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04-04-2017 Notas

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Por Luciano Sáliche

Las películas románticas no hablan de amor. Hablan de lo que queremos que sea el amor. La mayoría. Los contextos en que surgen esos romances tiernos y colosales siempre son propicios, agradables, como si hubiera un destino, y el tiempo en que transcurre la seducción es rápido y efectivo, como un delfín que salta fuera del agua y vuelve a entrar. Un chapuzón de corazones tibios: lo que queremos que sea el amor.

Pero el amor es otra cosa: una dificultad constante, un equilibrio que aparece sólo de a ratos, un conflicto permanente que desaparece en un beso, una mirada, un gesto. La historia de Ernesto Ismael Urbina y Elsa Mabel Rodas, gestado en el horroroso escenario argentino de 1982, es una muestra de esto. Se conocieron en el Hospital Naval de la Base Puerto Belgrano, antes de que la Guerra de Malvinas estalle y salpique de negro a todo el país de este a oeste. La escritora Alicia Panero fue quien reconstruyó la historia. Un cabo enfermero, una enfermera civil, heridas, sangre, sanaciones, silencio y reencuentro. Si es como dice Slavoj Žižek, que necesitamos creer en «ficciones simbólicas» para afrontar la realidad, entonces el amor adquiere la forma de un escudo o una armadura.

Las Islas Malvinas tienen una sola ciudad. Para los argentinos, Puerto Argentino; para los británicos, Port Stanley. Según el censo de 2012, tiene 2121 habitantes que equivalen al 72% del total de la población. En aquel entonces, cuando la Junta Militar lanzó la Operación Rosario, el primero de abril de 1982, había cerca de mil personas menos. Urbina desembarcó en Malvinas a las nueve de la noche en uno de los botes que se desprendieron del Santísima Trinidad. Tenía una pluma de caburé con él, se lo había dado Rodas y funcionaba como un pedazo de amor: un escudo o una armadura.

Esa noche todo estaba oscuro, muy oscuro -sólo contaban con media hora de luz lunar-, y hacía mucho frío, quizás más que de costumbre. Ya comenzaba a suceder eso que narró Fogwill en Los Pichiciegos, que «el miedo suelta el instinto que cada uno lleva dentro», por eso «algunos con el miedo se vuelven más forros que antes». Forros, los de arriba, los que mandaban. El plan consistía en tomar las Islas Malvinas, las Georgias del Sur y las Sándwich del Sur. En ese orden; así se procedió. Los soldados, a cargo del Almirante Carlos Büsser, no debían abrir fuego: cualquier baja del enemigo encendería la reacción británica. Sin embargo, esta no tardó en llegar: al día siguiente, Inglaterra comenzó la Operación Corporate para recuperar las Islas. Ya todos conocemos el desenlace.

Cuando Urbina llega en el antepenúltimo bote de los veinte que arribaron, debía marcar el helipuerto. Tres años después de ingresar a la Armada se convirtió en enfermero, esa era su virtud. Todo marchaba como lo planificaron las cabecillas militares. Todo. Pero algo salió mal. Algunas balas rapaces de los que allí vivían, en los alrededores de la casa del gobernador Rex Hunt, lo hirieron. A su Mayor, Pedro Giachino, de muerte. ¡¿Qué hago?! ¡¿qué hago?! habría pensado cualquiera, desesperado, al borde de una muerte asegurada por el frío y la distancia. No él, que era enfermero y sabía del cuerpo humano, sobre todo cómo socorrerlo. Entonces se inyectó morfina, suturó la herida y encendió un cigarrillo.

Lo llevaron junto a Giachino al Hospital Naval. Allí lo esperaba su familia, y su amada Mabel. Una escena al borde del pánico: viajar herido al lado de un cuerpo muerto. Para Panero es este el símbolo inicial que indica que la guerra era real: el primer muerto del conflicto bélico por Malvinas. Acá cualquier guionista de esas películas románticas que abundan en los canales de cable podría programar el encuentro con velas y música ambiente; el momento en que el amor se concreta, luego del susto, y la llama se aviva, superada la posibilidad de su extinción. Pero no. Luego de un breve contacto en el hospital, la guerra los alejó e hizo que cada cual arme su vida: ella se fue a Ushuaia donde se casó, él se retiró de la Armada y tuvo hijos.

Varios filósofos han escrito sobre el azar; de hecho, para Aristóteles esa es «la causa del cosmos». Sin embargo, y sabiendo que Urbina y Rodas varios años después volvieron a cruzarse y a reenamorarse (él guardaba con entusiasmo la pluma de caburé que ella le había regalado), ¿quién podría decir que fue producto del azar y no de un destino que ya había escrito en algún cuaderno gigante escondido detrás del universo, este encuentro definitivo? Nuevamente, las ficciones simbólicas de las que habla Žižek. El amor, como una ficción necesaria para afrontar el mundo y responder aquella vieja pregunta de Theodor Adorno: ¿se puede escribir poesía después de Auschwitz? ¿Se puede volver a amar después de la guerra?

Cuando Charles Baudelaire habla del amor, lo hace de una forma singular, evitando el cliché de lo perfecto, lo políticamente correcto, lo ideal. Para él, del romance es necesario que «nazca la poesía que hacia Dios se alzará como una rara flor», dice en uno de sus poemas. No es una flor perfecta, sino una flor rara. En un mundo violento, adornado por recurrentes guerras que infectan los más recónditos territorios del globo, ¿acaso el amor no es algo raro que aparece entre tanta normalidad? Al final, es como dice Goethe, en este mundo nada es necesario -o mejor: todo es prescindible, aburrido, detestable-, excepto el amor.

 

 

 

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