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20-02-2017 Notas

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Por Marcos Rodríguez

“El regreso de los Borbones le obligó al exilio y así obtuvo,
de la generosidad del rey de los Países Bajos, ese puesto de profesor a medio sueldo.
Joseph Jacotot conocía las leyes de la hospitalidad y esperaba pasar días tranquilos en Lovaina”
Jaques Ranciere “El maestro ignorante”

 

En el primer encuentro del Seminario “Problemas Teóricos de la educación” de la Maestría en Educación de la Universidad de La plata, el profesor Estanislao Antelo planteaba el siguiente interrogante que, tratando de ser literal, consistía en lo siguiente: “De todas las personas que culminan sus estudios la amplísima mayoría no regresa nunca más a la escuela a excepción de concurrir a alguna reunión por sus hijos. Sólo una ínfima minoría retorna a la escuela a enseñar. ¿Qué profundos motivos mueven a una persona a volver a la escuela, a enseñar a niños y/o jóvenes permaneciendo allí, tal vez,  el resto de su vida laboral?”

Mi primera y automática respuesta cayó en el lugar común: algunos volvemos a la escuela porque queremos contribuir al mejoramiento de la sociedad. Respuesta breve, discreta y casi obvia; políticamente correcta. Pero a medida que las discusiones iban tomando forma y las lecturas aportando categorías,  la idea de transmisión (que de algún modo subyacía en mi respuesta) comenzaba a agrietarse. Vale decir, una variante más de las mecánicas del desconocimiento, en la que la idea central consiste en identificar a una gran masa de personas que desconocen algo y ese algo es indispensable para acceder a una vida feliz o a la plenitud, o a la vida virtuosa, o a la vida eterna, o a la civilidad, o al progreso, etc., estaba contenida en aquella respuesta. Una versión más de la caverna platónica: alguien sabe algo que otros no lo saben y ese alguien debe transmitirlo en pos de algo superior.

La causa de esta variación en mi pensamiento estaba vinculada a que esa sociedad mejor sin duda tenía que ser una sociedad en la que existiesen mayores niveles de igualdad; mejorar la sociedad puede ser, desde esta lógica, combatir la desigualdad. Ahora bien, es aquí en donde el Jacotot de Ranciere comienza a hacer mella. Algo no funciona bien si,  pretendiendo construir una sociedad más igualitaria, no reconocemos que efectivamente hay igualdad en la humanidad, en las inteligencias. Si lo primero en el mundo es la desigualdad, es en vano cualquier acción que se oriente a eliminarla, a menos que pensemos el mundo desde categorías religiosas judeo-cristianas ortodoxas, en donde, dada un corrupción primigenia del hombre, no habría posibilidad luego de una sociedad terrena con igualdad absoluta; esta “sociedad” sólo sería factible en la trascendencia celestial. En ese caso el pensamiento encontraría un límite infranqueable. Por lo tanto, para que las acciones igualitarias llevadas a cabo por los hombres cobren algún sentido,  lo primero debería ser la igualdad. ¿Sería realmente el motivo principal de la acción magisterial la contribución a una sociedad mejor sin más? ¿No existirían tal vez causas más profundas, existenciales y/o psicológicas que moviesen a la los hombres y mujeres a ese tan sacrificado oficio de enseñar? Sospeché que algo debía ocultarse detrás de esta tarea que, además de sacrificio, despierta los más variados afectos tales como amor, agotamiento, placer, felicidad, bronca, frustración, alegría, tristeza, etc.

La hipótesis que habremos de esbozar dice que los maestros tienen miedo a morir, y que ésta es la razón profunda que mueve algunos hombres y mujeres a retornar a las escuelas a enseñar. Ahora bien, podría lícitamente objetarse que el miedo a la muerte constituye un común denominador de las vidas humanas, es decir, todos los seres humanos temen morir. Muchas son las líneas de pensamiento que ubican a la conciencia de la muerte en el hombre como la posibilitadora de la cultura y la búsqueda de sentido de la vida. Deberíamos aclarar entonces a qué muerte hemos de referirnos o bien,  a cuál es el modo propio, el sentido específico de la muerte del maestro.

Existen múltiples formas de vivir, de experimentar la vida, como así también múltiples modos de experimentar la muerte y de temerle. Uno puede  temer de la muerte distintas cosas; puede por ejemplo temer abandonar y desproteger a los seres amados; se puede temer al sufrimiento doloroso que algunas formas de muerte conllevan. Es probable que el miedo esté vinculado también con la sensación de no haber aprovechado todas las posibilidades que la vida puede ofrecer; es así como las muertes prematuras suelen ser vividas en las sociedades occidentales de modo más trágico que las muertes en la ancianidad. En el mismo sentido, estos tipos de vidas experimentan tedio y aburrimiento en la permanencia rutinaria de las mismas actividades, trabajos, estados civiles, etc. Como expresa Heiddeger: “La muerte es la posibilidad de la absoluta imposibilidad.»

Pero existe un tipo de temor a la muerte que difiere de los mencionados: el temor a ser olvidado. Algunos tipos de vidas más que otras, son motivadas por la posibilidad de quedar abandonadas en el olvido. Una de las formas de no caer en el olvido es la de ser reconocido por los otros. Es en el reconocimiento como la vida puede perdurar en los otros. Continuar existiendo en los otros es una forma de no morir. Un modo, si bien no ortodoxo, en que la resurrección cristiana es concebida, está vinculada a esto que queremos expresar; quedar en el “corazón” del pueblo, o de los seres amados es una forma de no morir.

Algo en el orden de la vida y de la muerte está presente con más fuerza en el oficio del maestro que en otros.  En dos tipos de trabajos, profesiones o modos de vida, la idea de “Vocación” es más fácilmente identificable o vinculable: en el sacerdocio y en el magisterio. “Vocación”, vocare, llamado. Apóstol, Dios, vida, muerte.

En muchas acciones en donde se evidencia transmisión se esconde el temor a la muerte. Se pueden transmitir muchas cosas: vida, conocimientos, objetos materiales, afectos. La caridad, una de las siete virtudes cristianas es una forma de transmisión. En La vida en común, Tzvetan Todorov hace interesantísimos aportes en este sentido y ve en ella una de los modos del reconocimiento: «La persona caritativa, ya sea que practique la caridad cristiana o la ayuda humanitaria, se presenta a ella misma como alguien que no pide nada, que es perfectamente desinteresada y que por el contrario se propone dar sin contrapartida».

“Todo amor es interesado” expresa Laurence Cornu, sosteniendo que el interés es en definitiva la lucha contra el olvido de la muerte.

En el caso de la transmisión de la vida, la paternidad, es elocuente el verso de Hamlet Lima Quintana en Zamba para no morir: …no me puede el olvido vencer,  hoy como ayer, siempre llegar,/ en el hijo se puede volver, nuevo…// Mi razón no pide piedad,  se dispone a partir./ No le temo a la muerte ritual,  sólo dormir, verme borrar,/
una historia me recordará, vivo…//

Diremos entonces que en la transmisión de la vida se encuentra también el reconocimiento; la posibilidad de perpetuación relativa de la vida y la evitación del olvido que la muerte provoca.

En el caso del maestro, al menos en la clásica idea de transmisión que presentábamos al comienzo, se pueden transmitir conocimientos y afectos. Sostiene Philip Jackson: “Quienes han sido nuestros maestros en un sentido formal constituyen un grupo extremadamente influyente. Son aquellos que recordamos con mayor cariño cuando evocamos nuestros días de colegio.”

En los conocimientos y en los afectos  que se transmiten se pueden dejar fuertes marcas y huellas en los otros. El reconocimiento por parte de los alumnos es posible, cuando estos carecen de algo el maestro dá. Es así como,  cuando mas carente y necesitado se encuentre el alumno, mayor posibilidad existe de que se produzcan la transmisión, el reconocimiento, la perpetuación en el otro y la afronta a la muerte. Albert Camus expresa muy bien lo que estamos argumentando en la carta a su maestro de la escuela primaria,  luego de recibir el Premio Nobel de Literatura en 1957:

Querido señor Germain:
Esperé a que se apagara un poco el ruido de todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza no hubiese sucedido nada de esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser un alumno agradecido. Un abrazo con todas mis fuerzas.

La carencia, la transmisión y el reconocimiento son elocuentes. El profesor Germain ha pasado a la historia, ha vencido a la muerte; no ha sido olvidado. “El receptor de la beneficencia, congelado en una posición subordinada, dependiente y eternamente agradecida será, antes que un sujeto de derecho, un sujeto de necesidad”, tal es la posición del pequeño Albert.

Pero volvamos al maestro Joseph Jacotot. El caso Jacotot ofrece una situación interesante para analizar las cuestiones que estamos planteando. Veamos, este profesor no transmite nada. Nada hay en él que los otros (sus alumnos) no tengan; y si algo tiene (el idioma francés), no le es posible transmitirlo dado que no existe ningún vehículo lingüístico para hacerlo.

Por otro lado, Jacotot no tiene intenciones profundas de enseñar algo a aquellos jóvenes belgas. Los motivos no son deseados ni buscados, sino todo lo contrario. No hay demasiadas opciones para ganarse la vida en el exilio. Por lo tanto y volviendo al comienzo de esta argumentación, ¿había en Jacotot alguna intención altruista de mejorar la sociedad en aquella experiencia en Lovaina? ¿Hay en este maestro la necesidad de ser reconocido por aquellos jóvenes desconocidos de un país extranjero que por casualidad tiene la ocasión de tratar? No podemos juzgar las intenciones pero podemos inferir con los elementos que conocemos, que en aquella experiencia recogida por Jaques Ranciere, Joseph Jacotot no tiene la intención de ser reconocido; no hay en él la necesidad de transmitir nada ni de quedar en el recuerdo de aquellos jóvenes. Sólo esperapasar unos días tranquilos en Lovaina” y ganar un poco de dinero.

En síntesis, de acuerdo a lo que venimos argumentando, hay una muerte particular que es la muerte del maestro, distinta a otras. En términos rancierianos, podríamos decir que el embrutecimiento es la forma propia que asume la respuesta al temor a la muerte de la gran mayoría de esa ínfima minoría de hombres y mujeres que retornan a la escuela a enseñar luego de haber terminado sus estudios. Regresan a la escuela porque tienen miedo a morir. Es posible entonces que la emancipación como modo de enseñanza, sea parte del ámbito de la rareza o de la excepción magisterial. La rareza del caso Jacotot.

¿Qué tiene Jacotot en Lovaina que los demás maestros no tengamos? La respuesta a esta altura puede desprenderse. Jacotot no teme morir.

 

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