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Por Luciano Sáliche
I
Por más que se lo niegue, ya todos lo sabemos. Una imagen vale más que mil palabras. Mil es mucho, pero es cierto. Una foto tiene un componente de verdad irreductible, algo verdadero. “¿Quién puede soportar una imagen más? ¿Quién podría vivir sin una imagen más?” se preguntaba Manuel González de Ávila sobre aquello que hoy llamamos la cultura de la imagen, un “proceso de espectacularización y ficcionalización al que se ha sometido a la realidad social”. La televisión hizo lo suyo al respecto, pero también internet. Podría abrirse una carrera universitaria sobre la evolución de las redes sociales en los últimos años y los influencers que tanto las usan no serían los alumnos; mucho menos los docentes. Es más, la materia obligatoria sobre los stories sería la más difícil de aprobar. No sólo por la tarea de complejizar una estupidez –todos sabemos que subir una foto con filtros y emoticones es sencillo, lo difícil es entender los sentidos que allí se despliegan–, sino también porque marca la tendencia de la época. Nuestra época. Hoy.
La moda comenzó con Snapchat, una innovadora app que cambió la forma de pensar las grabaciones en la era digital. Cuando tres estudiantes de Stanford la lanzaron el mercado en el 2011 tenían algo en claro: nadie estaba hablándole a los millenials, aquellos que nacieron con internet. Si redes como Facebook y Twitter ya habían sido invadidas por los padres, ¿quién le daría a los nativodigitales el lugar donde puedan seguir juntándose sin la opresiva mirada paternal? Evan Spiegel, Bobby Murphy y Reggie Brown lo entendieron así y crearon la posibilidad de postear contenidos que en 24 horas se borraba solo. Aquello que pensó Walter Benjamin sobre las fotos encontraba su retorno. El valor del aquí y ahora, salpicado por la liquidez de la posmodernidad, volvía a tener incidencia en la cerrada era de la reproducción.
II
Luego de algunos experimentos de un científico loco llamado Alhazen el persa, Nicéphore Niepce le contó a Louis Daguerre que existe una manera de capturar los paisajes en un grabado con ayuda de la luz. En 1839, cuando la high society francesa conoció el daguerrotipo quedó, como suele decirse, flashando. Ya no eran las pinturas realistas lo que daba cuenta de la realidad de forma casi idéntica, ahora era cuestión de encuadrar y disparar. Sin pincel, sin trazo; encuadrar y disparar. Pero, ¿cuáles eran las posibilidades concretas de aquel invento? ¿Qué cambiaba en el mundo? La teoría de Benjamin resulta efectiva: con la invención de la fotografía, la obra de arte podía ser reproducida y alcanzar la masividad. ¿Cómo hacía un miembro de la dinastía Qing de la China del siglo XVII para conocer el Coliseo romano? O viajaba o alguien se lo describía. Imagino a los cronistas de la época: “un gigantesco edificio circular en ruinas donde se oyen, susurrantes en el viento, los fervorosos gritos de aquellos guerreros que lucharon 1500 años atrás”. Estar frente a una buena obra de arte es toda una experiencia. Benjamin la llamaba aura: “manifestación irrepetible de una lejanía por más cercana que parezca”. Con la fotografía, el valor cultual del estar allí pasaba a ser un valor exhibitivo. Ya no hay original, o sí hay, pero no tiene importancia. ¿Para qué viajar a Madrid al Museo del Prado a ver Las Meninas de Diego Velázquez si está en Google?
No era sólo marxismo. En 1936 Walter Benjamin publicó el ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica en una revista alemana, entonces hizo eso que narra Noah Cicero: “cuando uno empieza a cuestionarse el lenguaje, todo lo que conoce se corrompe”. Cuestionar cómo empezaba a cambiar la forma de comprender el arte le trajo sus problemas. Sin embargo, el pesimismo no era su tamiz: “En el mismo instante en que la norma de la autenticidad fracasa en la producción artística, se trastorna la función íntegra del arte. En lugar de su fundamentación en un ritual aparece su fundamentación en una praxis distinta, a saber en la política”. Si la fotografía “tritura el aura” de una obra de arte, también le quita a la elite el privilegio de la exclusividad. La reproductibilidad técnica abre la posibilidad de expandir y difundir aquella obra a las masas. Ni más ni menos. En otro ensayo, Pequeña historia de la fotografía, lo explicaba mejor: “emancipa a la obra artística de su existencia parasitaria en un ritual”.
III
Pero si en algún momento la fotografía tenía la función –como decía Roland Barthes– de escaparle a la muerte, de inmortalizar el tiempo en un presente eterno, de construir un recuerdo íntimo y privado de la familia posando para siempre, hoy la cosa pasa a ser más pública que nunca: una exhibición que encuentra en la selfie la performatividad capital. Cientos de millones de personas subiendo historias a Instagram y a Facebook, ahora pueden hacerlo también a WhatsApp. Mark Zuckerberg la compró en 2014 y ya las tres redes le pertenecen. ¿Qué hace un empresario perezoso que está más interesado en sumar usuarios que en aportarle a la humanidad una dosis de libertad crítica? Repetir la fórmula.
El 20 de febrero se lanzó oficialmente lo que se conoce como estados o status formulando una pregunta que no sólo es pertinente para los eruditos de la comunicación, los gurúes del marketing estratégico y los editores de las secciones techie: ¿es WhatsApp un servicio de mensajería instantánea o una red social como cualquier otra? Para definir un servicio de mensajería basta con ser literal: enviar y recibir contenido. En cambio, una red social implica establecer lazos cruzados entre diferentes personas y compartir contenido para que muchas lo vean. Un muro gigante donde todos estamos sentados en frente, en hilera, uno al lado del otro, colocando graffittis que al día siguiente desaparecerán. ¿Quién pintará sobre el espacio vacío que dejó el dibujo que hice ayer?
IV
El valor del aquí y ahora, del estar frente a la obra de arte original, vuelve de forma mediatizada. Hay un instante de presente, de inmediatez eterna: una foto o un video que nos muestra lo que otra persona está haciendo, pero que en 24 horas se esfuma para siempre. Es reproducible, es viralizable, pero tiene un lapso. Millones de personas mostrando sus vidas en pequeñas dosis, como cuentagotas; no perdurarán para siempre. Allí están, en la nube, quien lo muestra de un lado, quien lo ve del otro. No hay recuerdo, no hay preservación del presente para que en el futuro sea un pasado encapsulado. Sólo hay fugacidad. Como aquel miembro de la dinastía Qing parado en el centro del Coliseo mirando hacia los costados, girando sobre su propio eje, intentando que sus ojos lo abarquen todo. De una época a la otra, desde la vida sin la reproducción técnica hasta la era de la sobreinformación. Una soga larga que se extiende y cuando llega al 2016 ahorca. ¿Será que las herramientas, al masificarse, al estar al alcance de la mano de cualquier mortal, pierden la capacidad de creación? ¿O será que la evolución de la técnica está supeditada a los caprichos del mercado?
No hace falta tapar la cámara de la notebook para jugar la escalada paranoica de la vigilancia, basta con pensar en la cantidad de datos reales que colocamos en los casilleros privados para entender que este inmenso océano digital que se abrió hace dos décadas es un sofisticado dispositivo de control. Con lo cual, cada foto que subimos a las redes pasa por un proceso simple por el que el reconocimiento facial hace de unos cuantos pixeles desordenados un rostro real, un dato inequívoco de identidad controlada, un consumidor. ¿Qué compañía estará analizando todos esos contenidos intrascendentes que se publican diariamente para luego ofrecernos productos acorde a nuestros gustos? La cuestión también pasa por otro lado, por el de la exposición exacerbada como vinculación social.
¿Qué stories subiría hoy Walter Benjamin a las redes sociales si estuviera respirando en algún lugar del mundo con un smartphone en la mano y buena conexión a internet? Quizás un plato rebalsado de comida árabe, el solo de un guitarrista pelilargo en una cueva cervecera, tres chicas en calzas corriendo barranca bajo, la línea recta del horizonte separando el cielo de la tierra, un perro ladrándole inútilmente a un juguete electrónico. Sí, quizás. También una selfie con una frase en letras eléctricas, sobreimpresa en la pantalla: “¿Qué tiene de especial publicar todos los días este contenido irrelevante?”.
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