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21-12-2016 Ficciones

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Por Matías Gustavo Pássaro

“…porque el hombre vive en el tiempo,
en la sucesión, y el mágico animal
en la actualidad, en la eternidad del instante.”
“El Sur”, Jorge Luis Borges. 

 

Hace 15 años tenía 15 años. La adolescencia llegaba con esa sensación de inmortalidad del tiempo y los arquetipos básicos: un cuerpo que restaba seguridad ante las mujeres, la necesidad de símbolos musicales para identificarse, la búsqueda de una personalidad que terminaría siendo la suma de infinitas personalidades, el tabaco como descubrimiento prohibido, y la necesidad de juntarse entre muchos para existir. Sincretismos entre “nü metal” de MTV y cumbia villera de la radio, algunos padres perdiendo el trabajo y poniéndose un remis, y tan sólo el miedo a los talibanes, que según nos contaban, querían asesinarnos a todos por ser más o menos católicos. Los 56k de potencia de internet me conectaban al mundo, aunque sólo fuera para descargar un mp3 en 20 minutos. Un país medianamente tranquilo para una adolescencia de clase media.

Nada que sobresaliera, excepto las circunstancias que nos tocaron.

La directora se iba llorando del salón. A diferencia de hoy, nuestra primaria duraba 9 años y se llamaba EGB. Ella nos tuvo a cargo todo ese tiempo, y se quebró antes de decir las últimas palabras en el salón a días de terminar las clases. Decían que terminaba una etapa y empezaba otra. Sinceramente nunca entendí el motivo. Era lo mismo pero con otro nombre.

El día de la entrega de diplomas, 90 alumnos salimos juntos para celebrar lo que era el fin de 9no año y el inicio del polimodal. Recuerdo haber ido a una pizzería de mucho nombre pero escasa calidad, como tantas que abundan en La Plata. Había infiltrado por ahí una bebida de ron con cola ya extinta y algún atado de 10, como los excesos que decidimos permitirnos para un festejo. Pese a esa absurda rebeldía, la noche terminó a las 12, tal como limitaba el permiso de los padres. Entre 4 tomamos un taxi, y por esas rutinas que algunos tienen aprendidas, yo fui el último en bajar porque nadie tenía cambio. Pagaba una vez más.

“¿Qué hacían?” me preguntó el taxista, mirando que tenía un uniforme puesto a las 12 de la noche en pleno centro. “Terminamos 9no” le dije. “Está bien, hay que festejar… ya no queda mucho para festejar. En breve va a explotar todo”. Me cobró algo menos que 10 pesos. Me bajé y entré a mi casa. “Qué exagerado”, pensé. Empezaba diciembre.

Pasaba una franela por el living durante una mañana. Los primeros días de vacaciones cuando tus amigos rinden todo lo que se llevaron y vos no, suelen ser un poco solitarios. Limpiar la casa a los 15 años sólo podía ser una actividad que saliera de un contexto de aburrimiento feroz. La radio estaba puesta en mi minicomponente, que era la envidia de muchos, dado que tenía una bandeja para poner tres cds -la mayoría, copias de $5. Por ese año, Tinelli intentaba otra vez hacer lo que hacía con su programa, pero en radio. No le prestaba atención, hasta que dijeron que iban a ir directamente a un móvil de De La Rúa. Estaba en vivo. El tema era el inicio de la temporada de verano. Pero a mitad del discurso, se corta y empieza a hablar un imitador del presidente. Era claro: ya no importaba qué decía, al punto que un discurso se podía cortar para parodiarlo. Un detalle menor que me llamó la atención, pero no pasó de eso. Decidí limpiar mi bajo Prince, aquel que nunca toqué del todo bien, pero me sirvió para jugar a ser una estrella de covers de rock. La radio estaba pasando música.

Faltaba poco para Navidad. Leandro, mi mejor amigo, me pasó a buscar. El motivo de la salida era ir al Parque Saavedra a fumar a escondidas. Los cigarrillos eran Richmond. 20 por un peso, de papel marrón duro, con un sabor espantoso. No teníamos clase ni siquiera para hacer algo prohibido. Fuimos al límite entre el parque cerrado y abierto, sentados en el pasto, apoyados contra las rejas verdes eternas del parque. Un cigarrillo atrás de otro, una charla adolescente tras otra. El ambiente era extraño: poca gente, más apurada que de costumbre. El calor ya era insoportable, y decidimos volver.

En mi casa preparamos unos mates, pero el teléfono sonó. Era la madre de él. Nunca llamaba a mi casa, y eso fue raro. Colgó. La madre lo llamaba desesperada para que volviera, y no entendíamos porqué. Leandro se iba mientras a mi hermano del medio lo traía el padre de un amigo totalmente apurado. Algo habló con mi mamá en la puerta y salió disparado. Vivía a 3 cuadras, y no entendí por qué traerlo en auto. “Hay estado de sitio” dijo mi vieja. Era el 19 de diciembre.

Cavallo había renunciado a las 12 de la noche. Daniel Hadad, con el tacto que siempre lo caracterizó, leía mensajes en su programa nocturno de gente anunciando que estaban tirando abajo las puertas de las casas para entrar a saquear viviendas. Nunca supe si ese mensaje existió realmente. Pero estaba aterrorizado. Las órdenes de la casa eran claras: no se sale. Se iba a la estación de servicio, al kiosko y, con lo indispensable, nos quedábamos encerrados. Era un bunker del que nadie entraría o saldría y, si era preciso, mi abuela que vivía tan sólo a 50 metros, se quedaba a dormir con nosotros. Sonó el timbre: Leandro salió de la casa como si nada y vino a la mía, ante la mirada atónita de mi mamá.

Ya no era tarde de cigarrillos baratos en el parque. En su lugar, veíamos juntos imágenes que no podían ser ciertas. Policía reprimiendo, incluso a las Madres de Plaza de Mayo. Móviles de noticieros rotos. Moises Ikonikoff, ex diputado menemista devenido en deplorable humorista, bajando de una camioneta para hacerse el héroe, recibiendo cachetadas de todos lados. Luis Zamora, caminando entre todo eso, sin que le pase nada, porque de algún modo se había ganado el respeto. Telefé pasaba Los Simpsons. Mi mamá pidió por favor que dejáramos de verlo. Era ella quien, en realidad, ya no quería ver las noticias.

Salimos al patio, solo para jugar con una pelota desinflada. Con tanta mala suerte que fue al techo del galpón. Subí con una escalera improvisada, pedazo de un tobogán que había conocido tiempos mejores. Leandro sostenía para que no se cayera. Salió mi viejo y gritó lo que se esperaba que se dijera: “¡Renunció De La Rúa!”. Leandro entró corriendo y la escalera cayó dejándome en el techo. Me senté en el borde para esperar. Mientras el sol se empezaba a ir de a poco, la angustia me invadió. Tenía 15 años y en dos días había visto más cosas de lo que podía entender.

Las piernas me colgaban, apretaba la pelota desinflada entre las manos, la chapa del techo estaba tibia. Miraba el piso hasta que escuché un ruido familiar. La calle estaba en silencio, pero desde los galpones de en frente de mi casa, cantaban un grupo de teros. De chico tuve varios, los cuales siempre se escapaban. La solución no era cortarle las plumas, sino romperles las alas, algo a lo que siempre nos negamos. No los íbamos a lastimar para que no volaran, aunque eso me costara quedarme mirando la medianera, esperando su vuelta. Mi mamá me decía de chico que ellos venían a visitarme, parados en ese galpón, cada uno de los que se habían ido, porque me extrañaban. No era así, me mentía, pero su mentira me hacía sentir feliz. Tenía 15, y sabía que un ave no iba a venir cada tanto a visitarme. No eran mis teros. Pero deseaba ser chico otra vez para creer que ellos volvían. Quería creer una mentira. La realidad dolía.

Bajé la escalera cuando Leandro volvió. Se había terminado el tiempo de festejos, como dijo el taxista. Aunque en 4 días fuera navidad. Para algunos, ese fue el fin de una historia, de una etapa del país. Para mí, era el inicio de algo nuevo, inseparable de la vida de mi generación.

Empezamos a crecer en un mundo hostil, que ya no nos ofrecía nada más que desesperanzas. Comenzábamos el Polimodal, la continuidad aberrante de la EGB. Los padres de algunos amigos ya no tenían trabajo. La escuela organizaba feria de libros usados por primera vez en su historia. Algún que otro profesor, en medio de discursos verborrágicos, pedía redistribución de la riqueza, poniendo la piedra fundamental en mi marxismo adolescente, que tardaría un tiempo en crecer ya que el miedo, y sobre todo de chico, te hace de derecha.

Entre algunas cervezas compradas en la ilegalidad, debatíamos los destinos de un país que jamás sabríamos conducir, pero que así lo creíamos sentados en la vereda de una esquina con un eterno cartel de “Se alquila”. Sólo podíamos repetir que “eran todos corruptos” y había que empezar de nuevo. ¿Empezar qué? No importaba, siempre y cuando nos pusiéramos del lado de ese diputado que pagaba el boleto de colectivo para ir al Congreso, o de aquella Rosa Luxemburgo católica, que arengaba con banderas de izquierda un cambio urgente, para luego devenir en denunciadora serial. Repetíamos “que se vayan todos”, sin saber quiénes eran todos, ni quienes vendrían detrás. Todavía teníamos la creencia que un país se podía sacar adelante con el eslogan “todos tirando para el mismo lado”. Por suerte crecí y dejé de decirlo, aunque algunos que me doblan en edad todavía lo repiten.

Bandas under, violencia en cada salida nocturna, vestirse con camisetas de fútbol extravagantes pero truchas, demostrar quién tenía menos como si fuera motivo de alabanzas, y la lectura de una edición pirata que se vendía fotocopiada de “Rebelión en la Granja”. Las segundas marcas de bebidas nos parecían caras, y fueron reemplazadas por aberraciones que tomábamos con gusto, porque buscábamos no ostentar, para no parecernos a nuestros enemigos invisibles, que algún día derrocaríamos de vaya a saber qué lugar. Un local del Partido Comunista que veía todos los lunes esperando un colectivo, y al que nunca me animé a entrar, y jugar a ser un jacobino en asambleas vecinales. Alguna noche de febrero vi tres cacerolazos en 30 cuadras, que no pasaban de 15 personas. La adolescencia duhaldista nos educó como un padre violento.

De a poco, aquel fervor se fue apagando, tanto porque la adolescencia se iba, tanto porque el país ya no necesitaba ideas, sino soja y China. Ya no era momento de gritar, sino de entrar a la facultad para estudiar Historia y entender de forma científica lo que pasó. Se acababa el romanticismo revolucionario carrió-zamorista. El PJ se había reorganizado, y nuestra vida en parte también. Cada uno tomaba su camino. De algunos nunca me despedí; nunca me imaginé que no los volvería a ver.

Se terminaba el Polimodal y descubría los primeros acordes de “In The Flesh?”, donde Pink me amenazó todo un verano diciendo “¿No es esto lo que querías ver?”. Compañeros nuevos, debates con un café aguado del bufet, pilas de fotocopias que prometían explicarme la realidad, alguna mujer que me rechazó, y otra que atravesó la barrera de miedo emanada de mi figura poco atractiva. Ocasionalmente, iba a lo poco que quedaba de la inmobiliaria de mi papá a dar una mano. No era muy útil, pero era la única forma de ayudar que conocía. No alcanzó y tuvo que cambiar de rubro. No quedaba nada de aquel enero del 2002 y quizá, pensaba, era mejor así.

Los 56k se me habían convertido en banda ancha, al tiempo que la consigna “piquete y cacerola, la lucha es una sola” volvía al tradicional “estos negros de mierda que cortan las calles”. El divorcio de dos clases sociales volvía a poner todo en orden. La facultad cada tanto estaba tomada, y tuve alguna clase pública en la calle que no pude escuchar por los bocinazos. Se terminaba un tipo de revolución y empezaba otra, una encabezada por un militar venezolano que nos venía a proponer mandar al carajo a EE.UU., mientras rendía mis primeros finales.

Años donde me sentí vivo y liberado. Pero las alegrías duran poco. Cinco años más pasaron. Bravos, vertiginosos, pero no como aquel 2001. Aprendí a estudiar de verdad para recibirme y obtener el título que soñaba cuando todavía era un chico sentado en las rejas del parque. Llegaron mis primeras clases. Me convertí en aquel profesional que había idealizado, frente a un montón de alumnos que apenas si sabían aquella historia de cacerolas y asambleas vecinales. Me tocaba contarles lo que pasó. Nunca lo entendieron en profundidad. Ociosos, con celulares y organizando tardes en McDonalds, me demostraron que aquello que tanto nos conmovió había terminado, y que tan sólo sobrevivía en los corazones adolescentes de nuestra generación. Solo ahí entendí que la crisis realmente había terminado una generación después de la mía.

Hoy tengo 30 años. Dejé la casa de mis padres pero voy semanalmente a verlos. Salgo al patio para ver la vieja escalera del tobogán que sigue tirada ahí, y los escucho cantar. Los teros siguen ahí. Quietos, como hace 15 años atrás. Ellos no cambiaron, están como en aquel 2001. Pero ya me dejo convencer que son los que se escaparon en mi infancia. Comprendí que se necesitan algunas mentiras para vivir. Ahora soy yo quien los visita a ellos.

 

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