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Por Luciano Sáliche
Nadie quiere permanecer mucho tiempo en un aeropuerto. Son salas de espera gigantes y aburridas. Pero sucede con viajes más simples: ¿cuánto tiempo tiene que transcurrir, cuando alguien espera en la parada del colectivo de línea que lo lleva al trabajo, para sentir la abulia del tiempo muerto chorreando entre las manos? La burocracia del transporte es un sistema casi primitivo que se rige por las reglas básicas de los buenos modales: aguarde un instante, disculpe las molestias. Automatizar esas pausas parece una tarea sencilla, sin embargo la historia de los atajos está llena de zonas negras. Cuando el ingeniero inglés John Peake Knight diseñó el primer semáforo, creyó que estaba salvando a la humanidad. Se instaló en Londres, entre las calles George y Bridge, el 9 de diciembre de 1868 exactamente, basado en las más precarias señales ferroviarias. Tenía dos brazos que se movían, lámparas de gas -una roja y otra verde- y era de uso manual. 24 días fue lo que duró este novedoso artefacto porque, como sucede con las cosas más ingeniosas, terminó explotando. El saldo fue la muerte del policía que lo estaba manejando, con lo cual al tiempo lo sacaron. ¿Se habrá sentido un asesino el ingeniero Knight?
El duelo duró 40 años, hasta que Henry Ford inventó en 1908 el Ford T. Cinco años después, la innovación de este automóvil había resultado tan exitosa que ya era un producto masivo realizado en serie y, debido a su bajo costo y a la facilidad con que se podía utilizar esta tecnología sin correr grandes riesgos, las calles se atestaron de autos. ¿Cómo organizar todo ese tránsito incipiente? Fue entonces cuando la sonrisa del ingeniero Knight brilló desde la tumba: su invento volvía a las calles. El semáforo tuvo varios modelos, probó muchas variantes, incorporó y desechó tecnología, pero hubo una maniobra en su estructura que resulta más que llamativa. ¿A quién se le ocurrió agregarle un momento intermedio entre avanzar y detenerse? ¿Existe un estado físico que no sea el estático ni el movimiento? En 1920, William Potts, un policía de Detroit, incorporó la luz amarilla al semáforo para, según Wikipedia, “advertir de una mejor manera al conductor sobre el inminente cambio a la luz roja”. Con sus radiantes colores y su número impar de luces, el semáforo parece ser el símbolo más hermoso de la burocracia del transporte.
Hace un par de días que llegué de viaje. Luego de una semana en un pueblo pesquero de Brasil, un incómodo avión de la aerolínea carioca TAM dejó mi cuerpo en el aeroparque Jorge Newbery. Las valijas estaban llenas de ropa sucia y algunos chocolates comprados con el último resto del débito automático en el free shop. ¿La llegada? Nada parecía haber cambiado mucho. Un rápido repaso por las redes sociales me contaba que Luis Majul le succionó amablemente las medias presidenciales a Mauricio Macri; que Guillermo Moreno protagonizó una tensa teatralidad face to face con Alejandro Fantino; que la cantante de la banda uruguaya de cumbia cheta Rombai, Camilla Rajtchman, iba a dejar el grupo por motivos aparentemente éticos. Trivialidades para alguien que acaba de bajarse de un avión. La experiencia de volar, y más cuando se la ha experimentado sólo un par de veces, es traumatizante. No ocurre siempre, pero suele haber una secuela de paranoia. El martes pasado, se cayó un avión militar en Ecuador: las 22 personas a bordo no sobrevivieron. Este sábado, un avión de FlyDubai se estrelló en el aeropuerto de Rostov del Don, en el sur de Rusia; murieron 64 personas. Ese mismo día, en Sao Paulo, un avión chocó dejando siete muertes. La casuística y estadísticas generales indican que las probabilidades son bajas en que le toque justo a uno morir abrazado por las latas de la aeronave, carbonizado contra la superficie. Pero, ¿hay algo peor que volar? Sí, los aeropuertos.
Otra mancha negra en la sala de espera: Fadi Mansour es un sirio de 27 años que acaba de cumplir un año en el aeropuerto de Estambul, Turquía. La historia es larga pero efectiva. Para evitar el servicio militar en su país, huyó de Siria al Líbano, luego se fue a Turquía y cuando intentó, en marzo de 2015, ir a Malasia, las autoridades malasias le negaron la entrada acusándolo de llevar documentación falsa, con lo cual Turquía tampoco le permitió la entrada. Intentó volar a Beirut, pero el resultado fue el mismo. La única solución es volver a Siria, pero no creo que a Bashar Al-Assad le guste eso de irse para no hacer el servicio militar. Con el Estado sirio no se jode. El abogado de Mansour le aconsejó esperar en el aeropuerto hasta que la justicia turca resuelva su situación. Pero, ¿hasta cuándo? ¿No es suficiente trauma el escape en búsqueda de algo de libertad para que luego, un puñado de naciones, te baraje en esas cárceles donde entran y salen los aviones? “Síndrome Tom Hanks” titularon algunos portales; yo diría “Síndrome Guantánamo”.
El planeta es enorme, pero no es tan normal tomarse un avión que viaje más de 20 horas consecutivas. Un poco por comodidad o por falta de ofertas y otro poco por la disminución notable del costo del pasaje, los viajes en avión tienen escalas. Como quien combina las líneas C y D del subte para ir de Retiro al Alto Palermo, un pasajero paciente tiene que tomarse dos o tres vuelos que se incluyen en el mismo paquete para llegar al destino preciso. ¿Qué sucede en el medio? Los aeropuertos. A la vuelta de mi viaje estuve diez horas en el aeropuerto de Sao Paulo esperando que se hagan las 10 AM para volver definitivamente a Buenos Aires. No hay mucho para hacer en un aeropuerto gigante de varios pisos como el de Sao Paulo -quizás lo mismo que en un shopping categórico- más que leer, jugar al tuti fruti, dibujar calaveras en servilletas, consumir cafés, mirar vidrieras. La vista no era mala: las favelas se asomaban desde el horizonte como ofreciéndole resistencia al sol del amanecer.
El pueblo pesquero en el cual me escondí durante ocho noches tenía sus mañas. La combinación que ofrecía era mortal -sol hirviente, cerveza helada-, además de una opulenta sensación de que la selva acorrala a los turistas lentamente hacia el océano. Brasil me dejó unos cuantos síntomas como para que jamás lo olvide: un corte en el pie, un resfrío notorio, una otitis acechante. Ante este cuadro, tuve que ir a una luminosa guardia médica en el piso cero del aeropuerto donde tres médicos que falaban un portugués cerrado me dieron una pastilla, me pusieron gotas en el oído y me dieron una inyección en el culo. Dolorido, cansado, acalorado y sin mate intenté pasar con la mayor dignidad posible las diez horas de escala. Mientras cabeceaba en una silla metálica frente a una pantalla que mostraba los siguientes vuelos a todos los lugares del mundo, me pregunté: ¿vale la pena esta burocracia, la abulia del tiempo muerto chorreando entre las manos?
Cuando Max Weber se tomó la ardua tarea de analizar el funcionamiento organizacional del Estado moderno tenía esperanzas. Si bien entendía que la burocracia -tanto de las organizaciones públicas como las del sector privado- no era un sistema social sino un tipo de poder que ejerce la clase dominante, aseguraba que ese era el único camino posible. En su obra póstuma publicada por su esposa Marianne Schnitger en 1920, Economía y sociedad, decía que el elemento más importante del capitalismo no es la lucha de clases sino la racionalización de la empresa productiva, es decir, la sofisticación de la burocracia. Pero, ¿tanto protocolo es necesario? Check in, foto, huella digital, detector de metal, DNI, pasajes… y esperar. El mundo como una sala de espera eterna, esquemática y silenciosa. ¿Cuánto tiempo hay que esperar? Luego, volver a volar: el despegue, las azafatas sobremaquilladas, el asiento pequeño (apenas reclinable), los cinturones, la sensación del aire, el mareo, la comida barata, las instrucciones en la pantalla sobre qué hacer si algo pasa, la turbulencia. Pese a mis breves experiencias arriba de estas naves, ni bien aterrizamos volví a repetirme «la última vez que viajo en avión». Gran mentira.
Etiquetas: Aeropuertos, Brasil, Burocracia, Fadi Mansour, Henry Ford, John Peake Knight, Max Weber
[…] es una selva oscura donde animales metálicos embisten a diestra y siniestra. ¿Qué sería de esta ciudad sin los semáforos? Una leve regla que ordena, a su modo, el caos. Por suerte -gran acierto del modelo de ordenamiento […]