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14-06-2016 Notas

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Por Nicolás González Varela

Es sabido que Leonardo Da Vinci tenía un motto para definir toda fuente de sabiduría, tanto en el excelso arte como en la ciencia dura: sapere vedere! Saber ver bien, no “ver” a secas, era el fundamento casi intuitivo de una pintura compositivamente bella o el reconocimiento correcto de un cuerpo dolido. Da Vinci unía en esa visión tanto la belleza como la razón, tanto la intuición espaciotemporal como la captación de las formas sublimes. Una máxima que podemos trasladar, vis-à-vis, al deporte en general y de manera especial al fútbol. Sin lugar a dudas en él tanto desde el punto de vista del espectador como del jugador, “saber-es-ver”.

Si el espectáculo futbolero de enfrentamiento, táctica y estrategia detrás de un balón es de alguna manera, como decía Osvaldo Soriano “una guerra sin muertos, pero con conflicto”, la falta de visión “artística” es fatal a la hora de la contienda, de resolver el drama deportivo. ¿Qué sería de un líder en la víspera de la batalla decisiva si no contuviera en su mirada el campo de batalla y el más allá? ¿Qué sería de un habilidoso jugador o del cerebro de un equipo si le faltara la facultad de demostración, de mostrar, de hacer ver su intuición especial sobre el espacio y el tiempo del juego? ¿Qué sería del deporte y su evolución artística si sus espectadores no poseyeran el arte de sapere vedere? Quedaría el simulacro atroz, la pura teatralidad, la estadística contable burguesa.

En el caso del fútbol no puede hablarse que exista una manera unívoca de ver un partido como reconocía Panzeri. Es imposible: entre el máximo y el mínimo en este arte intuitivo hay una serie de degradaciones, por lo que se puede hablar de una herradura entre un “ver-ganar” y un “ver-jugar”. Y en el arco entre los dos extremos una pléyade de posiciones intermedias, que incluyen desde el “ver-no-perder”, a el “ver-un-jugador” hasta el “ver-por-tradición”. Muchos automáticamente dirán de gustibus non disputandum, sobre gustos no hay disputas, todo vale al mirar fútbol y listo. Todo es interpretación. Pero como nos disgustamos con el posmodernismo aplicado al deporte queremos profundizar más en esta vía iluminista de indagación.

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Básicamente coexisten dos paradigmas en este sentido: ver el fútbol es una oposición que nunca se cancela. Como decía Ernesto Lazzatti “el que acude a ver un equipo, va a verlo ‘ganar’. El que va a seguir un partido va a ver ‘jugar’”. ¿El saber ver en el fútbol se hace o es instintivo? ¿Hay una paideia básica para conformar el gusto del hincha o la infancia en el futuro espectador de fútbol es destino?

Generalmente el “saber-ver”, como otras hipotecas genéticas, se hereda en su mayor parte: casi siempre en Occidente nuestro alter ego, nuestra imago masculina (en general nuestro padre, pero puede ser un tío simpático o un hermano mayor admirable) nos marca con su club de preferencia. El imperio del Edipo en este caso tiene un efecto devastador en la agregación de nuestras preferencias. Y nos marca para siempre en una especie de pacto fáustico que jamás firmamos. Por lo que el fan-espectador de fútbol puede elegir su forma de ver un partido de fútbol, pero bajo circunstancias que no ha elegido y que desconoce. A la fatalidad de la no-elección sartreana de nuestro equipo favorito (ya nos han comprado hasta la equipación de marras antes de que nos corten el cordón umbilical) se le suma las diferencias en nuestro propio desarrollo estético, en nuestra primera educación sentimental. Aquí ya prima el principium individuatonis, el principio de individuación en el que la sola presencia en dos lugares diferentes del tiempo y el espacio basta para dar la razón de la diferencia entre los seres humanos. Cada espectador de fútbol es una historia peculiar en sí mismo.

Y como tercer factor de la genealogía del espectador de fútbol, último en la evolución del espectador de fútbol pero no menos importante en su fenomenología, está la nuda experiencia infantil. Es decisivo en el desarrollo y maduración de la estética trascendental del “saber-ver” fútbol si el sujeto tuvo o no una praxis vigorosa con el balón antes de la pubertad. Si transpiró detrás de una pelota, si sufrió frente a un marcador adverso, si soportó el stress de un equipo superior, si mancilló su honor barrial alguna derrota ignominiosa. Un espectador que nunca jugó al fútbol es un espectador bizco, un fan debilitado y mutilado, un hincha a medias, un concurrente poco calificado.

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A partir de estos tres elementos se despliega la Bildung formativa del futuro fan. El primer sentimiento desgarrador es entregarse al Fatum que somos hinchas del club X sin nuestro consentimiento, lo que, por disonancia cognitiva, nos lleva a corregir la sensibilidad y adaptarla a la Realpolitik e historia de juego de ese equipo en particular. Se nos impondrá como imperativo categórico una tendencia a cómo veremos, a con qué prisma miraremos un partido de fútbol. Si por los caprichos de las Moiras nos toca un equipo a la italiana, con tradición resultadista, que juega al contra-ataque, embanderado del catenaccio de Nereo Rocco, la inconsciente estrategia evolutiva de la Humanidad nos empujará inexorablemente hacia el polo de “ver-ganar”. La marca hombre a hombre y el empleo sistemático-terrorista del líbero, escondido detrás de la línea de los defensores, nos parecerá el verdadero Olimpo del fútbol. El resultado lo es todo, la estadística es la piedra de toque, el utilitarismo el motor inmóvil. El “ver-ganar” es el pathos oficial de un deporte transformado en razón de estado y producción de plusvalor, el estandarte del maquiavelismo y la doble moral. Borges ya había caracterizado a la encarnación de este paradigma: “El fútbol en sí no le interesa a nadie. Nunca la gente dice ‘qué linda tarde pasé, qué lindo partido vi, claro que perdió mi equipo’. No lo dice porque lo único que interesa es el resultado final. No disfruta del juego.”

Si nos toca amarrar nuestro destino deportivo a un equipo a la brasileña o a la argentina, de jogo bonito, la dinámica del drible, caños, gambetas y amagues, jogo de cintura, malandragem, espectáculo en forma y contenido, características que no se aprenden en las escuelas ni enseñan los DT pero sí en los campos de pelada, en el fútbol de calle y potrero, nuestra tendencia será oscilar hacia el polo de “ver-jugar”. Lo importante emotivamente ahora es la diversión renacentista, el juego en sí, la belleza estilística, el predominio del medio sobre el fin.

Indudablemente la mezcla de estas perspectivas absolutas de ver fútbol son las que sobrecargan de emotividad, religiosidad y fanatismo los estadios y los momentos cumbres del espectáculo.  Y no hay duda que además son dos formas de “sentir” el fútbol, dos Weltanschauung, visiones del mundo como diría Dilthey: una hiperracional basada en el cálculo instrumental y otra tardoromántica que añora cuando el fútbol era puro placer lúdico. ¿Recuperará el espectáculo el sabio Sapere vedere? Seguramente la decadencia centenaria del “saber-ver” fútbol es funcional al crecimiento geométrico del profesionalismo y de la nacionalización populistas de las masas en el deporte. Nuestra conclusión no puede ser más que pesimista: es inútil persuadir a un fanático que ve fútbol para “ver-ganar” que lo haga para “ver-jugar” en un mundo donde el número y la ganancia contable son la segunda naturaleza del hombre.

 

 

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