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Por Federico Capobianco
Imaginen que le diagnostican clamidia. Imaginen que empiezan a sentir ardor al orinar, una secreción extraña en los genitales o –en el caso de los hombres- que alguno de los testículos -o ambos- esté inflamado. Imaginen entonces que van a ver un médico o médica y se enteran que se contagiaron de una enfermedad de transmisión sexual, fácilmente curable porque los síntomas aparecieron pronto. Imaginen ahora, y por eso, que su profesional de la salud les pide, casi que les ordena, contactar a todas sus parejas anteriores para informarles que pueden llegar a tener lo mismo. ¿Quién de todos ustedes lo haría? ¿Quién no preferiría realizar su tratamiento, hacerse el solidario y ofrecerse a cumplir con lo pedido, pero mandar a todos a la mierda y que se entere el que se entere? Además, ¿por qué?
El nuevo estreno de Netflix –que en realidad era de una empresa de cable inglés que decidió nunca estrenarlo y al que, absorbido por la ola de las nuevas series que hablan de amor, el tanque del streaming multimedia decidió comprarle los derechos y sacarla a la luz- originalmente llamado Scrotal Recall pero retitulado como Lovesick desanda, en sus seis capítulos de veinte minutos, ese camino.
Es cierto, detalle previo, que la temática no es su apuesta fuerte. Los productos principales del experto de contenido ondemand –éxitos propios o adquiridos post consagración por cable- cuentan otras cosas, otros temas, que captan audiencias masivas a partir de sus ganas de “saber cómo es”: Breaking Bad, House of cards, Stranger Things, The Walking Dead, superhéroes varios, guerras históricas, criminales peligrosos, mujeres presas o cualquier contexto que exceda el alcance de nuestras vidas y sus posteriores. Después, en las salas más pequeñas de este cine omnipresente, con menos promoción y audiencia pero no con menos constancia, se producen y reproducen contenidos en los que uno quiere verse ahí. Algo más cercano, que uno “ya sabe cómo es” pero que quiere igual que se lo cuenten, al menos para sentirse interpretado. Las miserias de la vida en sociedad –con sus relaciones como producto principal- se canalizan en su exteriorización, pero como no podemos hablar con la pantalla la exteriorización es su reflejo. Por eso estos productos funcionan. Las crisis existenciales y/o amorosas de la juventud, expuestas en el último tridente conformado por Master of none, Love y Lovesick siempre funcionan porque, más allá de la obvia y necesaria escenografía ficcional, contienen el cinismo, la tragedia, los odios, las soledades y por sobretodo las chaturas que contienen la vida de sus espectadores. La menor audiencia –que no es tan menor- puede ser consecuencia del sector delimitado al que apunta pero estudios sobre una audiencia no revelada por la empresa demuestran que las series más vistas tienen entre un 40 y 50 % de público entre los 18 y los 39 años, y a ellos, además de contarle buenas historias, hay que contarle sus historias. Por otro lado, detalle fundamental, los autores de este tipo de series tienen la misma edad que sus espectadores y como de un lado necesitan verse, del otro necesitan contarse. La irremediable soledad líquida de la modernidad líquida de Bauman debe sobrevivirse.
Volviendo a Lovesick, su protagonista, Dylan, en menos de tres minutos se entera de su enfermedad, de su tratamiento y de que tiene que llamar, indefectiblemente, a sus ex parejas para informarles y aconsejarles que se hagan el estudio. La pregunta del párrafo anterior quizás merezca una salvedad: la clamidia, si no se detecta a tiempo, puede generar daños en el aparato reproductor femenino volviendo sumamente difícil la posibilidad de quedar embarazada. Por lo que Dylan no solo acepta sino sabe que tiene que hacerlo, debe hacerlo. “Además no son tantas”, dice. Y, por estúpido que sea aclararlo, si Dylan preferiría no hacerlo no habría serie porque su desarrollo es que mientras a medida que él va contactando a sus ex, va recordando cómo las conoció.
Lovesick cuenta una historia de amor pero como en todas las que pueden ser reales, para contarla, debe contarse la otra parte, la que realmente importa: el desamor. Porque el amor contado como tal, empalagoso y lineal, no tiene sentido. El amor debe ser el concepto que mejor se explica a partir de lo que no es. Cuando Spike Jonze estrenó Her, más allá de exponer una concreta opinión sobre las relaciones virtuales, eligió contar su película centrándose en una relación -con un sistema operativo- que se presentaba como amorosa pero se desarrollaba desajustada y desequilibrada; entre ella, en breves y alejados espacios, el protagonista se encontraba recordando su ex pareja real. El recurso de recorrer todo lo que parece ser pero no es, lo que parece quererse pero no nunca funciona, sirve para forzar una situación que repele y termina llevando a lo que sí se quería y uno no pudo ver, como en Her, o no puede, como en Lovesick. Lo cierto es que aunque el protagonista de Her descubra desde el presente que lo que quería era el pasado y Dylan recorra el camino inverso, el resultado es el mismo: algo se fue o algo se está yendo, pero de todas formas no está.
¿Acaso no es así como funciona? ¿No recorre uno un camino en el que según sean positivas o negativas las experiencias va moldeando sus gustos, sus pretensiones y sus deseos para luego reflexionar si lo que realmente lo hacía feliz era algo que ya no está, o está ahí o vendrá después porque uno sabe qué es lo que quiere y espera?
A Dylan ese recorrido por el pasado lo configura. Los tres personajes principales, con sus personalidades diferentes, tienen un recorrido parecido. “Siempre eliges mujeres que no son para ti” le dice Luke –su mejor amigo- a Dylan, quien pasa por las historias con sus ex con las cuales nunca llega a donde quiere que es la vida feliz en pareja. Evie, amiga de ambos, tiene una relación con un cuarto personaje pero no sabe cómo dejarlo, “estás con él porque te gusta sentirte acompañada”, le dice Dylan. Y Luke, quien cree estar siempre a punto de encontrar la indicada, termina enamorándose de la que menos imaginó, que dejó pasar y que, sin vuelta atrás, ya no está.
La serie presenta “lo obvio” desde el primer capítulo y creemos que todo va a terminar así de claro pero la obviedad da un giro inesperado a mitad de temporada y se resuelve. A partir de ahí se transforma en otra cuestión que queda inconclusa, principalmente porque está anunciada una segunda temporada y después porque las circunstancias son imposibles que se resuelvan como uno espera. La escena final cambia de clima al menos cuatro veces en dos minutos: de la esperada prueba de amor a la nada, de la inesperada y ajena confesión de amor a la bronca, al enojo, a la duda, a la aparente alegría; al amor expuesto así, de repente y sin encajar.
Lovesick se plantea en clave de comedia pero, como todo lo que tiene que ver con el amor, se convierte también en tragedia. Porque sí, porque el amor a veces enferma y trae miseria ¿Y qué hacer con eso? Nada. “Aceptás la miseria y seguís adelante”, dice Enrique Medina en Las Tumbas. Y hay que darle la razón.