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12-08-2016 Ficciones

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Por Enrique Balbo

Recogí algunos higróforos y no más de una docena de rebozuelos; la lluvia los había adelantado y tal vez, si tenía suerte, hallaría trompetas de la muerte y morillas en el bosque que había ardido el verano pasado, el bosque de la vieja hondonada.

Cuando tuve la cesta a la mitad guardé la navaja; nunca recojo más de lo que puedo comer y no me interesa conservar, prefiero siempre volver a la montaña, aún en las temporadas malas.

Me dirigí al arroyo a refrescarme y a lavar las setas. Antes de llegar un sordo rumor de agua me alertó. Resolví, aún no sé por qué, camuflarme entre unos pinos negros y unas piedras. El hombre estaba en medio del arroyo, con el agua hasta las rodillas, inmóvil. Miraba hacia la espesura del bosque con indiferencia; vestía un traje negro y una camisa de un blanco impoluto, la corbata parecía descolorida pero oscura al fin y el cinturón le pendía sobre una pierna rozando el agua. Un loco, pensé acomodándome mejor en las piedras. Seguí observando y el hombre no abandonaba la pose, sólo se limitaba a meter la mano dentro de la chaqueta para extraer un lápiz y un pequeño bloc. Escribía algo, arrugaba el papel en el puño y volvía a guardar en el bolsillo todos los elementos. Repitió el gesto, ese único gesto, muchas veces. Evalué que acaso se tratara de un pintor, un naturalista, un biólogo, pero su traje negro en el agua invalidaba todas las profesiones que pudiera configurarle. Sentí los primeros calambres y salí de mi escondrijo. Hice uso de la torpeza para no asustarlo.

-Buenos días…-dije.

-Buenos días-respondió sin mirarme.

-Bonito día…

-En efecto, bonito día.

-Aunque el tiempo aquí es traicionero, en algunas horas tendremos tormenta-vaticiné.

-No temo a los rayos, temo a los espejos.

La declaración, aunque dispar, me relajó. Dejé la cesta a orillas del arroyo, me senté sobre mis talones y me refresqué la cara y el cuello. El hombre varió apenas la posición de sus piernas; su cuerpo era ancho y robusto pero su cabeza caía pesada hacia adelante mientras intentaba equilibrarse con los brazos. A la imagen le faltaba un bastón y comprobé que el traje le sentaba demasiado grande. Todos esos olvidos me enternecieron.

-No está en un buen lugar-insistí-, este valle tiene fama de acoger todos los rayos de la zona.

-En todo caso moriría como un valiente, moriría como un soldado-sentenció.

-¿Muerto por un rayo?

-No, muerto porque usted me advirtió y  yo no hice nada al respecto.

El hombre del agua me desconcertó y guardé, por un instante, un silencio que lindaba con el respeto y con el análisis de la frase. Produje una invención: vi al hombre desde arriba, desde lo más alto. Era un punto negro en mitad de un ojo de agua que creaba, con los leves espasmos de las piernas, círculos a su alrededor. Estos círculos se expandían en olas silenciosas formando un laberinto circular, al principio grande como el arroyo, luego infinito como el universo. El hombre del agua acababa por perderse sin esfuerzo dentro del laberinto de agua.

-¿Qué hace?-pregunté descolocado por mi imaginación.

-Recuerdo y apunto-respondió.

-¿Y recuerda mucho?

-Lo recuerdo todo-confesó con pesar-, y apunto lo de los otros. ¿Ha estado alguna vez en Inglaterra?

-No me agradan las islas-me oí decir.

-Inglaterra es un continente, las islas sólo existen en los mares del sur. ¿Ha estado alguna vez en Inglaterra?-volvió a preguntar.

-No.

-Vaya a Londres-ordenó.

-No entra en mis planes ningún viaje. No tengo medios, apenas si puedo venir un par de veces al mes a este bosque-expresé y de inmediato me arrepentí. ¿Sabe qué hora es?-inquirí fingiendo un descuido que no me salvaba del bochorno.

-Hay un solo reloj en todo el mundo y no me pertenece.

-Bien, debo marcharme. No olvide la tormenta-aconsejé.

-No la olvidaré, se lo prometo. Dígame algo más, ¿qué lleva en la mano?-preguntó pero esta vez tampoco se dignó a mirarme.

-Pues, una cesta con setas, una botella, una toalla…

-¿Y en la otra?-interrumpió.

-Una navaja.

-Un cuchillo-meditó estremecido-, un arma noble, un arma íntima…

Empecé a caminar con claros deseos de alejarme, la mención del cuchillo me acobardó. Sin embargo la curiosidad y la certeza de que la navaja estaba en mi poder, hicieron que volviera sobre mis pasos. Contemplé el cielo, que adquiría la seriedad oscura de la tormenta, y pensé que el hombre del agua había sido producto de uno de mis delirios. Pero ahí estaba, con el bloc en la mano y la mirada perdida bajo las primeras y tímidas gotas de una lluvia que poco después sería torrencial.

-Cuando llegue a Londres vaya al zoo-ordenó otra vez-, hay allí un tigre de Bengala. Verá en su piel los misteriosos caminos del universo-completó clavándome sus ojos cansados enmarcados en una cara pálida y cuadrada.

Moví un poco la cabeza pero no asentí, fue un reflejo. Di media vuelta y salí esta vez con más velocidad. Un loco, definitivamente, un loco de cara gorda y párpados caídos.

 

Años después, cuando mi olvido sometió al hombre del agua a la desaparición, viajé a Oxford. El destino quiso que mi tercer libro de relatos me llevara a Inglaterra. Estuve en Northampton, Luton, Reading y, finalmente, Londres. Apenas tuve tiempo de recorrer la ciudad. Decidí, en mi único día libre, conocer el museo de Historia Natural, en Cromwell Road. Opté por él por la vecindad con el hotel y por el escaso tiempo que disponía antes de emprender mi vuelta, o eso creí. Allí descubrí un mapa amarillento de grandes dimensiones; representaba una ciudad geométrica, claramente dividida por un cardo y un decumano. El trazado era una cuadrícula perfecta y vi, en cada casa, en cada calle y en toda la ciudad, en el río y en los barrios, la cara del hombre del agua. Me acerqué y en el rótulo, a la derecha y abajo del mapa, rezaba: Buenos Ayres, 1887.

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