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27-03-2017 Notas

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Por Juan Agustín Otero

I.

A los quince años, era de derecha. Tal vez no fue mi culpa: estaba repitiendo el discurso de mis viejos. Jugaba. La derecha, a esa edad, era mi forma de provocar. Me gustaba discutir con un amigo socialista y con una chica kirchnerista que me odiaba. Yo nunca la odié. Si lee esto, quizá entienda y me perdone que haya ganado las elecciones del centro de estudiantes, entre otras barbaridades mucho peores. En un ambiente progre y políticamente correcto, el conservadurismo me parecía la opción más revolucionaria. En este sentido, no me arrepiento. No podría: es parte de lo que soy.

Siempre supe, también entonces, que los valores de la derecha eran equivocados. Sin embargo, todavía hoy algunos me parecen atractivos. Libertad, honor, esfuerzo, nobleza de espíritu ¿Por qué nos seduce la imagen del aristócrata inglés del siglo XVIII que se bate a duelo por amor? ¿Por qué nos gustan el humor negro y el cinismo? ¿Qué cosa extraña e imperativa del pensamiento cristiano nos fuerza a combatirlo constantemente? Sería ingenuo decir que no hay nada magnético en todo eso, al menos desde un punto de vista estético. Benesdra ya lo escribió en El traductor. Hasta los militantes más acérrimos de izquierda sienten, en algún momento de sus vidas, la tentación prohibida. Nadie quiere comer del árbol de la derecha, pero la manzana está ahí.

Cualquier cambio personal nos obliga a releer. Cuando terminamos una relación de mucho tiempo, nos hacemos, casi invariablemente, algunas preguntas: ¿por qué terminó?, ¿valió la pena?, ¿me quería?, ¿la quise?, en definitiva, ¿hubo amor? A veces las respuestas nos decepcionan, casi nunca nos ayudan a seguir adelante, pero son indispensables. Mi relación íntima con la derecha murió hace algunos años, junto con mi primera adolescencia. Pero me quedaron los escritores: Gustav Le Bon, Celine, Borges, Chateaubriand, las interminables lecciones de mi viejo acerca de Papini. Voy a hablar un poco de ellos.

II.

Entre las obras póstumas de Valéry, hay una sola tan buena como el Mon Faust. Desde 1936 hasta su muerte, L’es príncipes d’an an-archie pure et appliquée se escribieron en los tiempos libres como proyecto literario, como digresión moral. Socialismo, titula en una página Valéry y luego define: la envidia utilizada para conducir a la “felicidad”. Pueblo, dice en otra, y sostiene que esa palabra sólo se puede usar deshonestamente. La gente de derecha, escribe, no puede simular un corazón, pero la gente de izquierda no sabe construir ni conservar. Hay un solo régimen en el que Valéry cree: el que parte de uno mismo. Todo lo demás es farsa, profecía, en el mejor de los casos un artículo de fe.

L’es príncipes son una defensa de la forma más extrema del pensamiento aristocrático: la soledad. Ya no se trata de quiénes son los mejores o los más aptos para gobernar, sino de dónde está o puede intuirse la verdad. El comunismo no lo convence. Tampoco las teorías nacionalistas ni liberales. La política vive de la desigualdad de los individuos, según Valéry, la civilización es lujo. Pero un hombre verdaderamente fuerte de espíritu no considera nunca una opinión como algo más que una opinión. La verdad, si existe, solo se vislumbra en un cuarto solitario y apolítico, en silencio, lejos de los otros.

Es imposible gritar y ser uno mismo. Es imposible gritar y ser justo. Es difícil saber y querer, según L’es príncipes. Valéry es de derecha porque milita el paso al costado como opción estética y moral. Sus ideas son una exaltación de la cueva, de la torre de marfil, de la desaparición del poder por obra de la imaginación y la literatura. Leo L’es príncipes como una superación de la fuerza a partir de la ficción, del liberalismo a partir del pensamiento anárquico, de la tradición a partir del espíritu. Leo L’es príncipes un poco en chiste, como una novela sobre un teórico político que, en su vejez, se enamora de la indiferencia.

Paul Valéry

Paul Valéry

III.

Además de los aristócratas o aristocratizantes, hay otro tipo de escritores de derecha: los católicos. En El hombre que fue jueves, Chesterton dice que todos los pobres son fascistas y que la izquierda es un lujo de los ricos. La consciencia de clase es un mito. Dios, sin embargo, es accesible a todos. El Espíritu Santo no distingue por razones materiales ¿Qué deberían hacer, entonces, los izquierdistas? ¿Entregarse al Señor y conciliar la causa de Cristo con los valores socialistas? Algunos lo hicieron, pero son pocos. La mayoría resiste en el ateísmo.

Chesterton no creía en la izquierda. Tampoco Papini ni Mauriac. Pero creían en la Santa Trinidad. Hay novelas católicas que hablan mal de la riqueza burguesa, del filisteísmo, de los valores ultraoccidentales, de Estados Unidos. Es curioso: hay una parte de la derecha que, por momentos, comparte un mismo discurso con la progresía. Me interesa la idea de redención. Los escritores católicos proponen, casi siempre, una versión individual de la redención. Tal es el caso del Gog de Papini y del Nudo de víboras de Mauriac. Los protagonistas son hombres malos, inmensamente ricos, que descubren la pobreza o a Dios en el final de sus vidas y se salvan o, por lo menos, atisban la salvación. Pero el sistema no cambia. El mundo sigue siendo el mismo basurero. Es coherente: el bien permanece en los cielos, en el Reino de Dios, que solo por instantes se hace visible en la tierra, muchas veces cuando ya nada importa.

Por el contrario, más razonable, la izquierda aspira a una redención total. Nadie se salva por sí mismo, pero la salvación está predestinada, va a llegar en algún momento para todos. Está escrito en la configuración del sistema capitalista. Tal vez algo parecido puedan decir los católicos acerca de la segunda venida de Cristo: que está escrito en el Nuevo Testamento. Chesterton se reiría.

IV.

Los hombres de Hemingway son siempre mejores que sus mujeres. Más fuertes, más inteligentes, más honestos. El machismo es un rasgo común en la literatura, pero en su obra es directamente un tema, una decisión de estilo. Me molesta que los hombres de Hemingway sepan. Parece que siempre están preparados para lo que está por venir, como si vivieran fuera del tiempo. Son auténticos, completamente incapaces de ser patéticos o exagerados, pero también inútiles para el amor.

Up in michigan y The snows of Kilimanjaro representan a la mujer como un arquetipo estúpido, llano. En The old man and the sea, quizá lo mejor de Hemingway, la mujer no aparece y esa ausencia tiene un significado concreto: no debía aparecer.

¿Qué hacer con un autor genial que, ya no en el plano moral, sino en el plano estético, elige ser de derecha? Hemingway se consideraba socialista. Vivió en Cuba, participó en la Guerra Civil Española y hace muy poco se descubrió que su nombre figuraba en los archivos de la KGB. Aparentemente, la Unión Soviética lo había designado espía. Por alguna razón el trabajo nunca se concretó ¿El machismo de Hemingway era inconsciente? Con toda seguridad, no, a pesar de sus buenas intenciones políticas. Hemingway escribió una estética machista que es oscuramente atractiva, un reflejo de su época, pero también de su entendimiento de la literatura. Tal vez no sea culpa suya, sino de nosotros, que lo seguimos disfrutando y no sabemos cómo destruirlo.

Sarmiento

Sarmiento

V.

No quiero hablar de Borges ni de Sur, porque todo está dicho. Déjenme hablar, en cambio, de Sarmiento. La Argentina no tuvo un solo escritor que pudiera competir con él en todo el siglo XIX. Bueno, en realidad sí: Ascasubi, Hernández, Echeverría. Y, por supuesto, el más grande de todos: Hudson. Pero igualmente, en su estilo, es insuperable. Hay una anécdota casi desconocida, pero probablemente cierta, que define perfectamente su carácter. Parece que una vez Sarmiento se cruzó en la calle con el director de un diario que era crítico de su figura. El futuro presidente no pudo refrenar la ira y lo enfrentó a trompadas. La policía tuvo que separarlos. Otra anécdota: Sarmiento quería un título de alguna universidad norteamericana. Falsificó su currículum para lograrlo. Afortunadamente, ninguna de las autoridades de esa casa de estudios se dio cuenta, pero el dato quedó en la historia. Una más y última: Sarmiento estaba dando una conferencia en castellano y pronunció mal el nombre de Shakespeare. Un periodista se lo señaló. Sarmiento sonrió. Dio el resto de la conferencia en inglés y nadie entendió nada.

Tal vez para muchos Sarmiento sea un bravucón muy inteligente, un tipo injusto, violento y racista, pero escribió el Facundo. Eso hace que sea algo más que un bravucón muy inteligente. Que no se malentienda: ser escritor no da fueros. Que los moralistas juzguen a Sarmiento por su moral y discutan. Si es necesario, que lo condenen. Pero dejen a los lectores que lo juzguemos por su obra. Habrá muchos que también lo condenarán en este tribunal y expondrán sus razones. Otros tendremos que defenderlo.

Creo que hay en Sarmiento una ética de la escritura que la izquierda y cualquier político serio pueden hacer suya. Sarmiento confía en lo que dice, tanto es así que se pelea con el mundo entero (no sólo en la calle, sino también en los textos). Se hace cargo del discurso como de algo propio y extremadamente personal, por lo que debe responder ante los demás. Tal vez el gran tema de la obra de Sarmiento sea Sarmiento ¿Egolatría? Sin duda, pero también hay un claro interés –yo diría más bien una obsesión– en definir un pensamiento personal. Algunos pueden objetarme que, con sus libros, estaba construyendo su carrera. A ellos sólo puedo contestarles que lean dos veces.

VI.

Hace poco, le dije a un amigo por whatsapp que no es posible ser moral y divertido al mismo tiempo. O lo uno o lo otro. Se demoró en contestar pero fue más inteligente que yo. Me dijo que él agregaría una cosa más: que no es posible ser moral y vivir al mismo tiempo.

Nadie es del todo revolucionario ni del todo conservador. Gombrowicz era de derecha, pero Ferdydurke es el mejor símbolo de nuestra vanguardia. Fogwill dijo que los restoranes conformaban un fetiche burgués, que él no compartía, pero segundos después admitió que iba a comer ravioles en una fonda que quedaba a la vuelta de su departamento. No hay caso: los progres están llenos de prácticas conservadoras y los conservadores inventan fórmulas más o menos convencionales para escapar de lo convencional. El adulterio y Madame Bovary son el ejemplo perfecto de esto último. Pero también Sartre escribió El idiota de la familia, en parte, movido por la fascinación y se convierte en el ejemplo perfecto de lo que quiso denunciar.

Hablo por mí. Yo no soy capaz de purgar completamente mi derecha. La combato con bastante éxito en el aspecto moral, pero en el aspecto estético muchas veces me siento derrotado. Disfruto los cuentos de Hemingway. Disfruto también el humor aristocrático de Valéry. Creo, con frecuencia, en la belleza objetiva y en el honor. Las reglas del goce no son morales y tal vez, por eso, el goce estuvo prohibido durante buena parte del siglo XIX y del XX ¿Qué hacer? Esa pregunta se la hicieron Chernishevsky y Lenin, aunque ahora yo desfigure su sentido original ¿Qué hacer con nuestra derecha? No con la derecha en general, sino con la propia. Probablemente, lo mejor sea hablar de ella antes que callarla. Volviendo a las analogías de las ex parejas: en silencio, germinan los peores rencores. Si Benesdra quiso dejar una lección moral en El traductor –que no creo, pero supongamos que sí– es que el trotzko más convencido puede caer, en el ámbito de la privacidad, en las prácticas más atroces. Quizá si ese trotzko hubiera hablado de sus miserias, en vez de negarlas a muerte, se habría salvado. No es una certeza, pero sí una convicción: a veces no hay mejor remedio que reírse de uno mismo.

Hemingway

Hemingway

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