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23-11-2016 Notas

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Por Luciano Sáliche

Avalar la violencia no es ejercerla pero, necesariamente, esa pasividad –o mejor: ese acompañamiento con los ojos vendados– implica una aseveración. En un contexto de exacerbación –¿qué otra categoría le cabría a esta última y novedosa cara que tomó internet con las redes sociales?– parece lógico que los ánimos se caldeen y emerja una situación de euforia ascendente, sobre todo en esferas de efervescencia como la que vive y vivió Victoria Vannucci. A Victoria Vannucci se la podría definir como una milf que no tiene ningún pudor en empoderarse con el dinero de su esposo millonario para hacer de eso algo neurótico, pero sería mejor empezar diciendo que su tour por los paneles del escándalo ya no es el de antes porque, como se sabe, su vida cambió. Ya no es la mediática que, cuando se casó con un futbolista, mostraba a cámara el anillo para enrostrárselo a la ex de su nuevo esposo ni la Electro Star que hacía playback a cambio de un prestigio alicaído.

Victoria Vannucci mutó hacia eso que todas las mujeres que supieron rascar la olla del machismo televisivo hoy anhelan: es millonaria, viaja por el mundo y ostenta su nueva clase social. No es tan trash como Wanda Nara pero tampoco es tan cool como Evangelina Anderson, sin embargo su manera de narrarse a sí misma encierra cierto agrado. Se casó con Matías Garfunkel y el resto de la historia es conocida: realizó producciones fotográficas con pretensiones artísticas (ya no para lucirse en el fondo de pantalla de un soltero onanista) y lanzó su emprendimiento de lencería erótica en la concheta Avenida Alvear. Cada tanto su marido sube fotos de ella en tetas con frases autosuperación. Exótico, algo oscuro, pero siempre efectivo.

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Avalar la violencia, de eso se trata. Días atrás Victoria Vannucci estuvo nuevamente en un móvil de Intrusos pero esta vez sin escote, intentando quitarle todo el manto sexualizante a su imagen, para hablar de algo más profundo, la violencia, la violencia en internet. Si esta cotidianeidad en la que nos vemos inmersos donde uno se conecta a internet no sólo con la frecuencia con la que va al supermercado, también desde adentro del supermercado mismo, entonces hay que decir que esa línea que separaba lo real y lo virtual es difusa y, de momentos, imperceptible. ¿Somos alguien fuera de la red pero dentro somos otro? Slavoj Zizek decía que la cuestión de las máscaras es dialéctica porque quizás esa imagen que mostramos en las redes sociales y que tiene una actitud diferente, a veces contradictoria, a la de nuestra vida «desconectada» es en realidad nuestra verdadera identidad. Las máscaras como una potencialidad develada.

«Estoy iniciando un juicio contra todas las redes sociales, contra Twitter, Instagram –dijo Victoria Vannucci de frente a la cámara– porque incitaron a toda la violencia. Y el objetivo de las redes no es ese, permitir que te insulten, sino estar informado al instante. No voy a ir contra cada individuo, sino contra las empresas». Los dichos aparecen en un programa de televisión de la tarde, con todo el juego espectacularizante que amerita el contexto pero, además, tiene un condimento especial: la victimización de una mujer que no duda en hablar de violencia de género y de bullying poniéndose en el centro de la escena. ¿Denunciar a las redes sociales? Pero, ¿por qué? ¿Por no ponerle vallas de seguridad a su status social como sí sucede fuera de ellas?

Victoria Vannucci ostentó y ostentó su nueva clase. Pero lo hizo de la forma en que lo hacen los creen en la utopía capitalista, esa que sueña en que, pese a las diferencias de clase, el mundo puede ser un lugar lleno de paz. ¿Puede serlo? León Trotsky afirmaba lo contrario, que «exponer a los oprimidos la verdad sobre la situación es abrirles el camino de la revolución». Claro que no existían las redes sociales en la Rusia del 17, pero sí un hartazgo a las formas aristocráticas, una suerte de contexto opresivo que permitió el rebalse social. ¿Qué harían los zares de haber tenido una cuenta de Twitter? Seguramente ostentar su poder, su fortuna. ¿Qué harían los campesinos del Imperio Ruso de haber tenido Twitter? Seguramente insultarlos. ¿Qué espera acaso una celebrity cuando expone de forma apresurada toda su clase dominante en las redes sociales? Desde luego, likes, shares, corazones, cariño, admiración. Un sueño húmedo, de película, fantasioso. Pero no siempre las cosas suceden cómo uno las desea. Por suerte.

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El mundo ya no es lo que era. Hace 75 años, Mijail Bajtin hablaba de un carnaval extinto que se realizaba en la Edad Media y que se presentaba como el espejo negro –metáfora gastada pero eficiente– de nuestros días, del siglo XX pero aún más del XXI. Pensaba en las personas que asistían con máscaras al carnaval para burlarse de las autoridades, del clero, de los señores feudales, de los reyes, de la aristocracia, para reírse de la opresión del mundo pero como mecanismo de resistencia. Siguiendo los textos satíricos del siglo XVI que dejó François Rabelais sobre las fiestas populares, Bajtín intenta pensar la burla al poder y el estatuto del humor. «La risa popular ambivalente expresa una opinión sobre un mundo en plena evolución en el que están incluidos los que ríen», decía en La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento: el contexto de François Rabelais, su libro editado en la Unión Soviética en 1941. Decía risa ambivalente, algo que presenta una doble connotación y, por ende, no es cerrado. Burlarse del otro como negatividad debe implicar, también, la positividad de la existencia de uno, es decir, debe  entender que ambos forman parte de la realidad. Esa ambivalencia primaba en aquellos carnavales. «El autor satírico que sólo emplea el humor negativo, se coloca fuera del objeto aludido y se le opone, lo cual destruye la integridad del aspecto cómico del mundo». Esa negatividad cerrada, en palabras de Bajtin, no hace más que anularle el yo a la crítica.

Así es como aparece Victoria Vannucci cuando odia a sus haters, sin un yo inclusivo, sin ambivalencia. Denuncia a las redes sociales desde un lugar purista, lo que se anula es una parte fundamental del mundo: el yo. ¿Pero qué sucede con aquel torrente de negatividad que azota el lomo de Victoria Vannucci como un látigo de esos que vende en su local de lencería erótica? ¿Es lisa y llana envidia, como asegura ella, o forma parte del juego que proponen las redes, a las cuales ella denuncia? Podría explicarse, también, desde la exacerbación de las formas que permite esta suerte de democratización, la posibilidad de que todos podemos crearnos una cuenta para ingresar al ring virtual y golpear maniquíes. Nadie imaginó que las redes sociales terminarían en esto, ni siquiera Andrew Weinreich cuando creó la primera, SixDegrees.com, en 1997. Nadie imaginó este escenario carnaveslco de odio y amor acentuado en formas iguales: quienes odian, odian con fuerza (Kretina y Mugricio son dos palabras recurrentes que no suelen tener un carácter cómico) y los que aman, aman sin límites (no es casualidad que el fav de Twitter, que antes era una estrella, haya mutado a un «me gusta» con un corazón). Negatividad desbocada o positividad celebratoria, no son fáciles de detectar las enormes zonas grises de las que hablaba Tzvetan Todorov.

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Mientras cientos de trabajadores del Grupo 23 –ese conglomerado de medios que comandaron a dúo Matías Garfunkel y Sergio Spolzki  y que se vino a pique cuando le redujeron la exponencial pauta publicitaria recibida por el gobierno kirchnerista– no cobraban sus sueldos, Victoria Vannucci no dudó en mostrar en las redes sociales los exóticos sitios que visitaba y las costosos adquisiciones que poseía. En internet se pudo ver con claridad esa tensión entre la celebrity y sus fans: ya no era cool, ni graciosa, ni divertida la ostentación abrupta y apolítica porque, precisamente, el contexto era político. Ya no cabía la posibilidad del consumo irónico, ni de la sátira, ni de la risa ambivalente. Como una persiana que baja de golpe, la seriedad tapó definitivamente la vidriera de la gracia. Todo se volvió hiperrealista cuando aparecieron las fotos en que Garfunkel y Vannucci posan sonrientes con gigantescas fieras cazadas –leones, rinocerontes, tigres, cocodrilos, etc.– en África. Un hacker anónimo, una cuenta de Twitter que publica las imágenes, una turba iracunda odiando con buenos motivos.

«Contra las redes sociales voy a fondo, y lo voy a ganar», siguió en la tele de la tarde y agregó que las empresas denunciadas «están dispuestas a tener una mediación, porque saben que incumplieron el contrato. ¿Qué tengo que hacer? ¡¿Tengo que estar bloqueando a todo el mundo?!» Si algo le debemos a internet es este sinceramiento forzado, estas máscaras de la potencialidad develada, esta exacerbación eufórica y ascendente, este fin de las ironías una vez caída la persiana de la seriedad. Sin internet, Victoria Vannucci seguiría siendo Victoria Vannucci, Matías Garfunkel seguiría siendo Matías Garfunkel y su ostentación, narrada desde la unilateralidad de la televisión, no guardaría posibilidad de respuesta.

 

 

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