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30-06-2016 Notas, Sin categoría

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Por Leticia Martin

La mayoría de las intervenciones de Lola Arias en la cultura no han pasado desapercibidas. Un poco por su talento, quizá, también, ayudada por la belleza de su rostro o sus relaciones personales, Arias ha sabido construir un espacio amplio y elástico donde colocar el producto de su creatividad. En general no trabaja sola, ni se acota a una disciplina en particular. Compone, canta, escribe, dirige, hace cine y performances, todo con bastante más que dignidad. Ante este despliegue cualquiera se sentiría tentado de señalar, con algo de saña, que el abanico de géneros y soportes es demasiado amplio para ser bien trabajado. Sin embargo, si se vuelve sobre los hechos, es innegable que los resultados están siempre a la altura de los requerimientos.

Lo más llamativo de su trabajo es una especie de interés oculto que se adivina a lo largo de las distintas obras y performances. Una especie de obsesión por la frontera. Una pregunta por los límites que se trazan entre la realidad y la ficción. Como si todo el tiempo quisieran resaltarse las distancias entre el montaje del acto y, más allá, el acto, o el hecho, o el relato del hecho, como suena mejor decir por estos días. Arias busca ahí. Entre esos territorios. Y eso trasciende el soporte, el género, el formato o la disciplina en la que se mueva. ¿Dónde termina lo real y comienza la ficción? ¿Hay que montar escenas o contar historias? ¿Cómo se ficcionaliza un hecho real? ¿Cuál es la especificidad del teatro? ¿Podemos romperla? ¿Qué sentido tiene trabajar con actores? ¿Es válido como ejercicio teatral que hagamos intervenir a los protagonistas de las historias? Las preguntas que uno intuye se hace Arias a la hora de empezar a pensar un espectáculo la hacen partir de un lugar nuevo desde el que, difícilmente, pueda errar.

Lola Arias

Lola Arias

En Campo de Mayo –obra teatral basada en un breve relato del escritor Félix Bruzzone– Arias parece estar llevando al límite esa búsqueda. Por eso hace coincidir actor y autor en el escenario y elige poner en escena cierta documentación. ¿Estamos entonces frente a un documental en vivo? ¿Soporta el teatro ese género? ¿Consigue verosimilitud un documental que sucede en un espacio que no permite la repetición idéntica y cambia y se modifica en cada función, ante la vista de espectadores? En ese cuestionamiento de los pilares fundamentales de los géneros y sus especificidades, Arias no sólo elige poner en escena las diversas fuentes que aporta el escritor en su relato –imágenes, pensamientos, grabaciones, objetos– sino que también logra mostrar el modo en que realidad y ficción conviven en la cabeza de ese hombre. Ése es el verdadero objetivo de la obra. Demostrar que es posible la creación de una ficción documental, poner en escena el modo en que imaginamos después de un hecho traumático, reconstruir la memoria y, a partir de ella, el modo en que podemos imaginar.

En los apenas 50 minutos que dura la obra, Bruzzone narra la forma en que las 6000 hectáreas del predio Campo de Mayo, donde estuvo secuestrada su madre, pasan de ser un espacio concreto, material, físico y ubicable en un mapa, a ser el escenario de una búsqueda detectivesca de marcas y huellas para terminar siendo, hacia el final, una cantera de ideas encontradas por Bruzzone en el transitado camino de ida y vuelta entre su realidad y sus fantasías. ¿Qué fue Campo de Mayo en los 70? ¿Qué ven en él las distintas personas? ¿Qué será en el futuro? ¿Qué es para Bruzzone? ¿Y para su madre? ¿Y para el corredor que sale todas las mañanas a entrenar? ¿Sabrá ese hombre la historia del lugar aquel? ¿Por qué lo elige? ¿Qué lo mueve a correr ahí?

Félix Bruzzone

Félix Bruzzone

Sin lugar a dudas, esta crítica podría haber comenzado por elogiar el texto ágil, pulcro, desadjetivado y leve de Bruzzone. O podría haber hablado, únicamente, de la belleza de las imágenes que el relato contiene y genera en el espectador; o del humor infaltable, de la mirada torcida de Bruzzone, de su talento para decir siempre algo, sin parecer preocupado por decir algo importante –como hace en Los Topos, o en 76–. Cualquier crítico atolondrado podría haberse perdido elogiando sólo el texto, o halagando al autor que, por cierto, se destaca. Incluso podría haberlo hecho desacreditando la idea de ver a Bruzzone sentado en el escenario, leyendo como si estuviera solo, desplegando no muchas cualidades actorales, no habiendo sido reemplazado por alguien que lleve esas palabras al cuerpo y las haga rendir más. Y si bien esto último es así, y podría leerse con demérito, ese crítico se estaría equivocando en su observación porque sólo estaría siguiendo el impulso arrebatado de la primera expectación. Analizando la construcción del elemento escénico en su conjunto uno puede comprender que la obra de Bruzzone y Arias –porque finalmente ambos son autores– se extiende mucho más allá de las virtudes del texto dramático. Campo de Mayo no puede analizarse por fuera de su puesta en escena y del experimento ariano. Todo ese trabajo meticuloso de Bruzzone al elegir las palabras y entregarse a su imaginación alocada cobra un sentido remasterizado al cruzarse con la mirada de Arias que viste de imágenes ese texto, de un modo particular y acertado. La propuesta escénica revaloriza la palabra escrita y la pone en el centro de la escena. No la tergiversa, ni la disfraza. No diluye el texto en versiones teatrales. Por el contrario elije que él mismo sea el protagonista principal –el texto y su voz; la palabra escrita y la palabra pronunciada– y monta todo en función de esa elección. De allí la potencia de la pieza teatral en su conjunto, y su capacidad de provocar algo más que interés en los espectadores.

Campo de Mayo
Autor: Félix Bruzzone
Dramaturgia: Félix Bruzzone – Lola Arias
Actúan: Félix Bruzzone y Lucas Balducci
Videos: María Sábato
Dirección: Félix Bruzzone – Lola Arias para el ciclo Mis Documentos

 

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