismo método pero con los libros con historias adolescentes?
Con el libro anterior tuve varios libros muy presentes y los leí de un modo sistemático y con fines muy precisos. Por un lado, para acompañar mi propia experiencia con los libros ajenos y por otro, con un sentido casi profesional de usarlos como herramientas y robarles todo lo posible para mi propio libro. En cambio con éste, mientras estaba escribiendo no leí ningún otro libro del “género iniciación o juventud”. Diría que casi no los tuve en cuenta, pero al mismo tiempo esos libros los leí en su momento y siempre me encantaron.
¿Pero no los tenía en tu mesa como referencia mientras escribías?
No. De hecho, me doy cuenta, ahora que me decís la palabra mesa, que agarré varios libros y los puse en la mesa de luz. Agarré Ocio de Fabián Casas, The catcher in the rye [Salinger], que es aspirar a mucho, pero lo agarré; Musulmanes de Mariano Dorr, y los puse ahí, pensando en trabajar con esos libros, pero la verdad es que no los toqué. Tal vez no necesité tocarlos y armar esa lista; esa pila, fue mi modo de estudiarlos. Después hubo dos obras de teatro de Walter Jakob y Andrés Mendilaharzu que sí me detonaron un poco más. Esas obras se llaman Los talentos y La edad de oro. Cualquier similitud de mi libro con esas obras, no estaría siendo pura coincidencia.
Igual que en La edad de oro, en tu novela también hacés referencia a muchos discos. En tu formación y sobre todo en la adolescencia ¿fue más importante la música que la literatura?
Si hago memoria y pienso qué objetos culturales nos unían, eran mucho más los discos que los libros. A los dieciséis años estás pensando más en ir a ver un recital de La Renga o Los Redondos. Es muy raro que alguien venga y te diga estuve releyendo El Aleph y tengo ganas de engordarlo. Es un poco naif lo que voy a decir, pero a los dieciséis años en un colegio privado de Belgrano, nosotros sentíamos que ese rock tipo La Renga o Los Redondos, nos salvaba del chetaje en el que estábamos sumidos. Queríamos subrayar nuestra diferencia con ellos y hasta del modo más caricaturesco posible. Por eso usábamos la ropa toda rota, cuando yo podía vestirme bien, porque también estaba yendo a un colegio privado. Si bien no tenía el dinero de ellos, tenía para una remera limpia, pero me ponía la rota para mostrarles que yo era distinto. Me acuerdo de estar escuchando Valentín Alsina de 2 Minutos, que era un disco que no tenía nada que ver con mi realidad. Ellos hablaban de “barrio obrero, Valentín Alsina” y yo estaba yendo a Belgrano a un colegio privado judío de doble turno. Pero iba al colegio, miraba a la gente y decía: “yo no soy como ellos”. Volvía a mi casa escuchaba Valentín Alsina y pensaba: “yo sí soy como estos pibes”. Era un vínculo ficcional y lo sabía, pero ese pacto me servía para estructurar mi propia experiencia en relación a la gente del colegio. Después, en relación a los libros, este texto empieza en una edad en la que uno se separa más de sus padres. En mi caso, para separarme de ellos dejé de leer por un par de años porque para mí, mis viejos eran la literatura. De chico había leído mucho, pero entre los quince y los diecisiete dejé de leer casi completamente. Entonces, como en los años de esta historia yo no leía tanto, no aparecen los libros y el mundo más cultural.
Hubo una especie de reconocimiento a ese mundo más cultural en el hecho de ponerle de título al libro una frase que hace referencia a un tema de Franco Battiato. ¿Porque de Valentín Alsina a Battiato hay una gran diferencia?
Es que el libro está escrito desde hoy. El narrador a veces se acerca demasiado y casi pareciera que está escribiendo en presente, pero en realidad lo que hace es un balance. Está escribiendo desde el que soy yo ahora. Ahora soy Battiato y no soy más Valentín Alsina. Aunque Valentín Alsina en ese momento me ayudó para ser esto. Después, la realidad es que puse el título porque me encantaba esa línea y porque era un homenaje a un amigo.
Algo interesante que decís respecto a lo generacional es que “somos la última generación analógica”, ¿hay algo que extrañes de esa época?
Me haces caer en la melancolía, pero la verdad es que no sé si extraño. Lo que trato de hacer es el ejercicio constante de recordar cómo era esa época; no todo el tiempo porque sería un freak. Trato de no naturalizar esta era digital en la que ya estamos hace muchos años porque me da la sensación de que si naturalizás algo, lo dejás de ver. Hay gente que es evangelista de lo digital y piensa que lo que define a la literatura del siglo XXI es lo digital, es la irrupción de Internet. Yo entiendo que fue algo determinante y vivo la mitad de tiempo en Internet y la mitad en la vida real, pero al mismo tiempo me parece que si nosotros asumimos esta época, sin marcar que hace muy poco vivimos en un mundo que era distinto, nos estamos perdiendo un capital muy valioso que tenemos solo nosotros. La generación de nuestros padres también vivió la transición, pero a uno le da la sensación de que quedó más anclada en lo analógico. Yo puedo decir que la mitad de mi vida fue analógica y la otra mitad digital, ¿qué otra generación puede decir lo mismo? Es como haber vivido la Primera Guerra Mundial en la mitad de tu vida, cosas que cambian al mundo de un modo definitivo y para siempre. Los tipos que vivieron la Guerra Mundial, no pararon de escribir sobre eso. Nosotros tenemos este capital, que es muy distinto, pero sin que suene muy dramático, te diría que casi tenemos la obligación de usarlo.
Te escucho hablar de lo analógico y lo digital y pienso que no estás en ninguna red social, ¿tenés un por qué para no estar?
No tengo Facebook, ni Twitter, ni Instagram, ni Whats App, ni nada. Llegué al mail y me estanqué ahí. De hecho me estoy dando cuenta de que el mail quedó viejo y es algo que me está matando. La verdad es que no sé bien por qué no tengo nada de eso. Por un lado, por obstinación, para generar que la gente se asombre. Por otro, cuando la gente de nuestra edad empezó a tener Facebook y Twitter, ya estaba escribiendo periodismo y publicando semanalmente en suplementos y me parecía que ese ya era el máximo de intervención que quería tener. Sigo pensando que el exceso de exposición te termina erosionando. Es como la inflación y los billetes, si vos sobreimprimís pesos va a haber inflación y se va a terminar devaluando tu moneda. Si yo estoy tuiteando cada un segundo, publicando en Facebook cada un segundo, veinte veces por día y al mismo tiempo escribo notas todas las semanas en tres revistas y publico un libro por año, me da la sensación de que es como si estuviera sobreimprimiendo billetes.
¿No creés que hoy la voz de nuestra generación está mucho más en Twitter que en un suplemento cultural y que incluso también se lee mucho más?
Sí, soy consciente de eso. La gente de prensa de la editorial, que es gente joven, esto ya lo sabe y no tiene el viejo fetiche de las editoriales de antes a las que lo único que le importaba era que el libro saliera en La Nación. Hoy eso no deja de ser importante, porque La Nación todavía conserva cierto prestigio y de algún modo genera legitimidad, pero en términos de resonancia pura, que es lo que busca un agente de prensa, las redes sociales funcionan muchísimo.
Otro tema es cuáles pueden ser los roles de un autor respecto a hablar de su propio libro en Facebook o Twitter. A mí eso me genera un conflicto porque no tengo una postura resuelta. No me gusta el que cada cinco minutos pone cosas de sus libros. El autobombo no me parece muy elegante.
Siguiendo con lo generacional, ¿pensaste cuáles son los riesgos de hablar o escribir en nombre de una generación?
Cuando terminé el libro, se lo pasé a Malena Rey, una amiga que siempre lee las cosas que escribo y su reparo mayor fue ese. “Vos no te podés arrogar la palabra generación. Es un grupo de gente con unos ciertos consumos culturales específicos, de determinado barrio y clase social, nada más”. Hace tiempo fui a una charla de Mario Wainfeld y en un momento dijo que la generación de los años setenta fue la que se dijo a sí misma que era la generación de la militancia. Mucho tiempo después se dieron cuenta de que eran un grupo aislado y que el grueso de la gente de su edad o no tenían idea de lo que estaba pasando o no compartían lo mismo y estaban directamente en contra de sus ideas políticas. Por eso, para él arrogarse la palabra generación había sido un gran error histórico. Yo soy consciente de que el título puede suscitar un equívoco pero creo que el libro en pocos momentos te marca que nuestro grupo sabía que el resto de la gente no era igual a nosotros.
El grupo de amigos del libro son todos chicos de clase media, ¿Creés que en la literatura muchas veces hay cierto desprecio hacia la clase media?
No sabría qué decirte, pero si revisamos la historia, antes los escritores eran de las clases altas, hoy el grueso de los escritores ya son todos de clase media. Tal vez en la generación de Piglia o Aira todavía quedaban resabios del escritor aristocrático, que no tenía que trabajar, que vivía de fincas y se iba tres meses a Europa a escribir. Eso a mí me da la sensación de que ya no existe. Obviamente puede haber gente que tiene más dinero y que no necesita ir a fichar todos los días a una oficina en Constitución, como es mi caso. Pero más allá de la plata que tenga cada uno, hay algo del imaginario de clases desde el cual escribís que hoy está mucho más emparejado. Si es que ese desprecio que decís por la clase media existe, puede que tenga que ver con que muchas veces la literatura es una reacción hacia la propia clase.
Y para un escritor de nuestra generación, ¿qué lugar ocupa el dinero? Como en la música, en la literatura muchas veces tomar la decisión de dedicarte a eso y el progreso económico van por caminos que no se corresponden.
Lamentablemente, sí. Me da la sensación que eso un poco cambió. Antes de los noventa estaba esa idea de “no te dediques a la literatura porque no vas a tener un mango”, “tenés que ser abogado y conseguir un trabajo estable”. Me acuerdo que en El juego de la vida, cuando llegabas al final tenías dos caminos: ser millonario o bancarrota. Cuando te tocaba bancarrota había una tarjeta que decía: “Se retira al campo y se convierte en filósofo”. Eso era demencial, pero ese era el imaginario. En esa época tal vez los padres, no en mi caso, trataban de evitar que los hijos se dediquen a algo artístico porque querían un futuro en serio para su hijo. Después de los noventa, cuando ya dejaron de existir los trabajos para toda la vida, esto de dedicarte a escribir pasó a ser parte del mundo normal, en el que nadie tiene nada asegurado.
Volviendo a la novela, recién mencionabas el contexto social de los noventa. En Un invierno con mi generación, el contexto son los dos mil y llama un poco la atención la falta de referencias a esa coyuntura.
Entiendo que algunos vean esa ausencia, pero en mi caso veo una presencia casi excesiva. Me pasa que los elementos de coyuntura política me hacen mucho ruido y siento que pueden arruinar un libro si los usás mal. Las pocas referencias que hay aparecen en la idea de que no conseguíamos trabajo o en remarcar algunos aspectos de la clase media. Cuando yo leía esto pensaba que ya se me había ido la mano, pero por suerte veo que no, porque otros me remarcan todo lo contrario. Esas alusiones que te nombro para mí eran lo máximo que podía tolerar. Después empecé a pensar cosas más abstractas y tal vez el hecho de que estos pibes se encierren sobre sí mismos, también se puede interpretar como un modo de protegerse contra la política que les parece hostil. Si bien no está dicho que a ellos el contexto les parecía hostil, en ese encierro, sin decirlo ya lo estás diciendo. Es una interpretación más abstracta, pero también es una lectura válida. La política en este caso entraría como algo a lo que hay que darle la espalda.
Hablando de lecturas válidas, en tu libro anterior te interesaba saber de qué modo hubiera leído el libro tu viejo. ¿Pensaste cómo hubiera leído este?
Lo de mi viejo no lo pensé mucho y me da pánico pensarlo. Quiero creer que lo hubiera leído con un cierto orgullo de padre, pero al mismo tiempo él hasta el final de su vida mantuvo una idea de la literatura bastante vanguardista. De hecho, en los últimos años profundizó bastante su hermetismo y se cerró sobre sí mismo. Por eso si lo pienso con frialdad este tipo de literatura no es la que le hubiera interesado. Si yo trajera este libro y no estuviera firmado por mí, tal vez me diría que esto no es literatura. Es cruel pensarlo así, pero no puedo dejar de hacerlo, porque la verdad lo que yo hago no está en la línea de lo que él hacía. También podría pensar que en el tiempo que pasó desde su muerte hasta ahora, que fueron ocho o nueve años, tal vez ya se hubiera modernizado un poco y le hubiera interesado.
Desde hace más de diez años venís trabajando en periodismo cultural. En una entrevista bastante vieja dijiste que mucha gente cree que el periodismo es un trabajo superior. ¿Vos qué pensás? ¿Cuáles son las ventajas y las desventajas?
Eso de que mucha gente cree que el periodismo es un trabajo superior lo veo con el periodismo y también con la literatura. A mí me cuesta decir “soy escritor”, pero alguna vez he tenido que decir que escribí un libro porque no me quedó opción y la gente suele hacer una especie de pequeña reverencia medio solemne. Martín Kohan dice que eso después nunca se condice con las ventas de los libros. Cuando decís que sos escritor, muchos dicen: “Ah, qué importante”, pero después ninguno lee un libro. Ese encumbramiento del escritor hay que tratar de no fagocitarlo. Es medio berreta pensar que ser escritor es algo superior. Además, ya se demostró que no es así.
Con el periodismo veo que mucha gente piensa que por haber accedido a ser periodista socialmente debería ser más respetada que con otro oficio. Yo no estoy de acuerdo, pero muchos compañeros sí lo piensan y eso es muy visible. Estarán orgullosos de su profesión y no está mal, pero de ahí a pensar que es algo superior ya me parece mucho.
En cuanto a las ventajas o desventajas, siento que al periodismo lo uso como un banco de pruebas meramente de prosa y de retórica. Como existe esa idea de que el diario de hoy mañana se usa para hacer un asado y envolver los huevos, eso me hace sacarle solemnidad a lo que escribo. Un clásico de muchos escritores es decir que no piensan en el lector, yo en cambio sí pienso en el lector y quiero que lo que escribo se entienda, que sea entretenido, que sea llevadero, que tenga una estructura hilada. Esas cosas las aprendí del periodismo, otras supongo que las tomé de lo académico. Con respecto al periodismo, creo que era Hemingway el que decía que llega un momento en que al periodismo hay que saber dejarlo a tiempo.
¿Vos estás pensando en dejarlo?
Esa frase a mí me mata. Me pregunto cuándo será ese momento y si me daré cuenta de dejarlo a tiempo. Por ahí es como cuando se termina una relación de pareja, que hay un periodo de sobrevida espantoso de un año o más en el que no te atrevés a separarte por miedo, por inercia, pero en realidad tal vez deberías haberte separado hace más de un año. Supongo que en el periodismo el momento del divorcio debe ser igual, no es algo instantáneo. Para serte sincero, hace un tiempo que siento que estoy en piloto automático. Tal vez estoy en ese año en el que ya me tendría que haber divorciado, pero no me animo porque obviamente necesito el sueldo y porque me gustó tanto hacerlo, que también sobrevive el recuerdo. Pienso que si fue tan lindo, puede volver a ser tan lindo.
En el libro decís que los grandes artistas son los que cambian, después de Un invierno con mi generación, ¿qué se viene?
Es fuerte lo que me decís porque yo pienso eso, pero la verdad es que no veo mucho cambio en mí. Ahora tengo dos cosas en mente, una que ya estoy trabajando que es un retrato de Mario Levrero para la editorial chilena Diego Portales. Me invitaron a escribir para su colección de perfiles y la que los edita es Leila Guerriero. Me pareció bárbaro poder trabajar con ella porque es como tener un maestro gratis y que además te paguen. En cierto sentido el proyecto es parecido a lo que vengo haciendo porque es escribir una vida, pero no la mía. Eso un poco me gusta, así salgo un poco de mí. Pero es muy curioso lo que me pasa, porque ya empecé a investigar y estuve hablando con algunos amigos y familiares de Levrero, me metí mucho en su vida y me di cuenta hace muy poco, entrevistando a su hijo, que Levrero es muy parecido a mi viejo y que estoy escribiendo nuevamente un libro sobre mi viejo.
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