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Por Fabián Claudio Flores | Fuente fotográfica: AGN
“Como a nadie se le puede forzar para que crea,
a nadie se le puede forzar para que no crea”.
Sigmund Freud
La presencia de seres “paranormales” no es ninguna novedad dentro de las sociedades, menos aún en la nuestra. Lo extraño, lo misterioso, lo inusual nos interpela, nos cuestiona, nos replantea.
En las últimas décadas hemos sido testigos de una notable transformación de las formas del creer, de los vínculos con lo sagrado, de las prácticas, de los rituales y de los sistemas de creencias. Pero: ¿cuánto hay de nuevo y cuánto es continuidad y resignificación de formas y mecanismos ya existentes?
En este sentido, los antropólogos argentinos María Julia Carozzi y Alejandro Frigerio aluden a que “la práctica de consultar una persona presumiblemente dotada de poderes paranormales para resolver diferentes tipos de problemas personales tampoco resulta novedosa. Si bien este es un tópico que aún aguarda ser tratado en profundidad, 10s estudios disponibles muestran que 10s curanderos estuvieron siempre presentes en la sociedad argentina en distintas épocas” (Carozzi, Frigerio, 1992).
Esos bordes difusos entre religiosidad, esoterismo, magia, espiritualidad tienen una larga data y se hacen presentes en muchos de los sujetos y grupos que participan de estas experiencias, aunque en el plano de lo social proclamen adherir a ciertas regulaciones sociales e institucionales que limitan y condicionan este tipo de actividades.
Quizás el caso más emblemático dentro del campo religioso/espiritual/esotérico argentino es el de la Madre María. María Salomé Loredo de Subiza fue una española emigrada a las pampas argentinas en las últimas décadas del siglo XIX. Vivió en Saladillo, y al enfermar gravemente decidió visitar a uno de los curanderos más eficaces de la época: Pancho Sierra. Su encuentro con él en la localidad de Salto va a ser crucial para la construcción de su sacralidad transformándose desde ese momento en la sucesora del curandero. Este linaje quedaría sellado con la frase que el propio Pancho Sierra le adjudicó: «no tendrás más hijos de tu carne, pero tendrás miles de hijos espirituales. No busques más, tu camino está en seguir esta misión». Era el momento de comenzar la tarea de sanar.
Las primeras décadas del siglo XX estuvieron signadas por la presencia en el espacio público de formas novedosas –para la época– de reinvención religiosa. Con la inmigración masiva, el panorama se enriqueció y se volvió más complejo, y el universo del esoterismo se transformó ya que como dice el historiador Juan Pablo Bubello, “los esoteristas europeos trajeron prácticas y representaciones que eran más eruditas y se transmitían con libros, folletos y boletines buscando clientes más educados y cultos” (Bubello, 2010).
Al mismo tiempo comenzaron a generarse mecanismos regulatorios frente a estas prácticas tildadas de “mágicas”, “peligrosas”, “oscurantistas”, y en algunos casos criminalizadas bajo el status de “ejercicio ilegal de la medicina”, como el juicio al que fue sometida la propia Madre María hacia la década del 1920. Estas representaciones son apoyadas desde la prensa que las acentúan y estigmatizan.
La antropóloga Agustina Gracia propone distinguir la figura del “curador” (quien desarrolla las prácticas curativas a personas de su entorno, sin obtener nada a cambio, y dedicándole esporádicamente una parte de su cotidianeidad a esta tarea), de la de los “curanderos” (que poseen una mayor profesionalización de la actividad, atendiendo a personas conocidas o desconocidos, dedicándole gran parte de su tiempo a esta actividad y que suelen ser adjudicatarios de mayor eficacia y reconocimiento social). Es frecuente -en el plano de lo social- toparse más con los primeros que con los segundos, porque además es su “excepcionalidad” la que los construye como tal.
La Chivilcoy de las primeras décadas del siglo XX no estuvo exenta de este panorama y mucho menos de los usos, prácticas y apropiaciones que se hacía del universo del esoterismo.
Un triángulo simbólico-mágico uniría Salto, Turdera y Chivilcoy a través de los ya mencionados Pancho Sierra y la Madre María, con la figura de Pascual Auilisio, popularmente conocido como “Pascualito”.
Los relatos narran que entre decenas de “elegidos” en el linaje de la Madre María aparece la figura de este italiano migrado a Chivilcoy al finalizar la década de 1910. Afectado por una enfermedad fue a consultar a la Madre María, y en ese encuentro se produjo su consagración un sábado de agosto de 1919 cuando la “Dama del manto negro” lo designó como uno de sus “apóstoles”. Casi un año más tarde, la mismísima Madre María lo visitaría en Chivilcoy para formalizar el padrinazgo, pasando casi desapercibida en una ciudad que tildaba a estas prácticas como pura superstición.
Sin embargo, la fama y popularidad de “Pascualito” comenzó a crecer, y las consultas llegaban a diario. La década de 1920 encontró a Chivilcoy con muchos “curadores” pero un solo “curandero”, al menos con la legitimidad social que demanda la categoría.
Afincado en su casa de la calle Dorrego al 291, en el actual barrio de “la Mitre” supo montar su logística donde llevaba a cabo las prácticas curanderiles, reuniones de espiritualidad, encuentros y conferencias atravesadas por una matriz cristiana, con tintes de religiosidad popular y elementos más heterodoxos. Con los grandes cuadros de sus mentores Pancho y María, amplios bancos de color celeste y un espacio para el culto, la casona recibía diariamente mucha gente, y en mayor cantidad los domingos.
Relata uno de sus seguidores: “me acuerdo de niño que mis viejos me llevaron con ellos a verlo. Él caminaba entre nosotros mientras charlaban, y tenía la práctica de pasarte la mano por la cabeza y los hombros susurrando: ‘Dios y la Madre María’. De su casa me quedó la impresión de sus ladrillos rojos al descubierto con poca iluminación y fría”.
La eficacia simbólica de sus intervenciones le propinó una fama conocida regionalmente, y hasta su muerte en 1960 desarrolló esta actividad en la periférica casona de “la Dorrego”, luego demolida. Tildado de “manosanta”, “pastor”, “predicador”, “evangelista” y otras representaciones, Aulisio supo mediar entre la sanción social de llevar a cabo una práctica heterodoxa y el reconocimiento de su trabajo “solidario” y “desinteresado”. El linaje lo siguió su hijo Ángel Aulisio pero por apenas una década y media más.
Tanto Pancho Sierra, como la Madre María y Pascualito Aulisio se movieron en mundos signados por matrices católicas dominantes, teniendo que negociar sus prácticas dentro del universo esotérico. Los tres fueron inmortalizados en monumentos dentro de los respectivos cementerios de Salto, Chacarita y Chivilcoy. Estos sitios se han transformado en espacialidades sacralizadas con rituales e identidades fuertemente condensadas. Sólo basta detenerse en la estatua emplazada en su bóveda familiar y leer: “Paladín de la Verdad y Poeta del Divino Verbo de Jesús”. Aún, algunos de sus seguidores pasan por el cementerio a repetir el ritual que escucharon en aquellos tiempos: “tocale la mano a Pascualito… él te va a ayudar”.
Claramente las novedades parecen ser más escasas que las continuidades históricas. El día a día nos topa con procesos de ampliación constante de la imaginación religiosa. Muchos la sospechan, otros la cuestionan; muchos la desacreditan, otros se la apropian. Pero está ahí, y es mucho más frecuente de lo que creemos. Basta pensar nomás que varios funcionarios políticos, algunos más lejanos otros no tanto, participan y se apropian de ese universo esotérico, porque como dice Bubello: “el esoterismo es tan sólo una forma de representarse al mundo, en principio, diferente y alternativa de las prácticas y representaciones construidas por científicos y religiosos”.
https://www.youtube.com/watch?v=X2YMHXXtL6o
*En el año 1974, el director argentino Lucas Demare llevó al cine la historia de la Madre María con el rol protagónico de Tita Merello.
Etiquetas: Chivilcoy, esoterismo, Madre María, Pascual Aulisio, Religión