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Por Federico Capobianco
Marcos es cadete del lugar donde trabajo. Supongo que tendrá unos diez años más que yo. El empleo municipal no tiene escalas y uno puede quedarse en el mismo puesto toda la vida; está tranquilo así porque no le rompen mucho las pelotas, dice. No tiene escritorio y siempre va ocupando algunas de las computadoras vacías mientras espera algún trabajo y como la oficina donde estamos es improvisada, siempre hay un hueco libre. De ahí que hayamos empezado a compartir un rato por mañana charlando de fútbol, pero de fútbol enserio: de la fecha jugada el fin de semana no podemos hablar porque no tengo nada para decirle, hace meses que no miro un partido de Boca y que dejé de ser socio o sea que, cansado de pasar dos horas de cada domingo aburriéndome como un perro, ya no queda nada sentimental que me lleve a alentar al equipo. A veces, algún comentario me obliga a mirar un resumen para entenderlo; de todas formas, en el saludo de cada lunes mi pregunta es la misma: ¿cómo salieron?
Marcos es director técnico de las inferiores de Alsina. Yo ni cerca, tuve un pasado nefasto como central de las inferiores de Cerámica que terminaron llevándome al básquet; después, de grande, un torneo comercial me dio revancha como delantero y me hizo sentir que el tema fútbol estaba saldado. Desde esa pequeña base deportiva es que charlo con él: de tácticas, de cómo se paran los pibes de Alsina, de cómo deberían entrenar y un largo etcéteras que queda ahí, o quedó, hasta esa mañana.
“Necesito a alguien que me dé una mano con los pibes, los partidos son por la mañana, ¿podés?” Depende la hora. “Al mediodía estás libre”. Bueno, contame. Acepté la invitación porque me entusiasmaba la idea de ver un partido desde adentro. “Arranca a las diez y media pero los pibes están citados una hora antes”. ¿Dónde juegan? “En la cancha auxiliar de Independiente”. La otra punta de la ciudad, pensé, pero bueno, la idea seguía entusiasmando.
El sábado amaneció tormentoso. Yo: roto, la noche anterior había cenado con amigos y tendría que haberme ido antes. Quise quedarme durmiendo pero no había excusa. Llegué veinte minutos antes y a unas cuadras empezó a lloviznar. No conocía a nadie de las personas que estaban adentro y no suelo ser muy desvergonzado, por eso, aunque no había reparo cerca, decidí quedarme afuera esperando. Nueve y media, puntual, llegó Marcos; entramos, él saludó al cuerpo técnico rival y nos quedamos en la puerta del vestuario esperando que lleguen los pibes. En esos quince minutos me explicó el panorama: “espero que podamos completar; pasa que jugadores de sexta no hay, son sólo dos, entonces completamos con los de séptima y como está el día capaz alguno no viene”. ¿Los de séptima juegan dos partidos seguidos entonces? “No, las inferiores se dividen cada quince días y juegan un fin de semana cada uno, de todas formas apenas completo. ¿Ves esos chicos? -me dijo señalándome a un grupo de cinco jugadores que charlaban a unos metros con el entrenador rival-, esos chicos eran de Alsina, todos formados por mí pero este año se vinieron acá”. ¿Así no más se vienen? “Sí, no le podés prohibir que se vengan y los pibes saben que acá pueden llegar a tener otras posibilidades.”
Los clubes de Chivilcoy son fácilmente identificables: hay tres con bastante plata –Colón, Gimnasia e Independiente- y el resto se las arregla como puede. Dos de los clubes con plata invierten mucho en la formación de inferiores; Independiente, en cambio, invierte en crear las condiciones para absorber a los mejores jugadores de los equipos que no pueden brindarle mucha proyección. El mapa demográfico de inferiores es aún más identificable: si mezclaríamos a los dos equipos que se enfrentaban ese sábado, cualquiera que conozca aunque sea por arriba la realidad de los clubes los dividiría sin problemas juzgando por la primera imagen. Los pibes que darían error en el ejercicio son aquellos que uno ubicaría en Alsina pero que juegan en Independiente.
Llegó la hora de entrar al vestuario, no solo completábamos –si ya estoy adentro ya formo parte- sino que contábamos con tres suplentes. Me dediqué a distribuir la indumentaria a medida que Marcos me los nombraba para ir ubicándolos; se cambiaron, hubo charla técnica y salimos para la cancha. Había dejado de lloviznar pero el frío era punzante, esa sensación me hizo recordar que estaba roto y que prefería estar durmiendo. Las condiciones del día eran tales que el resto de la fecha estaba suspendida pero como los chicos ya estaban cambiados, ese partido se jugaba. Hubo entrada en calor breve y arrancó. Mis sospechas se concretaron, desde adentro de la cancha a la misma altura del campo de juego no se ve un carajo, mientras Marcos daba indicaciones yo intentaba vislumbrar alguna mínima jugada en ese embrollo de jugadores rojos y naranjas que corrían tras una pelota que todavía no podía encontrar. Además, como era mi primera experiencia quería ver todo: miraba el banco contrario, a nuestros suplentes, los jueces de línea, a Marcos, al árbitro, al cielo negro y los relámpagos que se veían venir de una forma que preocupaba; la cabeza me seguía doliendo y empecé a pensar que estaba muy lejos de casa si la tormenta llegaba antes.
El partido se desarrolló cómo se esperaba: había una diferencia notable entre ambos equipos. “¿Ves los cuatro que están en el banco de ellos? Bueno, tres de esos entrenan con las categorías mayores y el flaquito de rulitos entrena en San Lorenzo de Almagro. Están jugando con suplentes, hay que resistir lo más que se pueda”. En una parte de la charla técnica, Marcos les había pedido que no se preocupen si las cosas salían mal, que era obvio que ellos tenían otra formación y otras posibilidades, pero “ustedes tienen algo que ellos no, ustedes tienen huevos, estos pibes no saben lo que es romperse el culo para poder ir a entrenar, ninguno de ellos sabe lo que es laburar; la realidad de ustedes es más complicada, así que salgan a jugar a la pelota que ustedes saben cómo hacerlo”. Mientras mirábamos el partido le pedí más información. “El ocho, por ejemplo, va a la escuela a la mañana, trabaja a la tarde y a la noche viene a entrenar. El seis ya ni va a la escuela, trabaja solamente”. ¿A alguno le falta olla? “A varios”.
Uno de los motivos que me dio Marcos cuando me invitó fue que todo lo tranquilo que era en el trabajo no lo era en la cancha y que necesitaba alguien que sí lo sea para que le haga la segunda. En ese momento me reí pero antes de que termine el primer tiempo y vayamos uno a cero abajo con todo el rival en nuestro campo y sin poder pasar la mitad de la cancha desde hacía diez minutos, lo vi correr de acá para allá, gritar, prenderse un cigarro, sentarse e insultar intentando que nadie lo escuche. Yo seguía sentado en el banco sin poder ubicarme, me estaba sintiendo cada vez peor y el frío me estaba llegando a los huesos; cada tanto me paraba, caminaba un ratito y me acercaba a la línea de cal. Era lo mismo.
En el entretiempo hubo cambios y las cosas empezaron distintas: a los cinco minutos uno de los recién ingresados hizo un buen corte en diagonal para que el compañero le dé un pase en profundidad y la pelota termine dentro del arco. Uno a uno y entusiasmo en los pibes. El banco rival lo advirtió y metió a los titulares adentro: Independiente volvió a ponerse en ventaja. A mitad del complemento Marcos creyó que era mi momento de dar indicaciones pero yo no pensaba más que en la tormenta que ya estaba arriba de nosotros y en cancelar el trabajo de la tarde para poder dormir la siesta. Le dije que no conocía a los chicos, que no podía estar dando indicaciones por el número de camiseta. Lo entendió. El partido continuó con Alsina resistiendo y no sé si fue casualidad o causalidad pero el pitazo final llegó con la lluvia y todos nos fuimos al trote para el vestuario. Ordené la indumentaria y me despedí.
Al sábado siguiente no pude asistir; el lunes me enteré que la séptima había ganado cinco a cero: “la séptima juega mejor”. Volví para el partido de sexta: “jugamos contra el último, no tienen ningún punto, tenemos más chances nosotros”. Fui en condiciones óptimas y el día acompañaba, volví a repartir la ropa y Marcos me pidió que los haga entrar en calor; no era momento de andar dudando así que repasé en mi cabeza todos los deportes que hice en mi vida: los pibes terminaron calentando como boxeadores, lo importante era que no entren fríos a jugar. Cuando les pedí que estiren se sentaron y boludearon más de lo que estiraron, no tenía la suficiente confianza para exigirles, los dejé hacer. La charla técnica funcionó como una premonición: “Huracán va último, no tiene ningún punto. Táctica casi que no tienen, se paran todos atrás y tiran pelotazos para que el nueve corra, así que presten atención y no se olviden de las marcas. Falta que le demos de comer a los últimos”. Dicho y hecho, el partido fue de Alsina todo el tiempo, el dos nuestro, libero, estaba parado en el punto central, el resto de los defensores casi aburridos, el cinco hacía lo que quería: se la pasaba al enganche que gambeteaba a dos y abría para el siete que desbordaba, se acercaba al área y lo dejaba al nueve mano a mano. Así diez veces, pero nada, el nueve tuvo el peor partido de su vida. El nerviosismo empezaba a complicar a los jugadores y la pelota ya ni llegaba el enganche. Un pase mal hecho, pelotazo de salida de Huracán, defensores despistados, el nueve contrario corre solo, el arquero también despistado, y un gol flotado que me contuve de aplaudir. En el entretiempo me animé a dar mi primera indicación pero en privado, me acerqué al siete y le dije que deje de insistir con los pases adentro, que en tres desbordes seguidos había quedado con espacios, que le pegue sin miedo. Me dijo que sí pero el segundo tiempo no le dio chanche. Sin prestar atención a las indicaciones del técnico, el equipo se acomodó distinto: el nueve, ya completamente frustrado, salía hacia las bandas para buscar más la pelota y empezar a recuperar la confianza pero ninguno se la pasaba; el siete, entonces, al encontrarse en cada jugada con el nueve molestándolo se metió adentro y no la tocó más. El tiempo restante se desarrolló así: todo Huracán cerrado atrás y con la única chance de que quien la agarre le pegue al arco de lejos; de las pocas que pasaban hacia el arco ninguna iba cerca. Como agregado, el enganche pegó un grito luego de una jugada que no vimos y cayó al piso, Marcos me pidió que vaya, oficié como aguatero, médico y camillero. Le hice señas a Marcos de que no iba más, me gritó que tenía que entrar sí o sí, que no había suplentes. Le pregunté si se la bancaba, me dijo que sí, le congelé el tobillo con Algispray, lo ayudé a cambiarse, le dije que se quede adentro del área, le hice señas al árbitro y entró. Apenas pudo moverse, las noticias posteriores informaron esguince. El partido terminó con la derrota y empecé a sentir que la mala suerte era mía.
Al próximo partido jugaba la séptima así que lo tomé como la vencida. El rival: nuevamente Independiente. El encuentro era una idea y vuelta feroz y Alsina se puso en ventaja. Lo grité: ya les tenía simpatía a esos chicos. Antes del primer tiempo, por el mismo dinamismo del partido, llegó el empate. Era de esperarse, estaba para cualquiera. Pero no fue para nosotros: de un córner llegó la ventaja para Independiente que fue como un mazazo. Los defensores dejaron de abrir la pelota, el cinco solo no podía, los volantes se esfumaron, el enganche se desconectó de los delanteros y éstos apenas la tocaban. El gol fue un mazazo para mí también: soy amigo de la derrota, crecí jugando en equipos poco exitosos por lo que aprendí a perder sin problemas pero la situación era un retorno a lo que no quería volver; además, de los últimos cuatro partidos Alsina solo había ganado cuando yo no había ido y esa idea me estaba matando. Cuando salía de la cancha, sin ánimos de volver, escuché al ayudante de campo de Independiente decirle al padre de uno de los jugadores de Alsina que lleve a su hijo a jugar con ellos porque lo querían como refuerzo y que allá le podía ir mejor. La escena anuló mi sensación anterior. No se puede dejar que el sistema haga lo que quiera en cualquier hueco de la humanidad.
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