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29-03-2017 Notas

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Por Enrique Balbo Falivene

«El que cruza esa calle entra en un
mundo más antiguo y más firme.» 

J. L. Borges

 

Afirma Leonardo Sciascia que todo sucede en los primeros diez años de nuestra vida. Estoy de acuerdo; yo tuve, entre algunos otros, dos maestros fundamentales: mi primo y su padre, mi venerable y surrealista tío. Con el tiempo supe que mi primo no era mi primo y que mi tío no era mi tío, pero esto no es  importante. Hace años Bioy Casares me contó en su ajada casa de la calle Posadas, frente a una biblioteca de ejemplares amarillentos, que había tenido un perro que un día desapareció, se esfumó como en un acto de magia. Sus padres le dijeron que había sido un sueño, que ese perro que él añoraba nunca había existido. Los humanos a veces hemos de inventar la verdad, hemos de recrear nuestras vidas para ensayar la literatura, para probarla e intentar, al fin, la dignidad.

Lo cierto, lo que quiero contar, es que mi primo y mi tío me enseñaron muchas cosas. Mi primo respondía al apodo de Bestia (hay apodos que ilustran no sólo una forma de vivir, sino también la naturaleza social del mundo en que uno vive). El Bestia, es decir mi primo, tenía una altura considerable y una espalda grande como un armario con las puertas abiertas. Su cara presentaba la inolvidable característica de estar llena de pelos y vestía, aún en los más tórridos veranos del pueblo, una llamativa chaqueta que le escondía, a medias, una sobaquera con una pistola con una culata de nácar. Mi primo, y mi tío, decían que estaban del lado de los buenos y que la pistola, ante mis insistentes preguntas, era para combatir a los malos. En aquellos tiempos, los aciagos setentas, era difícil para mí y mi escasa edad, definir quiénes eran los buenos y quiénes los malos. Aún hoy, que ya canso cincuenta primaveras, no lo sé.

Mi primo me enseñó, con endiablada ternura, a trepar a los árboles para devolver los pichones que habían caído de sus nidos; a patinar con un pie como una corista; a robar y comer moras sin mancharme demasiado la ropa; a silbar sin utilizar los dedos; a doblar cucharillas con la mente (esto nunca lo logré); a atrapar ratones y moscas con un golpe rápido de muñeca; a montar a caballo de espaldas; a quitar las púas a los higos chumbos con un truco que juré jamás revelaría y a cruzar la calle. Y aquí me tengo que detener. Para mi primo, y mi tío, este acto era importante. Se debía mirar a ambos lados, porque aquí en el pueblo las leyes de tráfico se saltaban, y se saltan, a la torera. Una vez controlados  los vehículos había que cruzar pisando exclusivamente las rayas blancas. Decía mi tío que si pisaba lo negro del asfalto podía caer en un abismo insondable, un abismo en el que en sus profundidades Saturno devoraba a sus hijos y a quién osara caer en ese pozo oscuro y maloliente.

Ayer, mientras practicaba este noble gesto de cruzar la calle, gesto que sigo practicando como antaño por temor a Saturno, alguien me insultó. Ese alguien conducía un enorme vehículo (hay hombres que consideran sus coches como prolongaciones de sus vergas, son los herederos del Titánic buscando un iceberg para embestir)) y supongo que el insulto se debió a que yo, pobre peatón, crucé primero y él tuvo que hacer el esfuerzo de aplicar leve presión sobre los frenos. La concha de tu hermana, gritó y después aceleró haciendo rugir el motor, y sus atribulados nervios, hacia un desolado bulevar. Inmediatamente pensé cómo la concha de tu hermana, en este caso de la mía, podía ser un insulto. Es sabido que para insultar hay que buscar las palabras adecuadas; hay que recurrir a la ironía y, finalmente, a la inteligencia. Teniendo en cuenta que muchos de los nuestros (¿serán los nuestros?), se comunican con un escaso vocabulario que ronda las cien palabras, resultará entonces complejo que atine con el insulto. A mí la concha de mi hermana no me ofende, más bien todo lo contrario ya que a esa concha la conocí cuando me tocó cambiarle uno que otro pañal. Hoy esa concha, la de mi hermana, ha parido tres niños como tres radiadores, tres demonios sin descanso. También he conocido, con los años, otras conchas y en todas me zambullí de cabeza: la de una verdulera, la de una estudiante de bachillerato nocturno, la de una filósofa, la de una cocinera, la de una veterinaria; he conocido conchas de las más alejadas latitudes, de los más insólitos orígenes, de las más variadas procedencias. Por todas me dejé atrapar, por todas me dejé llevar y jamás pude sentir una concha como un insulto, jamás como una ofensa. Decir, o intentar insultar diciendo la concha de tu hermana refiere a lo más primitivo del lenguaje, no hay ningún estudio previo del insultado, no hay siquiera la más leve improvisación, no hay nada.

Si mi primo el Bestia, y su pragmatismo antediluviano, ayer hubiera estado presente, habría desplazado la mano hacia la sobaquera. Y mi tío, que no era mi tío, y al que he mencionado arriba sin demasiados detalles, habría utilizado alguna frase memorable, dotada de su singular inteligencia. Un hombre que vaticinó la desaparición de las barberías, la irrupción de los chinos en los mercados internacionales, el triunfo de la pizza y los beneficios de la dieta mediterránea, el embrujo americano  capitalista, el jazz como revolución musical y los avances de la aeronáutica, no hubiera fallado a la hora de insultar. Mi tío sólo se equivocó –por suerte- en predecir la guerra termonuclear entre Argentina y Chile. Creía que entre comedores de carne y de pescado las diferencias resultaban irreconciliables.

En mi caso ya hace años que no insulto. Sigo las enseñanzas de mi primo y de mi tío. Creo, y me resulta sensato, envejecer como quien mira desde una rendija con una copa en la mano. Espero, en palabras de mi tío, todos los autobuses porque todos me llevan, pero no me subo a ninguno. Para este ejercicio mental sólo hace falta saber caminar, y caminando se aprende que el insulto es una opción que se debe guardar en la sobaquera, como una pistola con una culata de nácar. O también podría terminar escribiendo que Sciascia tenía razón, y esa sería la exégesis de este piadoso texto, esa sería la redención del insultado.

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