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Por Martín Gagliano
Parpadeo.
La luz del sol me da en la cara y me deja ciego. El repentino dolor en el estómago me hace cerrar fuerte los ojos.
Estoy caído en el piso y me están cagando a patadas.
No veo nada, no distingo nada, me arrancaron los anteojos.
Me siguen pegando. Son tres cartoneros que estaban en una esquina. Uno me patea la espalda, siento el puntinazo directo en los riñones. Otro me pisa la cara para que no me mueva mientras el tercero me saca la billetera y el celular.
Vuelvo en mí lo suficiente como para sentir vereda fría. El dolor se va unos segundos. Veo desenfocado, todo se mueve, todo se agita, las cosas son manchas de luz. Entrecierro un ojo y hago foco en unas bolsas blancas y grandes, llenas de cartón. Ahora, dos de los pibes miran de lejos. El más alto, que pisaba mi mejilla dos segundos atrás se agacha, me tira del pelo y me escupe un ojo.
¿A quién le querías chupar la pija vos, maricón?
La próxima te matamos, puto.
Recuerdo vagamente haber bajado del colectivo. Recuerdo nítidamente haber caminado en zigzag hacia ellos. Recuerdo haber propuesto un interesante intercambio de sexo casual. Reconozco su reacción. Podría sentirla desmedida, pero no estoy en posición para debatir, aprovecho que hasta ahora la estoy sacando barata.
Quedate ahí hasta que nos vayamos o te corremos y sos boleta ¿entendiste?
Una última patada, de regalo.
Puto.
Atrevido. Gil. Gato. ¿Cuchaste? Quedate ahí.
Exhalo. Me esfuerzo en dejar de temblar. Cierro los ojos.
Parpadeo.
Me obligo a mirar el piso. El resto del mundo se desenfoca y acelera en trayectorias elípticas. El aire frío en la cara me acelera el corazón y hace que me tropiece cuando bajo los escalones. Parezco borracho. Estoy bastante drogado. Estoy demasiado caliente.
El mundo se mueve fuera de sincronía. De a ratos pausado, de a ratos acelerado; me deslizo paso a paso. Siento que en vez de músculos y huesos tengo hilos de los que tiran fuerzas que no veo.
Subo al bondi y me desplomo en el asiento. Pego la frente a la ventanilla, me dejo viajar en el asfalto. Miro alrededor para ver si no hay algún puto al que le interese mi repentina y notoria erección. Nada. Sólo dos tipos raros en el fondo y una pareja por ahí. El colectivo acelera y yo fantaseo con hacerme la paja ahí mismo. Hasta puedo ver la acabada deslizándose por el respaldo del asiento de adelante. Me agarro la pija, fuerte. Lucho para no quedarme dormido.
Casi a punto de bajar, el colectivo para en un semáforo. Desvío la mirada, hago foco en tres cartoneros semidesnudos que están tirados sobre sus bolsas, fumando y pasándose un tetrabrik de Termidor. Me apuro, bajo y camino hacia ellos. Me creo el rey del mundo. Estoy al palo, soy el más puto y el más santo.
Flashes.
Soy prisionero de las luces estroboscópicas y del mandato supremo de la pista del boliche: “Hay que saltar. Hay que saltar. Saltar es la que va”. Saltar es todo lo que queda. Saltar es lo que me mantiene en sincronía.
El morocho me come la boca y me señala el rincón debajo de la escalera donde dos travestis acosan a un rubio que está al borde del desmayo. El tipo tiene la ropa interior por los tobillos y a nadie le importa demasiado.
La ley de la maricoteca: la intimidad es pública y compartida.
El que me besa es mi amigo. Amigo que besó a otro amigo, que besó a su amigo accidentalmente cuando jugamos con el hielo, pasándolo de boca en boca. Amigo me empuja contra la pared. Me lame el cuello, me saca la remera y me dice suavecito al oído que me quiere coger. Intenta morderme las tetillas. Todos miran, todos giran. Lo beso y suavemente lo llevo al medio de la pista, a saltar. Sin embargo algo no está bien, principalmente en mí. Suelto su mano, miro sus ojos. Balbuceo un “ya vuelvo” muy débil y encaro hacia la salida, sin que nadie me vea. Necesito aire. Lastima que afuera haya tanta luz.
Miro con ojos bien abiertos el instante previo a mi propia caída. Deseo esa adrenalina.
Me convidan Piel de Iguana, me dicen que está hecho con vodka “del bueno”. Lo prepara el más pendejo de los barmans de la barra de arriba, por 5 pesos de propina. Los 5 pesos son un guiño.
El pibe es vecino del barrio, mi prima y mi primo el más chico le tiran la goma al pibe este casi todas las semanas. Les pregunto sorprendido si vale la pena. Mi prima se encoje de hombros. ”Por lo menos nos da tragos ricos”, contesta mi primo.
Vamos a la pista. El lugar está atestado. La parte de arriba, que concentra la latinidad, siempre explota antes que abajo. Tomo. Suena Thalia. Cierro los ojos. Tomo más. “Yo soy candela, soy una llamará” corean alrededor y me acuerdo de Noelia, quedándose en tetas delante de Susana Giménez.
Bailamos todos con todos, pegados, me uno, me aúno con la piel de todos. Avanza la noche, como un juego de fotos secuenciales, me veo rodando por ahí. Mi primo me besa, su lengua comparte media pastilla de éxtasis. Mi prima enciende un porro, apoyada contra la pared del fondo, oculta de la mirada de los patovicas. Mi primo se cuelga de mí, me mira, me toca el pelo muy suave, me pasa la lengua por el cuello. Mi prima lo mira y se ríe, me convida porro y se va a buscar un agua.
Mi primo me lleva al túnel. Al principio todo es forcejeo, todo es tumulto, todas son bocas ansiosas o manos lanzadas.
Al principio me la ponen dura siempre, por diez o quince minutos. Alguien me petea. Me dejo, me gusta. Al ratito me aburro, la boca consigue otra pija, yo me alejo.
Mi primo está agarrado de mi mano. Le convidan otra pastilla. Lo trato de sacar de ahí, pero me lleva a un rincón. Nos besamos, nos metemos mano. Juntos. Al palo y calientes.
Saliva. Besos. Calor, mucho calor. Y mucho sudor. Tengo sed, mas que la normal.
Me saco de encima a mis amores de pared y piso. Como puedo, salgo del pasillo oscuro. Reviso desesperado mis bolsillos, para ver si esta todo: billetera y celular. Tres mensajes de mis otros amigos: “¿Dónde estás? Vení abajo. Si no contestás nos vamos”. Tengo el corazón acelerado cuando me encuentro con ellos en la pista. Son pareja, pero hoy están haciendo cada uno la suya.
En la maricoteca se disuelven temporalmente las uniones químicas, los lazos concomitantes.
Dejo vagar la mirada y me doy cuenta que no estoy quieto como pensaba. Pierdo un poco el control aunque no la lucidez. Estoy moviéndome al ritmo de la luz. Empiezo a saltar.
Mi amigo se acerca, se pega a mi, cada vez más cerca, me levanta suavemente el mentón y nos miramos a los ojos. La luz me ciega un segundo.
Me pongo a saltar.
Etiquetas: Crónica, maricoteca, Marín Gagliano, parpadeo