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24-04-2017 Notas

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Por Juan Agustín Otero

I.

Mishima recuerda. Tiene cinco años y ha vuelto de un espectáculo con su familia. Ahora, piensa, no puede calificar ese espectáculo de otro modo que vulgar, pero los ojos del niño, intensos y honestos, se deslumbran con las morisquetas, el rostro blanco, empolvado, y el kimono azul de la vieja Tengu, que hace reír a los espectadores con su magia, con la delicada ridiculez de sus modales. Cuando Mishima regresa y se sienta sobre la superficie lisa del tatami, finalmente, la calma venosa, contenida, de la contemplación estética, muta en entusiasmo, en necesidad de acción. Sube a la habitación de su madre y frente a un gran espejo, inicia el ritual. Se empolva la cara, se maquilla con rubor, se envuelve en un kimono floreado. Pocos minutos después, se descubre: ve a la vieja Tengu en el espejo y sonríe. La transformación, está seguro, ha vencido la distancia abismal que hay entre dos cuerpos. Mishima vive, por primera vez, el placer del disfraz, el placer irrenunciable de ser, una vez cada tanto, otro y corre a la habitación donde están su madre y su abuela, para compartir la alegría, para hacerlas partícipes de su graciosa metamorfosis. ¡Soy la Tengu, soy la Tengu! grita el débil y frágil Mishima y les sonríe a su vez, como si el juego fuera una extensión del espectáculo de hace unas horas.

Pero en las caras de las mujeres que lo dominan, y lo dominarán por el resto de su vida, ve el desconcierto. Y después el asco y el miedo. Esas miradas le dicen que no es la vieja Tengu, que nunca podrá ser la vieja Tengu. Que no debe. Pero también dicen algo más: que lleva, en alguna parte de su cuerpo, un bubón sangrante, una horripilante cicatriz, una deformidad.

La marca del monstruo.

II.

Como Mishima, yo también recuerdo. Tenía alrededor de ocho o nueve años. Fue en una especie de campamento estudiantil. Digo campamento en un sentido muy figurado, para simplificar, porque no dormíamos en carpas, sino en unas camas maltrechas y angostas. Los maestros habían organizado un concurso de talentos, para distraerse, para distraernos, y al ganador le habían prometido una caja de chocolates. Las chicas parecían expectantes, pero –pensaba– a nosotros nos faltaba creatividad para dar un show. No entendía, entonces, que no hacía falta creatividad, sino meramente voluntad para ganarse una mina o para entretener.

Varios pusieron en escena improvisaciones burdas e infantiles. Era lo más fácil y yo no fui la excepción. Pero cuando llegó mi turno, sorprendí. A mis amigos y al jurado. Borrado del mundo, soberbio y un poco ridículo, di lugar a una personalidad hasta entonces invisible. De repente, atendía un teléfono inventado, jugueteaba con una peluca plástica, rubia, y gritaba como una señora indignadísima. Aguzaba mi voz, ya entonces naturalmente grave, y las risas del público, que participaba del chiste, me llenaban de placer. Por momentos, realmente creí, con un dedo sobre mis labios rojos, que era Susana Giménez.

No gané el concurso, pero quedé segundo. El profesor de educación física me dio la medalla. Noté en su cara, gorda y burlona, un levísimo juicio de valor. Entonces yo ya sabía qué era ser homosexual. O mejor dicho: yo sabía qué significaba la palabra puto en boca de mis padres y de otros adultos, en mi propia boca. No había maldad en la cara del profesor, pero en él también estaba la percepción de lo deforme, la palabra puto dibujada a trazos débiles. En su sonrisa estaba la medida de mi diferencia. Me sentí mal.

Yo también, como el niño japonés en su kimono, llevaba una marca impresa en la piel.

III.

En la curiosidad no hay virtud. Quizá sea el deseo más inmoral que un hombre pueda sentir. Alguna gente habla de una ética del disfraz. A mí eso no me interesa, no lo creo. Detrás de toda máscara, de todo ocultamiento, solo veo una cosa: una desesperada búsqueda de belleza. Mishima, yo mismo, tenemos algo en común con los actores, con los cirujanos estéticos, con los artistas performáticos, con los líderes fascistas, con los obsesionados y los travestis. La belleza a todo costo es la consigna, sin que importe el ridículo ni la violencia ni la falsedad. Sin que importe, tampoco, la risa gorda que emerge del estómago.

La ética del disfraz, si existe, es una ética del juego. Y no hay nada más humano ni más cruel, nada más necesario, que mover las piezas de un tablero: ser uno, al mismo tiempo, tablero y piezas.

Pasan los años y la herida permanece abierta. ¿Nos dicen monstruos?, pregunta Mishima ahora adulto, con la mirada fija en un punto cualquiera del auditorio. Luchen contra mí, grita sin haber cambiado, y de pronto es campeón de karate y esgrima y su cuerpo flaco se hincha de vigor y mil hombres –no, dos mil– marchan detrás de él, dispuestos a incendiar el Japón, aunque él solo gane una discusión contra una turba de estudiantes radicalizados.

Hay algo de la vieja Tengu en ese show y me parece que la curiosidad es, sobre todo, acción. Y la acción es, sobre todo, necesidad y riesgo.

Pero Mishima no sabe contra qué, ni contra quiénes está peleando. No le importa, en realidad. Solo quiere mostrar su poder o, mejor dicho, quiere disfrazar con poder el dolor, embellecerlo a base de fuerza, quiere retorcer la llaga sangrienta del monstruo, abrirla lo máximo posible, que lo vean desnudo, imitando la pose de San Sebastián, su cuerpo piadoso y vigoréxico atravesado por las flechas. Quien lleva en la espalda una marca de nacimiento, sufre la permanente compulsión de gritar a viva voz, sin ningún propósito, ¡miren, tengo una marca en la espalda! y de desabrocharse la camisa.

Pero la última frase, por supuesto, es una cita y como toda cita es incompleta. Nadie se ha entendido mejor a sí mismo que Mishima. Nadie, mejor que él, ha entendido que llevar una marca en la espalda es algo más que señalarla, algo más que lo que dijo en Muerte en el estío.

Llevar una marca es tratar, todos los días, de explicarla. En cualquier parte. Constantemente. A quien sea. A las patadas.

IV.

Abro el placard. Toco el traje gris a rayas. Me gustan los botones de las mangas y el olor a limpieza, cómo se escurre la tela entre mis dedos. Sonrío, esta vez sin actuar. Es uno entre muchos, hay más de diez, pero el gris a rayas es mi preferido. Pienso que no estaba tan loco cuando me ponía trajes para ir al colegio y fingía ser una especie de dandy, a pesar de mi tendencia natural a la desprolijidad y el descuido. Me parecía que de ese modo honraba un pasado glorioso, hecho de sedas y títulos de nobleza. Un pasado que no existía. No ignoraba el efecto ridículo: solo imaginaba que me jugaba a favor.

Fui así hasta los diecisiete años. Mishima fue un verdadero dandy de derecha hasta su muerte. El traje para mí, el uniforme militar para él, eran parte de una estética que reivindicaba la tradición y la ponía en primer plano, a la vista de todos. Pero al mismo tiempo sé –lo sé ahora mientras froto mis dedos en la tela y pienso en la suavidad de una mujer, no de cualquier mujer, sino de una mujer concreta– que mi obsesión con los trajes tenía más que ver con la sensualidad que con cualquier otra cosa. En ellos, había descubierto una forma de seducir y alejar. Mejor dicho: un show, un espectáculo, un modo de combatir públicamente todo aquello que despreciaba y de atraer seguidores.

La máscara ridícula y la máscara de la normalidad son, en verdad, bastante parecidas. El Mishima adolescente de Las confesiones que simula los intereses habituales en los chicos de su edad también distraía a los demás del verdadero punto. Antes de mostrar su marca, el monstruo la oculta, a veces durante décadas, deja que se infecte y se pudra. Solo cuando se da cuenta de que su marca es poder, principio de diferencia pero también de privilegio, arranca el show.

Entonces la máscara empieza a cumplir otra función: ya no esconde, sino que exagera. El aire se condensa en tensión dramática. Se prenden las luces y el sonidista levanta el pulgar hacia arriba. El mundo se vuelve una gran obra de teatro. Y el débil Mishima, acusado de tuberculosis por unos tenientes sardónicos, se levanta lleno de rabia y, armado con una vieja espada, intenta restaurar el Imperio con su propia milicia un 25 de noviembre de 1970.

A algunos les dará risa, o desconfianza quizá, todo esto: la vida como mise-en-scène. Ricardo Fort y Pushkin opinarían lo contrario.

Mishima no quiere ser como Macbeth, el personaje, esa sombra oscura y pasajera que se tambalea estúpidamente en el proscenio y después es olvidada por todos, incluso por los que se rieron con fuerza e hicieron de él un motivo de burla. Desea, necesita, en cambio, convertirse en Macbeth, la tragedia imperecedera, transmutar carne en obra y obra en llaga: ser él una herida nueva en el cuerpo de todos, objeto de dolor y placer.

Eso es imposible. Quizá, deberíamos obrar como si no lo fuera.

V.

Estoy tirado en la cama. Pienso en Mishima. Hace dos semanas que pienso en Mishima. Me une a él algo parecido a la amistad. Nunca he entendido a los escritores que se acogen a un maestro. Pero es probable que la identificación sea un poco más ridícula, sobre todo cuando se pone por escrito y la comparación es con un genio consagrado. Sí, todo esto es cierto, pienso, y corrijo. Pasan las horas, los días. A pesar de mis esfuerzos, el texto queda siempre, más o menos, igual. Y no dice lo que quiero hacerle decir.

Por algunas semanas más, seguiré convencido de que Mishima es mi modelo personal, aquello a lo que debería parecerme, aquello que la época necesita, así como Omi, ese adolescente fornido e insolente, fue su modelo a los quince años, cuando era débil y flaco y todo estaba por hacerse. Mi obsesión no es meramente intelectual. Mishima abre un camino de lucha, pero también abre sus brazos. El arte es farsa y calentura, pienso. Esta frase podría atribuirse con bastante comodidad al mismo Mishima.

Por última vez, me rindo. El estilo y las ideas excesivas me hacen perder el control. Estoy seguro que muchos malentenderán mi relación con Mishima, que mis anécdotas les resultarán confusas o más bien extrañas. Es posible, pero no me importa: en cualquier caso, nunca estarán del todo equivocados. Cuando mi madre me encuentra mirando, quieto, inmóvil, unas fotos en la computadora, me dice, sin querer, una verdad que por mí mismo no habría podido entender.

Te enamoraste de Mishima, dice, y tiene razón.

 

 

 

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