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Por Luciano Sáliche
La literatura es un misterio. La pregunta ingenua podría ser: ¿cómo fue que Dostoyevski escribió Crimen y castigo, Baudelaire Las flores del mal, Borges Ficciones? Para muchos escritores, los libros son fruto de una enorme experiencia y trabajo constante. Para otros, existe una voz extraña que les habla en un lenguaje imperceptible y les dicta en secreto, fragmento a fragmento, la obra total. Sea como fuere, cuando esa voz comienza a hablar y las palabras se vierten en una máquina de escribir, los renglones de un cuaderno, la hoja en blanco de un archivo de Word, nada puede detenerla.
El caso de Joyce Cary es el que mejor ilustra esta imposibilidad de ponerle freno a la voracidad literaria. Nacido en Derry, Irlanda, el arte lo ayudó en sus primeros años de vida para tener un punto de fuga, algo en qué pensar cuando los ataques de asma aparecían y la desesperación alarmaba. Probó con la pintura pero las letras dieron mejor resultado: la voz ya había comenzado a hablar. «No puedo dejar de escribir», confiesa Isabel Allende, en su autobiografía titulada Paula. Una vez que arranca, ya es tarde. Como una maldición, como un estigma.
John Updike recuerda que Joyce Cary no era nada estructurado, porque confiaba en el devenir, en el azar, en que todo pronto se armaría solo. Lo importante era escribir. Cuando construía una novela, trabajaba en cualquier escena; sabía que después todas se unirían, como un rompecabezas magnético.
Pero, ¿qué significa escribir? ¿Cuándo se es escritor? ¿Una vez que ya hay una obra publicada, que se tiene el reconocimiento de sus pares, la crítica, los lectores, el mercado, las vidrieras de las librerías? ¿O simplemente lo es una persona que escribe habitualmente aunque esos textos no vean la luz? “Uno es escritor porque no puede no serlo”, dijo una vez Rosa Montero. Quizás haya que encontrar una respuesta –la calidad de la obra no define su oficio, sólo lo valora– en esa voracidad, esa pulsión literaria, como una picadura en la piel que hay que rascar mucho, con fuerza, hasta que la comezón desaparezca, aunque signifique lastimarse.
Además, se dirá y con razón que, por ejemplo, Emily Dickinson nunca publicó nada, que toda su obra es póstuma, que Jorge Barón Biza sólo una novela, El desierto y su semilla, y encima tuvo que pagar él la edición, que Harper Lee nada más que dos novelas, que a Arthur Golden se lo conoce por Memorias de una geisha y listo, sin embargo ¿quién puede afirmar que no hubo borradores, apuntes, cartas que nunca vieron la luz? ¿Quién dirá que todos estos escritores no sintieron esa comezón erótica? Céline publicó mucho, pero tuvo éxito sólo con Viaje al fin de la noche. Decisiones.
Joyce Cary quería escribir, lo necesitaba y lo hacía, pero la situación económica no le era favorable, entonces estuvo varios años en el servicio militar, hasta que, en la década del veinte, un agente literario le vendió sus historias a una revista estadounidense llamada The Saturday Evening Post. Salieron con el seudónimo Thomas Joyce y le dieron estabilidad. Su mujer estaba contenta: tenía a su esposo en casa; tuvieron cuatro hijos.
Esa voz extraña nunca dejó de hablar. El autor de La boca del caballo y Mister Johnson –novelas que han inspirado a varios autores– tenía experiencias importantes para narrar. Como militar estuvo en Camerún y Montenegro, vivió la Primera Guerra Mundial, la Gran Depresión, la pobreza, el éxito, el amor, el fallecimiento de su esposa. Se podría decir que vivió. ¿Qué más material que ese necesita un escritor para comenzar su tarea?
Pero hay un momento en que el cuerpo ya no puede, que da señales y dice basta. ¿Qué sucede entonces con la voz interior que murmura desde otras dimensiones? No se detiene; incansable, sigue hablando.
En 1952 le diagnosticaron bursitis, que derivó en una esclerosis lateral amiotrófica, una parálisis muscular progresiva de pronóstico mortal. Para que siguiera escribiendo, le ataron una lapicera a la mano: tenía mucho que decir todavía. Era relativamente joven. Luego, al empeorar su salud, recurrió al dictado. Podía pasarse horas hablando mientras un asistente ocasional -seguramente alguno de sus hijos- escuchaba y copiaba cada palabra. Hasta que finalmente no pudo más. Los cautivos y los libres quedó inconclusa: fue publicada en 1959, dos años después de su muerte.
Joyce Cary murió a los 69, hace 60 años y algunos días. Quería seguir escribiendo. Tenía mucho que decir. La voracidad literaria, indetenible.
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