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13-04-2017 Notas

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Por Luciano Sáliche

La vida de un escritor es rara. Sacando esporádicos casos, nunca tienen vidas interesantes y sus días se dividen entre tardes enteras de lectura, salir al kiosko a comprar cigarrillos y sentarse frente a una hoja en blanco. Osvaldo Soriano no era la excepción pero tampoco renegaba de eso. «Trabajo sólo cuando tengo ganas», solía decir porque, claro, para sobrellevar una vida aburrida y sin sentido, es necesario aferrarse a pequeños sucesos cotidianos, como si fueran sueños breves, ínfimos… un lugar frecuente donde poner el entusiasmo. La vida de este marplatense que escribió No habrá más penas ni olvido (cinco años después, en 1983, Héctor Olivera la llevó al cine) era una cuerda llena de ropa tendida sobre dos pilares: los gatos y San Lorenzo. ¿Qué más necesita un hombre en un mundo como este?

«Un escritor sin gato es como un ciego sin lazarillo», escribió una vez como si estuviera pintando un cuadro de Kazimir Malévich. Es que en Argentina, y más durante el siglo XX, tener un perro de mascota era mucho más frecuente, no sólo por esos enormes patios que de a poco desaparecen, también por toda esa cultura del «mejor amigo del hombre» y la lealtad como condición sine qua non. ¿Qué pone en jaque la reivindicación -al menos en esa época- del gato como compañero? A las «personas inferiores» -decía HP Lovecraft– que necesitan animales que cumplan sus órdenes. También evidencia un conocido chiste de redes sociales: «Nunca verás un gato policía».

«Yo soy alguien que tiene una relación mágica y extraña con los gatos sobre todo porque yo me la creo. Cuando escribo se llena de gatos el lugar donde estoy, eso es sistemático. Yo me siento a escribir una novela y un día antes o un día después empiezan a entrar por las ventanas», dijo en una entrevista que le hizo la socióloga Silvia Chejter en 1988. No exageraba, tiene varias anécdotas de revelaciones literarias que podrían resumirse así: un gato entra a su casa, se miran fijamente y mediante una entelequia metafísica le deja un mensaje en su cerebro; luego, cuando el felino se iba, tiene resuelto su problema narrativo. Le pasó en París cuando escribía El ojo de la patria (1992), también en Buenos Aires cuando no podía desentrañar el argumento de Triste, solitario y final (1973). Historias.

¿Padecía ailurofilia? Probablemente. De hecho, su romanticismo por los felinos era tal que se jactaba con orgullo de un detalle que cualquier ajeno podría catalogar de nerd: «Hay gatos en todas mis novelas». Según un estudio, quienes tienen gatos poseen esa inclinación literaria que le escasea a los que tienen perros. ¿Será que son más inteligentes? Puede ser, Soriano diría que sí y luego lanzaría una risa monofónica. Lo que sucede es que tenía sus formas, sus maneras de relacionarse con los felinos, métodos de comunicación que, detrás de su simpleza, guardaban una sofisticación. Como su literatura. Decía, por ejemplo, que nunca hay que acercárseles con el cuerpo, hay que estirar la mano o los dedos para demostrarles que no hay intención de conflicto, porque son criaturas complejas, de hermosos ojos y cuerpos eléctricos, como decía Baudelaire.

Osvaldo Soriano 2

Durante la dictadura se exilió. Estuvo en Bélgica y Francia. Antes de volver, en una recordada entrevista, dijo lo que todo el mundo esperaba que dijera, o no: «A mí me gusta más el fútbol que la literatura». ¿Podía un escritor de alto calibre disparar semejante atrocidad: que un vano y opioso juego deportivo le interesara más que la semblanza racionalista? «El fútbol es popular porque la estupidez es popular» comentó alguna vez Jorge Luis Borges. Bueno, cuestión de perspectivas.

Para entender a Soriano hay que ubicarlo en su hábitat, las redacciones periodísticas; optaba por el término periodista a la hora de definirse y no tanto por el de escritor. Fue best-seller y las universidades no le generaban demasiado entusiasmo; prefería estar en la cancha o frente a un televisor viendo un partido que dando clases magistrales en las facultades de letras. De hecho, cuando San Lorenzo se fue al descenso, estaba en París. Sábado 15 de agosto de 1981 en la cancha de Ferro, 1 a 0 frente a Argentinos, y Soriano lloraba de la tristeza: «Lo seguí desde la agencia France Press, cable por cable. Cuando Delgado erró el penal creí que se me caía Francia encima. Ahora, ¿vos te imaginás mi imagen frente a los franceses? No entendían nada: ¡un intelectual pendiente de un partido de fútbol! Me miraban raro. Al poco tiempo recibí la carta de un amigo. Decía algo cierto, que el país también se había ido al descenso y que teníamos que llevarlo a primera otra vez.

¿Qué es el fútbol sino otro escenario más donde las disputas simbólicas se entretejen como un mantra inquietante? ¿Cómo no hacer literatura futbolera si vivís en Argentina y este deporte te dio más emociones que cualquier película de Quentin Tarantino? Así pensaba Soriano, así entendía la lógica de los temas narrados. «Ser de San Lorenzo es un interminable sobresalto, una carga que se arrastra en la vida con tanto desconcierto y orgullo como la de ser argentino», dijo una vez Osvaldo Bayer que le dijo quien fue su gran amigo. Si la identidad es una herida imborrable, ¿por qué esconderla detrás de la parafernalia de la literatura? ¿Por qué no usar -por el contrario- la literatura para darle entidad y problematizar el mundo y ensancharlo a partir de ella?

Así como Leonardo Padura escribió El hombre que amaba a los perros, una novela sobre la vida de Leon Trotsky en clave animal, ¿quién escribirá la biografía de Osvaldo Soriano? Un buen título sería: El hombre que amaba a los gatos, pero ¿sólo a los gatos? A los gatos y a San Lorenzo: los dos pilares que sostenían su vida, una cuerda tendida llena de ropa. De un lado la fascinación felina, del otro la pasión irracional de las emociones futboleras. La cotidianidad como totalidad: dos fugas del aburrimiento o dos reivindicaciones de la monotonía. El 1993, cuatro años antes de morir de un cáncer de pulmón cuando tenía apenas 54, escribió: «No tengo biografía. Me la van a inventar los gatos que vendrán cuando yo esté, muy orondo, sentado en el redondel de la luna». Así será; gatos azules y rojos.

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