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31-03-2016 Notas

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Por Horacio Bonafina

1.

Nací y me crié en Buenos Aires. Siempre viví en esta ciudad. Por ese motivo quizás resulte extraño contar que mis experiencias con ratas tuvieron lugar recién en la adultez. Empiezo por el final y lo spoileo: La razón de esa rareza se debe a que la ciudad decidió en algún momento que las ratas fuesen un elemento para mi ritual de iniciación. Quizás no se entiende, pero paso a explicar: Fue en el contexto de una visita a mis papás que lo noté. Creo que era la primera vez que los visitaba desde que me mudé. Estaba sentado en el comedor paterno usando la notebook y Mona, la gata más vaga del mundo, me pasó entre las piernas a una velocidad increíble por tratarse de ella. Era una gata adulta, así que su tamaño era grande y si bien no me rozó y yo tenía los ojos en la pantalla, estuve seguro de que cruzó por debajo de mi silla y atravesó la mesa hasta pasar a la habitación contigua. Lo único que me resultó extraño fue que de inmediato apareció Toto, el perro más tonto del mundo, ladrando como loco, siguiendo el rastro de la gata que hasta entonces nunca le interesó hociquear. Cuando fui hasta la habitación para ver por qué Toto estaba persiguiendo a Mona, descubrí que quien había pasado primero no era la gata sino otro animal más o menos del mismo tamaño y del mismo color. Era una rata inmensa que estaba parada muy tranquila, contrastando su color con el armario blanco tras el cual desapareció cuando aumentó la velocidad y se fue desplazando por el piso de madera mientras sus uñas hacían un sonido horrible sobre las tablas. Sin pensarlo me metí los pantalones adentro de las medias, porque alguna vez alguien me dijo que eso era importante para que no te treparan por las piernas (aunque esta rata no hubiera entrado por la botamanga) y después me puse a recorrer la casa buscando algo que me sirviera para hacer algo. ¿Qué hacer y con qué? la percepción buscaba a ciegas porque no había idea que diera respuesta a la búsqueda, hasta que encontré un perfil de metal sobrante de alguna refacción doméstica que me llamó, como una obviedad que cae por su peso. Cuando volví a meterme en la habitación no me resultó difícil ubicarla, porque el ruido de sus garras me guió hasta el mismo mueble en donde antes la había encontrado. Bastó que mirara por el espacio que quedaba entre el aparador y la pared para descubrir la mitad de su cuerpo y la cola intentando pasar por la juntura. Por ser tan gorda, la estúpida había quedado atrapada. Así que tomé aire, empuñé el fierro, calculé la distancia, y empecé a pegarle con todas mis fuerzas sin mirar. Creo que grité, jadee y a lo mejor también insulté mientras seguía dándole pero procurando un ángulo adecuado que no la liberara. No paré de hacer ruidos para -lo supe después- no escucharla en sus chillidos de dolor, que podían ser también los de un bebé o los de un perro chico. Cuando la noté del todo quieta, recién entonces me detuve. Lo que había hecho era inédito en mí. Me sentía liberado por concluir la tarea pero cargando el peso de un crimen, matar a una rata grande no es lo mismo que matar a una cucaracha. Me supe distinto, algo había cambiado de forma irreparable, una oscuridad o un conocimiento específico que me había inyectado la violencia de la situación y que a partir de entonces me acompañaría. No lo supe hasta después: me había vuelto ciudadano.

2.

Están ahí aunque no las veas. Cuando pasás por la boca de subte y te cachetea ese calor expelido junto a un denso olor a vómito de ciudad, en parte son ratas metiéndose por tus fosas nasales. Lo digo en serio, es cuestión de aguzar los sentidos, además de grasa y metal, de transpiración y perfume de oficinista, el subte huele a rata, a mierda de rata, que son extensiones la una de la otra, sin saber bien cuál de cuál. De todos modos sería extraño que no las veas; hay una cantidad virtualmente infinita de ratas, sin contar un inmenso porcentaje de la población que si no son ratas, son cucarachas. Es decir que también hay altas probabilidades de que tus vecinos sean ratas. Ellos quizás no saben que lo son, como las ratas reales tampoco saben que son ratas, pero seguro alguna de sus actividades te roen la paciencia. Si no es la música alta, son sus gritos, o la forma en que ensucian el pasillo. No estoy diciendo que sean malos, sólo son lo que son, como las ratas no pueden dejar de parecerte repulsivas por haber nacido roedores. Son similares a las ratas, que tan sólo buscan resistir en y a la ciudad con un puñado de conductas de las que se valen intentando la mayor funcionalidad a su supervivencia, que por lo general está emparentada con un proceso hostil sobre quien esté del otro lado de su existencia. Mis vecinos cantan canciones de cancha a los gritos mientras golpean las paredes con lo que tienen a mano, marcando el ritmo, sean las siete de la mañana o las doce de la noche. Son de Huracán pero vivimos en Boedo, entonces el único lugar en donde pueden arengar su pasión en su propia casa. La cuestión es que una noche, hace unos años, después de los gritos futboleros de rigor, empezaron a escucharse otros gritos, de mujeres (sus mujeres), más histéricos. Algo pasaba aunque no podía entender bien qué. A los pocos minutos sonó mi timbre y al abrir me encontré con la esposa de uno de ellos. Me pidió prestado a uno de mis gatos porque una rata había entrado por la terraza. Etelvina quedó descartada sin dudar por ser una gata que nació sorda y sin ningún instinto. Lo miré entonces a Simón como haría un padre que conoce a su hijo y sabe que todavía no está listo, porque en su caso lo único que hacía, y sin demasiado esmero, era cazar algún que otro insecto. Y como no quise ser de esos hombres de otra época, que se arrogan la potestad de llevar a sus hijos a un prostíbulo para sacarlos de la niñez, me pareció que lo mejor era preservarlo de semejante situación. Porque -convengamos- un gato urbano es prácticamente un hámster, ¿qué podría hacer frente a una rata de alcantarilla?. Así que me ofrecí en lugar de mi mascota, para salvarlo de la vergüenza de volver con las garras vacías. Bueno, tampoco hice tanto. Ayudé a mis vecinos a explorar el departamento buscando al invasor, hasta que en uno de los recovecos del descanso de la escalera, justo detrás de los caños de agua, dimos con la rata. Estaba quietísima, pegada a la superficie, tanto que si uno no prestaba atención podía confundirla con una leve deformación del tubo de metal. Casi no se podía ver desde nuestro lugar y mucho menos conseguiríamos darle un golpe, por lo que se me ocurrió tirarle con lo único que vi a mano: veneno para cucarachas. La idea de usar el aerosol era espantarla, que dejara su escondite y entonces, al salir apurada, se expusiera. Pero al accionar el tubo de raid, la rata salió disparada hacia arriba y mi vecino, asustado, dio saltos hacia atrás y entonces yo, que lo secundaba, me asusté también y giré calculando mal mis pasos, queriendo agarrarme de la baranda de la escalera, con el detalle de que no existía baranda de escalera, mi mente sólo la había completado como necesaria en la escena pero en la realidad no había nada, motivo por el cual no pude detener mi giro y caí de espaldas, como una tabla de madera, varias decenas de escalones a velocidad creciente hasta llegar abajo, en una secuencia tragicómica que podría ser de los tres chiflados. No morí desnucado por el reflejo que me inculcó un gran maestro de artes marciales y capoeira, me refiero a la importancia de cómo acomodar el cuerpo al caer, con el mentón pegado al pecho y levantando los hombros para proteger la cabeza. Volví a mi casa aturdido por los golpes pero sabiendo que el episodio entero y su desenlace no eran casualidad: a la mañana siguiente nos íbamos con mi mujer de vacaciones, así que la situación con la rata fue un impuesto punitivo que me cobró la ciudad, a través de estrés y hematomas en el cuerpo, por pretender abandonar la rutina roedora y roída de Buenos Aires.

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3.

No hay mucho que se pueda hacer para evitarlas. No depende de vos. Cuando te descubrís recordando o fantaseando algo que implique urbanidad, en verdad no sos vos quien evoca eso sino que son las ratas que corren por los costados de las vías de tren en la estación Retiro, que después se meten en las alcantarillas, que cuando vuelven a salir terminan subiendo por un poste de luz y trepan entonces por los cables de electricidad, avanzando directo por ese circuito eléctrico hasta tu centro nervioso, a través de un conjunto de conexiones sinápticas que sin importar el camino que siga el axón hasta llegar a destino tendrá siempre el mismo resultado: llevar la ratitud o la urbanidad, siendo éstos sinónimos, a tu consciencia. Y cuando no se trata de pensar sino sólo de actuar, ¿por qué creés que tus acciones nunca resultan? Irse de la ciudad es una idea que jamás podría servir del todo porque lo urbano está primero en tu esencia, que busca encontrar en el afuera algo de tu alma urbana y que, cuando el campo te devuelve pajaritos cantando y mañanas silenciosas, se horroriza ante lo vacuo, ante el tiempo que pasa en cámara lenta, y necesita volver al Centro de nuevo para sufrir la asfixia del humo de un caño de escape y quedar cegado por luz blanca artificial. La salida a ese malestar rural es, por supuesto, abrazarse al desasosiego de rata urbana. No estoy inventando. Uno conoce cuándo es que entra a sonar la alarma: es cuando cree percibir una mejoría, es ahí, justo ahí, al momento de decir “¡qué hermoso ir al campo, cuánta paz!”, que tu hueco anímico antes destinado a sufrir y gozar de urbanidad empieza a succionar porque necesita llenarse y entonces se atiborra de angustia (más vacío) al no encontrar un bocinazo o alguien gritando. Necesitás palpar la ciudad, patear los tachos de basura o acariciar lo concreto, o el concreto, de una suciedad que tiñe todo de gris. Se entiende, uno precisa con violencia de certezas. Y no hay nada más certero y violento que el caos organizado de una ciudad como principio regulador de tu vida. Un gran desorden de cables, embotellamientos, botellas de cerveza rotas y colas de supermercados o bancos sostenido sobre la certeza de que, aunque resulta inverificable, Buenos Aires descansa sobre una rata gigante. Es una monstruosidad de grande, con cola larguísima, quizás tanto como la avenida Rivadavia; un ser horrible que te domina sin que lo sepas, como ocurre con la luna afectando a la marea. Es la rata monstruo la que te influye con su gravedad, porque en la ciudad no hay luna que lo haga, la luna de queso sirve sólo para alimentarla. Y no hay mucho más. Una ciudad plana, sostenida por una rata reina, que más allá de sus límites sólo tiene un vacío aterrador. Es eso. La rata del plata que come lunas de queso mientras produce mugre y amamanta infinitas crías. Reitero, no hay más. Nada salvo una ciudad plana que tiene ratas en su núcleo, debajo de ella, encima de ella y a lo largo de ella. Ratas, sea escapando por desagües o tramitando expedientes en una oficina. Ratas afuera y también adentro de la casa, como me pasó a mí al volver de mis últimas vacaciones: Encontré rastros, mierda de rata, en el bajo mesada. ¿Cómo entraron ahí? No conseguí descifrarlo pero ¿qué importa? en todo caso mi casa es la que usurpa superficie al gran sistema ratárquico de su alteza rata. En fin, intenté encargarme del asunto con ratoneras tradicionales, trampas de pegamento y dos tipos distinto de veneno mientras mis gatos, por supuesto, no colaboraron en absoluto. No sé si las ratas, llamémoslas invasoras o legítimas propietarias, dejaron la casa o qué pasó. No hubo cadáveres ni más rastros, aunque al poco tiempo empecé a sentir un olor fuerte que no podía ubicar en ningún ambiente en particular.¿De dónde venía? Olía a podrido, a muerto. Todavía lo siento, pero ya me di por vencido. Busqué y busqué pero no pude identificar de dónde venía el hedor. Así que no descarto que provenga de adentro mío.

 

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