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18-01-2017 Notas

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Por Juan Carlos Severian

Tengo más de 25 años de vida universitaria. Durante casi 20 de ellos fui docente en diversas carreras, principalmente Bioquímica y Farmacia, primero como auxiliar y luego como profesor. En varias de esas carreras, el desempeño promedio de los alumnos que me tocaron fue entre malo y pésimo. Sin pretender tener un diagnóstico, supongo que ese es probablemente el nivel de los secundarios, tanto públicos como privados, de los que egresaron. Por supuesto que tuve honrosas excepciones, un porcentaje apreciable de alumnos buenos y unos pocos excepcionales, pero aquí hablo del patrón general.

Los peores estudiantes, los más mediocres, coincidían en general con aquellos cuyo proyecto de vida parecía ser el de recibirse lo antes posible para buscar la salida más comercial que les permitiera su carrera. Querían el título para su propio beneficio, algunos buscando el éxito económico, otros limitándose a “abrir un quiosquito” que les permitiera vivir. Los estudiantes con este perfil eran, también con bastante regularidad, los menos comprometidos con cualquier tema político, tanto a nivel de política nacional o local, como de política universitaria. Salvo, claro, cuando la discusión incluía relajar criterios de aprobación. No los culpo directamente por el monótono descenso del nivel de algunas carreras, porque la demagogia no la crearon ellos, pero ciertamente fueron parte.

En noviembre de 2015, cuando la comunidad académica se movilizó contra Macri antes del ballotage,  consistentemente fueron estos estudiantes los más molestos por la movilización, los que más se quejaron de “que se hable de política en la universidad”, de que se “pierda el tiempo» con paros, declaraciones y campañas de firmas. No me sorprendió en lo más mínimo ver que varios de ellos, los más abiertamente macristas, eran en general los peores alumnos. Eran también quienes más fervientemente acusaban de “ñoquis” o “militantes pagos” a los científicos y becarios que, siendo sus docentes, juntábamos firmas contra Macri.

No tengo duda de que esos malos alumnos con perfil de quiosquero, que aprenden solamente la parte más superficial de la carrera, y que se reciben aprovechando cualquier vericueto reglamentario para convertir en un 4 el 3.50, son quienes luego gritan indignados «a mí nadie me regaló nada» cuando se trata de evaluar su éxito en la vida o de compararse con personas menos afortunadas. Son, por ejemplo, quienes piden que los extranjeros no se atiendan en el hospital donde se entrenaron, y que no estudien en la universidad que les dio el título, y quienes alzan el dedo mencionando “palas” cuando se habla de asistencia social.

Después de todos estos años, me cansé de trabajar para hijos de tenderos y chacareros que se creen la crema de la sociedad, cuando en realidad les estamos regalando un título. Me harté de servir a quienes creen que se ganaron su posición social, cuando en realidad la Universidad terminó comprometiendo su nivel académico para que tales mediocres pudieran recibirse.

Yo sé que es antipático hablar de pagar por los estudios universitario, pero puedo hacerlo desde la tranquilidad personal de haber estado en contra toda la vida. Mi oposición histórica a cualquier tipo de arancel nunca invocó, como es usual en estas discusiones, una supuesta movilidad social que generaría la universidad. Por varias razones, la primera y principal es que no es verdad: ningún villero termina Doctor en Medicina. Si eso sucedió alguna vez en el pasado, y no me consta, ciertamente no es lo que sucede ahora. Más importante aún: incluso si la universidad generara esta movilidad social, ¿por qué debería importarme la suerte de los privilegiados que pudieron aprovecharla? No es mi deber docente, ni el deber del Estado, el garantizar el futuro laboral y el estatus social de los egresados. ¿De dónde sale esa fantasía? Mi deber docente, y el deber del Estado, es en todo caso garantizar que los egresados sean personas útiles para la enorme mayoría de la sociedad, que no es universitaria. No es la movilidad social la razón para oponerse al arancel, esa idea es una locura, irracional y egoísta, nacida probablemente de la noción liberal del “sálvese quien pueda”.

Mi razón histórica para oponerme al arancelamiento es que la universidad debe funcionar como el hemisferio derecho de la sociedad, su inteligencia racional. Y en esa función, no puede privarse de la contribución de nadie en base a su origen social. El ámbito de generación de ideas que debe ser la universidad, no debe vaciarse del aporte de nadie sólo porque fue demasiado pobre para pagar un arancel.

Pero claro, mi razonamiento perdía de vista que, en los hechos, la universidad está llena de vivillos cuyo único interés es la movilidad social. Personas que no aportan, porque la única razón de su presencia allí es el egoísmo y el interés por trepar en la escala social. Esas personas, de hecho, se oponen a la idea misma de que la universidad sea cualquier cosa excepto una fábrica de profesionales. O mejor dicho, una imprenta de títulos, porque el nivel profesional tampoco les importa demasiado, siempre que puedan llevarse ese preciado documento. Les molesta que haya científicos, les molesta que haya extensionistas, les molesta que la universidad sea un ente político y tome decisiones políticas.

Para esas personas, la universidad sólo existe para darles algo que creen de antemano que se merecen. Así, presionan para bajar niveles, y contribuyen a confundir rumbos. Eso me llevó, de viejo, a cambiar de opinión. A esa gente hay que cobrarles por su preciada presa. Para evitar que, en su mediocridad, luego de egresados, crean que se ganaron con su esfuerzo un estatus social que en realidad se les regaló. Esa gente tiene que pagar por su título.

Un arancel anual o mensual sería socialmente excluyente y por supuesto atentaría contra el nivel. Como me dijo un colega chileno: una universidad arancelada tiene alguien que quiere vender un título y alguien que quiere comprarlo, y en el medio están los docentes que, en su capricho de mantener el nivel académico, son los aguafiestas que evitan el negocio. No tengo una idea muy clara de cómo debería cobrarse, solo un montón de ideas sueltas sobre las que todavía no he pensado demasiado. Por ejemplo: podría cobrarse un impuesto especial a los profesionales que ejerzan en la actividad privada, completamente dedicado al financiamiento universitario. Podría computarse como pago una cierta cantidad de años de trabajo en el Estado, a sueldo justo, pero fijado con criterios independientes del mercado laboral de la profesión. Podría darse excepción a los promedios más altos, o a quienes aprueben pruebas de nivel exigentes, de escala nacional,  tomadas por jurados independientes de una universidad diferente de la del egresado.

Basta de regalarles estatus social a los mediocres que solo apuestan a su egoísmo. Basta de alumnos de 5 que se creen la crema de la sociedad. No necesitamos formar gratis como arquitectos a los hijos de los albañiles italianos, para que luego exploten a los albañiles paraguayos, sintiéndose mejores que “esos negros”. Que quien venga a la universidad apueste a sostener el valor social de su profesión, aprendiendo con el máximo nivel posible y trabajando donde su contribución sea más necesaria. O bien, si sólo se quiere preocuparse por aprender lo necesario para mantener su futuro quiosco, que pague por ello.

 

 

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