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12-12-2016 Notas

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Por Federico Capobianco

“La verdadera historia está en la literatura.”
Osvaldo Bayer

 

En 1916 la Primera Guerra Mundial estaba en pleno desarrollo. Faltaba poco más de un año para el ingreso de los Estados Unidos y la retirada del Imperio ruso por el estallido interno de la Revolución Bolchevique, por lo que el enfrentamiento bélico era, país más país menos, entre el Imperio alemán y el Impero austrohúngaro por un lado, y Francia, Reino Unido y los rusos por el otro. Se sabe que algunas de las causas que se venían arrastrando desde hace años y ponían a Europa en situación de constante tensión eran las políticas imperialistas y el nacionalismo. Y se resaltan porque la relación entre ambas generaba el efecto contrario. Es decir: mientras que las potencias imperiales europeas se disputaban los pedazos subdesarrollados del mundo y su población –ayudada por la propaganda- estaba más que orgullosa de las políticas exteriores de su país, del otro lado, el sentimiento nacionalista tomaba formas libertarias frente a la opresión. El caso más importante, causa inmediata de la guerra –y que ejemplifica la idea- fue el atentado de Sarajevo, donde miembros del grupo separatista “Joven Bosnia”, subordinados a los nacionalistas serbios de Mano negra, liquidaron al archiduque y heredero de la corona austrohúngara Francisco Fernando.

Así fue que en pleno contexto de guerra, en una Irlanda todavía subordinada al gobierno británico, el lunes 24 de abril de 1916, en plena celebración de Pascua, los grupos paramilitares nacionalistas de la Hermandad republicana irlandesa y los Voluntarios irlandeses se levantaban en armas frente al gobierno imperial británico iniciando el Levantamiento de Pascua que, durante casi dos semanas, tuvo a Dublín sitiada hasta que el ejército inglés logró controlar la insurrección y fusilar a sus responsables. Aún con el resultado negativo, el levantamiento fue el punto de quiebre que apuró la independencia de Irlanda en 1922.

Las autoridades del momento atribuyeron el alzamiento al partido de izquierda Sinn Féin. La confusión se debió a que dicho partido era la cara pública del nacionalismo irlandés y porque varios de los Voluntarios estaban afiliados a él. Pero el Sinn Féin nunca estuvo enterado, como tampoco el resto del pueblo irlandés. Y así lo cuenta James Stephens en su libro La insurrección en Dublín que, en el año que se cumple el centenario del levantamiento, Ediciones Godot trae al país.

James Stephens quizás sea más conocido por ser el amigo de James Joyce, con quien coincide en varios puntos. No solo en la nacionalidad y el nombre, sino también en los inicios literarios y en un falso día de nacimiento. Falso porque Stephens siempre afirmó haber nacido el mismo día que el creador del Ulises –el 2 de febrero de 1882- pero en realidad lo hizo pocos menos que dos años antes –el 9 de febrero de 1880.

A los 27 años, Stephens se afilió al Sinn Féin y su desconocimiento al momento del levantamiento no solo demuestra que el partido no fue el responsable, sino también la situación general de toda una ciudad. La insurrección de Dublín es, a simple vista, una crónica diaria de aquel momento donde todos los dublineses se encontraron una mañana y sin esperarlo -“esto nos ha tomado a todos por sorpresa”- con las calles repletas de barricadas y un sonido ambiental de balacera: “Hoy, nuestra apacible ciudad ya no conoce la paz”. Pero la narración de Stephens es más que eso, es una magnífica representación microhistórica, lo que siempre le falta a la historia oficial.

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James Stephens

El historiador brasileño Décio Freitas reconstruyó el levantamiento de los cabanos de la ciudad de Belén contra el gobierno imperial portugués, durante la independencia de Brasil en las primeras décadas del siglo XIX, a través del intercambio epistolar que Jean Jacques Berthier, un anarquista francés exiliado por Napoléon, mantuvo con su hermano durante todo el conflicto. Detallista narrador, cuenta que un día, en el momento más violento y desorganizado de la lucha, después de presenciar el enfrentamiento en la casa de gobierno, volvía a su casa a caballo a través de una ciudad sumida en el caos, viendo, por ejemplo, como al costado del camino cuatro indígenas se alimentaban del cadáver de otro porque al cadáver de una negrita, de más o menos diez años, que parece mirarlo, llegaron primero las ratas. Berthier reflexiona, como la náusea lo deja, que “un día los historiadores harán falsos relatos, pero ni ellos, ni nadie, podrá dar voz a los que como ella sufrieron y ya no pueden hablar”.

Es acá donde toma importancia el libro de Stephens. Un conflicto armado, sea del tipo que sea, siempre genera una narrativa de desgracias. Pero esa narrativa, en su mayoría construida por estudiosos que no estuvieron ahí, suele estar centrada en documentos oficiales. La insurrección de Dublín  cuenta, en cambio, cómo fueron afectados y cómo lo vivieron aquellos que “la sufrieron y ya no pueden hablar”; aquel sujeto histórico varias veces ninguneado: el pueblo.

Pero Stephens no sube tanto la vara. Lo que escribió, dice, son “impresiones apresuradas de un momento muy particular”. ¿Podrían no haber sido apresuradas cuando una ciudad se encuentra, sin saberlo y amaneciendo como cualquier otro día, siendo testigo, también sin saberlo, de un quiebre en su historia nacional -quizás el inicio de lo “nacional”? ¿Ese rol pasivo era el que debían tomar los habitantes de Dublín? Para el autor “no cabe duda que –los Voluntarios- esperaban que el país se alzara con ellos”, pero ¿cómo esperar que un pueblo se alce en armas si no sabían por qué pelear? “Ninguna de estas personas estaba preparada para la Insurrección. El hecho se les había venido encima tan de repente que no podían decidir de qué lado estaban”. Además, el contexto internacional los predisponía: con una Inglaterra en pleno conflicto mundial “debe recordarse que un ejército entero de irlandeses, está luchando a favor de Inglaterra y no de Irlanda.”

Hay que hacer foco, sobre todas las cosas, en el detalle fundamental de que el pueblo no tenía idea qué sucedía. Stephens lo analiza en la introducción de libro, avocado ya a la reflexión y no al registro de los días, y lo explica con la contundencia que tiene hablar de cualquier lucha: el libro es “una recopilación de los rumores y tensiones que, durante casi dos semanas, los habitantes de Dublín debieron resignarse a consumir en lugar de noticias. Muchos dublineses debieron resignarse a consumir eso en lugar de pan.”

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Stephens se concentra en narrar día por día lo que la ciudad va viviendo o creyendo vivir y como, por cada calle que camina, se van construyendo distintos rumores según lo que los ciudadanos creen que va sucediendo. Y que haya solo rumores como información puede parecer un rasgo propio del levantamiento pero no: el historiador Marc Bloch cuenta que “para que una observación equivocada se metamorfosee en falso rumor es necesario que el estado de sociedad favorezca esa difusión”. Y ese estado era tanto irlandés como de toda Europa. “El contexto de la Primera Guerra Mundial, esos cuatro años fueron fecundos en falsas noticias”, explica Bloch y cita a un amigo humorista: “prevalecía la opinión de que todo podía ser verdad menos lo que se permitía imprimir”.

Durante su narración, Stephens cuenta que las pocas noticias oficiales que llegaban “informaban que la situación estaba bajo control y que el país estaba en paz”. Pero a esa paz se le contraponen varios días con disparos como música de fondo.

Uno de los historiadores más importantes del siglo XX, Fernand Braudel, escribió sobre la necesidad de buscar distintas claridades para aportar a los siempre oscuros hechos históricos. Dicho, por él, de otra manera: “No me interesa una historia, me interesan todas las historias”. Y la de Stephens es una de ellas. Un libro que aporta estas líneas no puede ser otra cosa que claridad: “Una consumación así tenía que santificarse con la sangre de hombres valientes, para que la imaginación del pueblo tomara conciencia de esa tarea espantosa que es organizar la libertad.”

 

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