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Por Luciano Toledo
La nariz es muy grande, pensaba mientras miraba el busto a Gardel, sentado en el único banco de la plazoleta que lleva su nombre en el barrio de Barranco, cuando apareció frente a mí un payaso. Un payaso viejo. Descolorido y triste.
Barranco es un barrio que saca chapa con su historia y vigencia cultural. El último rincón de la bohemia. José María Eguren y Chabuca Granda vagaron esas calles coloridas. Por donde años después, yo caminé esquivando dealers y seguridad privada, farolitos y vendedores de emolientes, jubilados y bazuqueros, estudiantes, músicos y muchos, muchos policías. Fue una aldea de pescadores de la cual sólo quedó el recuerdo. Los dueños del reloj nocturno coparon las calles con boliches y bisnes de cocaína a la vista ciega de cámaras, que mandan a reprimir hasta a las hormigas. De cultural le quedó muy poco, algunos hippies rezagados y sólo un bar, perdido entre el neón y el reggaetón.
Opaco, sucio, tímido entre el griterío sobrevive El Keko. Donde se emborracha el artesano con el metalero y baila el oficinista con la nena punk. Se habla del Ñol Solano y de Schopenhauer, de De Niro y de las minas de Berlusconi. “Esto no es un bar, es un barco – dijo Marco, el dueño, una madrugada– y los que pasan por aquí son verdaderos piratas”. Es que el Keko era el refugio en una ciudad gigante. Y estaba justo frente a la biblioteca, otro refugio. Un edificio restaurado donde funcionaba la estación de tren. Pintado al día en amarillo y blanco, impoluto y elegante. Tan elegante que me prohibieron la entrada. Había que pagar 5 soles. Como siempre: pagar para leer.
–Lima es gris –me dijo la señora que vendía arroz con leche, mientras detrás suyo a pocos metros un pibe escrachaba “PROGRESO” sobre un retrato de Alan García, en una pared que había soportado invasiones y saqueos.
–¿Son muy nacionalistas los peruanos? –le pregunté a la doña, y me acomodé en la butaca plástica.
–¿Por las banderitas lo dice? Estamos en fechas de celebración, además hemos salido terceros en la Copa América, que no es poco.
Detrás de ella un milico subía al pibe a un patrullero.
-¿Y qué hace solo en esta ciudad, no tiene miedo? –preguntó interesándose en mí, después de unos minutos de silencio y observación.
–Viviría en esta ciudad, y en este barrio –dije.
–¿Y su madre?
–Mi madre no creo que quiera vivir acá.
–¿Pero dejaría a su madre para vivir aquí? Usté está loco, pe.
Me quedé en silencio. Revolvía el arroz con leche para mezclarlo con la mazamorra e imaginaba a mi vieja en mi casa. En la cocina escuchando Chayanne, cocinando y pensando en mí. Me imaginaba al pibe en una celda cagándose de frío, por eructar verdades con el aliento de un aerosol. A Silvio Rodríguez en el escenario del KeKo y a Barranco medio siglo atrás. Me dio el vuelto y me fui. Caminé largo rato por la avenida costera mirando el montón de agua escondido tras la niebla y volví a subir hacia el barrio. Un poco agitado me senté en la plazoleta Carlos Gardel a tomar aire y esperar que caiga el sol para arrancar hacia el bar. Esperaba y pensaba. Pensaba pero no dejaba de inquietarme la nariz exageradamente grande del busto de Gardel, que hacía que poco se pareciese al viejo, al joven Zorzal. En ese video estaba cuando apareció frente a mi un payaso. Un payaso viejo. Descolorido y triste:
–¿Cómo va hermanito? –dijo extendiendo la mano envuelta en un guante de retazos deshilachados.
Levanté las cejas, le apreté la mano.
–No se asuste, soy un payaso. El Payaso Yerbaluisa. Los he observado que andan en la calle trabajando. Yo también, ahorita estoy haciéndole en los colectivos sobre todo. Porque está difícil, ya no sale nada, muy poco. No es lo que era. Al menos para mí. ¿Puedo tomar asiento?
Yerbaluisa comenzó a hablar haciendo catarsis sin gestos de clown. Le quitó el maquillaje a la realidad, y confesó sus miserias:
–Yo fui un payaso muy rico, pero sufrí muchas tragedias, pe. Hace treinta años tuve la oportunidad de viajar a México y Estados Unidos, con un circo brillante, éramos cincuenta artistas en escena. Nos llevaron a un hotel de esos lujosos en Las Vegas. Yo por vez primera estaba en un hotel, no conocía nada, ¿tú te das cuenta? Y cuando entramos a la habitación, yo dormía con uno de los trapecistas que era mi pata, de chibolito ya, y tampoco nunca había salido. Y qué, pe, sobre la cama había toallas con dulces, botellas de refresco… Y dije ¡qué atención!, nos dejaron dulces y todo. Y cada noche en que volvíamos juntaban los residuos y había más dulces, nunca parábamos de comer. Pero el día de paga, el contratista, a mí y a mi compañero nos dio solamente 300 dólares a cada uno, por habernos descontado lo que habíamos comido. ¡Y yo que iba a saber, si nunca había estado en un hotel!
Solo llegué a largar una onomatopeya, un ruido como ¡pa! o ¡no!, que siguió hablando:
–Yo tenía un número. Mi número. El que me había hecho famoso y por el cual me contrataban de todos lados. De equilibrio en escalera. Solo dos personas. Yo y mi hermana. Pero cómo te he dicho, me persiguen las tragedias, pe… El número consistía en que mantenía a mi hermana sobre mis hombros y subía y bajaba por una escalera abierta en forma de pirámide. Era cuestión de equilibrio. Pero cuando hicimos el número en Chile por el año 92 me patiné y mi hermana se desnucó. Falleció. Desde entonces estoy en la calle, hoy he hecho unos 50 carros para juntar 100 soles. Cada tanto hago algún cumpleañito o bautizo. Pero poco sale, pe. ¿Ustedes le hacen a los carros? ¿Les anda?
Yo lo escuché atentamente, y asentí compadeciendo con la cabeza los gestos a todas sus palabras. Pero por momentos miraba la nariz de Gardel que no dejaba de perturbarme. No pude contestar que siguió diciendo:
–Yo soy de Surco, me crié aquí en Barranco pero hace años vivo allí. Y en toda la zona ya nada es lo que era. Si traigo veinte globos un domingo a la plaza, vuelvo con quince ¿Me habré quedado en el tiempo? ¿Usted que dice?
Yerbaluisa era un payaso devaluado, que el sistema se había encargado de quitarse de encima con la tecnología y el progreso. El tiempo y los fracasos le habían apedreado la vida de pies a cabeza. Y en los ojos se evidenciaba esa miseria acumulada. Y en sus ropas se veía reflejado el abandono de semanas sin bañarse. No respondí, que arremetió:
–El barrio está de putas, pe. No se puede caminar por aquí de noche. Mucho polvo, mucha cocaína.
–¿Será por eso que Gardel tiene la nariz así, entonces? –Tiré para cortar la melancolía de un payaso derrotado, que rió mostrando una sonrisa amarilla e incompleta. Me puso una mano en el hombro y dijo:
–Yerbaluisa se marcha joven.
Nos dimos la mano en un fuerte apretón y se perdió entre las casas coloridas con su traje de bufón en resaca de carnaval, arrastrando los globos y las tragedias. No me había dejado responderle, pero tampoco hubiera podido decirle que en menos colectivos sacábamos más plata que él. Que nos iba bien en lo que hacíamos y que, por razones que la risa nunca entenderá, estaba condenado a seguir transitando la senda del perdedor como un payaso triste y solitario, en un mundo feliz y lleno de gente.
Etiquetas: ficción, Luciano Toledo, Perú