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Por Luciano Sáliche
1.
Sentada en la sexta fila de la sala cuatro de Patio Bullrich, una mujer de unos 40 años mira la pantalla. Está sola y tiene la vista fija hacia adelante. La posición estática de su cabeza no se mueve ni siquiera para acercar su boca al pochoclo que con la mano izquierda saca de la bolsa de cartón. Tiene el pelo largo, rubio, suelto y una remera con breteles que deja al descubierto un tatuaje en el omóplato derecho; parecen flores o caras o manchas. En la pantalla, Emma Stone y Ryan Gosling acaban de conocerse, caminan juntos por las zonas altas de Los Ángeles después de una fiesta; es de noche, una noche hermosa, que abre paso al juego de bailes y canciones –ya lo sabíamos: todo musical tiene baile y canciones– en La la land, la película con más nominaciones al Oscar (14, al igual que Titanic) en la historia. La mujer mira atenta, inmutada. Su columna está derecha y su postura es recta. Desde unas cuantas butacas más atrás se la ve segura, convencida. ¿Por qué alguien se metería en un cine a ver una película romántica sin nadie que lo acompañe? ¿No es un acto de empalagoso masoquismo? Quizás sea como Hegel decía en el prólogo de Fenomenología del espíritu, que “el espíritu solo conquista su virtud cuando es capaz de encontrare a sí mismo en el absoluto desgarramiento”. Sí, quizás. El dolor tiene lo suyo.
2.
¿Qué es el amor? Para Arthur Schopenhauer es el instinto de la especie: decía, en Metafísica del amor, que es lo “muy determinado, muy manifiesto, y sobre todo muy complejo, que nos guía en la elección tan fina, tan seria, tan particular, de la persona a quien se ama, y la posesión de la cual se apetece”, todo esto, “siempre desde el punto de vista de los hijos por nacer”, es decir, “la composición de la próxima generación”. ¿El romance como cáscara del objetivo reproductivo? Para este filósofo de la primera mitad del siglo XIX, el amor es el nombre que le pone la humanidad al sentido natural de la continuación de la especie. Elegimos una pareja pensando (inconscientemente) “en cualidades que mejor correspondan a las cualidades propias” para que ambas creen un hijo ideal. Pero, ¿es el amor, como dice Schopenhauer, la transformación de la voluntad individual en la voluntad de la especie? ¿todo está sellado a la ascendencia? ¿qué sucede con el amor homosexual? ¿y los amantes estériles?
3.
LaLaLand habla del amor como fantasía, la única forma de hablar del amor sin ensuciarlo con lo real y lo cotidiano del sexo y la ideología. Son dos perdedores que se cruzan: ella es una actriz frustrada que atiende la caja de un café muy siglo XXI; él es un pianista purista del jazz que se gana la vida tocando canciones comerciales que detesta. Se conocen en la miseria de la rutina y trazan una línea para pensarse en el futuro, en el american dream de perseguir los sueños, de nunca rendirse, de triunfar en el mercado. Ella quiere ser una celebrity talentosa; él quiere tener su propio bar donde inmacular al jazz. La película narra ese camino hacia el éxito personal que, justamente, no es el éxito colectivo, el de la pareja, porque los caminos se abren, se bifurcan, hacia la felicidad individual. Aquí el amor es el conflicto, la montaña en medio del camino: o deciden estar juntos y enamorados pese a vivir vidas residuales o se separan y cada cual se enfila hacia su deseo profesional dejando de lado este romance tan genuino. En ambos casos, más allá de la opción que elijan, el amor y la felicidad aparecen como dos gemas esenciales. El amor es colectivo; la felicidad, individual. ¿A que no adivinen qué camino eligieron los protagonistas, creados al calor de una época narcisista? “Nuestra percepción de la realidad, incluida la realidad de nuestra propia experiencia interna, depende de ficciones simbólicas”, escribe Slavoj Žižek en La permanencia de lo negativo. Si estamos atados a la cultura, esa enorme red de narraciones exageradas que necesitamos creer para hacer de este mundo un lugar menos frío, ¿cómo vivir sin amor? Y en todo caso, ¿qué lo reemplazará?, ¿acaso ese impulso individualista de buscar la felicidad personal?
4.
El amor, desde el punto biologicista, tiene sus limitaciones pero también sus aciertos. Por ejemplo, el de sacarle esa connotación mágica y romántica para llevarlo a un terreno mucho más tangible, el de los genes, donde las personas se conectan, no tanto por un hechizo indescriptible (ese que La la land condecora con todo el arsenal hollywoodense), sino más bien por características concretas: físicas, circunstanciales, de personalidad. Pero, ¿no es acaso ese instinto de la especie una suerte de magia, ya que nos atraviesa sin que podamos racionalizarla? En esa delgada línea podría decirse que se encuentra esta teoría que se rehúsa a dejarle el micrófono a los gurúes de la seducción naif, porque asegura –Schopenhauer siempre estaba seguro– aún el amor puede ser estudiado por la ciencia. Claro, efectivamente esta tarea es la más compleja. Bien sabemos que Roland Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso lo intentó ¡y vaya que lo hizo! pero con poca suerte. No hay en ese libro más que descripciones antropológicas que intentan capturar un estereotipo, tips de autoayuda (muchos con la potencia de un poeta: “es la originalidad de la relación lo que es preciso conquistar”) o bellos pasajes de filo semiótico; el resto es fuga, porque, como dice Schopenhauer, “la intensidad del amor crece conforme se individualiza”. Y es ahí donde La la land gana: generaliza una pasión individual, explota universalmente –como lo hace toda narración romántica– la abstracción personal del estar enamorado. ¿El objetivo? Vender entradas, seguir tejiendo la teleraña donde las moscas quedan atrapadas sin preguntarse por qué cayeron abatidas en esa pegajosa trampa. Porque el amor puede ser una trampa –tarde o temprano todos caemos– si nos atomiza, si nos vuelve maleables, ínfimos sujetos acríticos que no pueden mirar el mundo más allá de su individualidad. Pero también puede hacernos fuertes, seguros, solidarios, sujetos colectivos y despiertos, capaces de la heroicidad y una apertura mental que nos eleve para mirar el mundo desde otras perspectivas. Quizás sea hora de transformar la trampa en una catapulta.
5.
A veces existe la sensación, en determinados puntos específicos del devenir histórico, en que las cosas están cambiando. Una sensación inocultable de transformación, una época que transita como un puente hacia algo, otra cosa, mejor, peor, lo que sea. La familia como paragua de contención, la monogamia y la heterosexualidad como un deber ser normativo, el dar a luz como único hecho de trascendencia… todos elementos que están dejando de sostener la matriz edilicia de la sociedad, sumado además a un paulatino retorno a la pansexualidad y la búsqueda ansiosa y acrítica de eso que los sofistas contemporáneos llaman felicidad… todo nos lleva a preguntarnos sobre el estatuto del amor en la actualidad. ¿Continúa siendo el motor de nuestras vidas eso que Victor Hugo llamaba al “seguir las pisadas del andar suave y rítmico de una celeste visión” en el poema titulado, con más arrogancia que de costumbre, El que no ama no vive? Quizás, para la mujer solitaria sentada en la butaca del cine, el amor no es más que un sueño, algo que aparece con fuerza en la imaginación, en la fantasía, en el deseo. Lo imagino así porque, cuando salgo de la sala la veo en la puerta del aristocrático shopping, fumando un cigarrillo, con la vista perdida en la luna llena, algo triste y melancólica. En sus pensamientos quizás esté algún amor lejano al que le gustaría volver a ver, mandarle un mensaje, encontrarse, o la imagen idílica de su amor soñado: una mezcla de deseos platónicos e idealizaciones. Yo esquivo su bulto sentado en las escaleras y me invade una sensación de fragilidad que intento callar besando a mi esposa.
Etiquetas: Amor, Arthur Schopenhauer, Emma Stone, Hegel, La la land, Roland Barthes, Ryan Gosling, Slavoj Žižek, Victor Hugo