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Por Gisela Monti
Me llamo Ana, con mi amiga Constanza tenemos treinta y tres años y estamos sentadas en la barra de un bar a las once de la noche. Sabemos que es temprano, pero no aguantamos salir tarde, ni ir a lugares donde tengamos que estar paradas. A los treinta prima el confort por sobre todas las cosas, incluso sobre coger.
No nos esforzamos demasiado en estar en pose, porque no creemos en la posibilidad ni siquiera remota de conocer al amor de nuestra vida en un bar, porque ni siquiera creemos en el amor de la vida. No es que no creamos en el amor, en el encantamiento inicial, en las ganas, en los romances, pero después de ahí, ya no sabemos muy bien cómo se sigue. Nos olvidamos. Las relaciones largas quedaron atrás y ahora no sabemos cómo retomar eso, para nosotras, estos últimos años, el amor es una guerra de almohadones. No hay perdedores ni ganadores, nada más hay un montón de gente, cagándose a almohadonazos a oscuras.
—¿Viste que ahora ser cantinero es una profesión re respetada? —le digo a Constanza mientras un gordo gigante todo arreglado como si fuera la época de la Ley Seca, me prepara un Gin Tónic. Yo había elegido otro trago, pero el gordo, Doctorado en Alcoholes, Licenciado en los Gustos de la Gente que se acoda en las Barras Palermitanas, me vió cara de gin con tónica y la verdad, mucho no se equivocó— Decirle barman a este ser humano es una falta de respeto, es como decirle portero al encargado. El barman era el que servía los tragos en vaso de plástico en Puente Mitre. Ahora, los barman son cantineros. Usan trajes, moñitos con la camisa, se peinan prolijos y tienen pinzas para poner las cerezas en los tragos. En profesiones respetadas viene el médico, el contador, el abogado y el barman.
—No, el barman viene primero —dice Constanza y grita ¡cantinero! mientras sacude una Stella vacía—. Todas mis compañeras del secundario están casadas y son re felices. Re. Lo sé porque las veo en Facebook, ¿porqué no somos así nosotras?
—¿Así cómo?
—Normales, como las demás —dice Constanza mientras toma un trago de cerveza.
—Mirá, te voy a decir algo y no es porque esté borracha, pero preguntale a alguna de las frígidas de tus compañeras del secundario que parecen tan felices si alguna vez fueron al cumpleaños de Pettinatto, preguntales cuánto hace que no les duele la cara de reírse por disfrazarse de Madonna para cantar “Like a Virgin”, preguntales si alguna vez alguien las invitó a la casa a jugar al Quién es Quién. Boluda, la gente normal se levanta a las ocho de la mañana los sábados para ir al supermercado Maxiconsumo que queda en la loma del orto para comprar las leches más baratas, va a lo de la suegra el domingo al mediodía, compra chombas en Legacy del Alto Palermo para un familiar del marido al que seguro detesta. Yo tuve esa vida —le digo a Constanza mientras la miro fijo a los ojos—. Nunca te olvides de eso, vengo del futuro a contarte qué se siente estar diez años de novia.
—¿Y qué entonces, solas, nunca más?
—Sí, siempre más. Seguro nos enamoremos de nuevo y tengamos un hijo o dos con alguien que piense como nosotras.
—Un banco de esperma piensa como nosotras.
—Sí. O capaz un tipo que conciba que uno va viviendo mil vidas adentro de la vida y que por ahí seamos eternos en ese pedazo de vida que nos toque pasar juntos y después pasemos a compartir con otro otra vida distinta. Después de todo, el único amor eterno es a los hijos y a las mascotas y si esa vida juntos dura hasta la muerte, bueno, así tenía que ser. El amor eterno es solamente no cambiarse más la camiseta.
—Mirá a tu alrededor —me dice Constanza mientras toma un trago de Stella—. Acá por ejemplo, está lleno de gente que le debe pasar un poco lo mismo que a nosotras, ¿no? Lleno de neuróticos de “te quiero pero andate”, de chicas que sufren por el que no va a ser. Toda esta gente a los cincuenta no va a ser normal y se va a casar y va a ser feliz como Wanda Nara.
—Claro que no. No hay espacio en el mundo para que todos tengamos una felicidad estándar, comprada, envasada en la góndola de los congelados de Disco, lista para postear en Instagram. Cada uno de nosotros va a encontrar la felicidad de una manera distinta.
—Se me está ocurriendo una idea Ana, atrás de todo esto hay una industria tremenda. La industria del solo. No entiendo cómo nadie ve este negocio, pensalo un segundo: así como se festejan las bodas de plata, se podrían festejar las bodas del solo. Tres años solo, se hace una fiesta, pero una fiesta de la puta madre, de ésas que sólo los solos sabemos hacer, porque los que están en pareja casi ni bailan. La gente preguntándote con cara rara en la calle: ¿cómo que estás en pareja, si sos hermosa? Con la misma cara de lástima que nos ponen cuando decimos que estamos solas.
—¡Claro! Me entendiste re bien la idea. En el cine van a vender pochoclos más chicos, los cepillos de dientes van a venir de a uno, en la Juvenil van a vender mini porciones de ravioles. En los restaurants, en vez de un sector de juegos para niños, va a haber un sector para los solos, con miles de enchufes para cargar el celular, la notebook, el iPad.
—Te digo más, en la fiesta del solo va a cantar un solista. Anotemos todo esto ya. Esto no es una noche de borrachera. Esto es un plan en serio —me dice Constanza mientras me mira fijo y graba un audio de WhatsApp con las ideas que tenemos, para que mañana cuando nos levantemos con la cabeza explotada, no nos olvidemos de nada.
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