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Por Federico Capobianco
“Todo es cuestión de tomar diferente perspectiva” escuché en un seminario sobre la investigación en las ciencias sociales que se realizó en el lugar donde estudiaba. La mesa, conformada por investigadores, historiadores, sociólogos y filósofos, tenía como objetivo ampliar las herramientas para enriquecer el proceso reflexivo sobre el objeto de estudio. En el transcurso de los minutos, la charla fue inclinando el micrófono hacia el filósofo: de pensar el objeto a pensarse uno mismo; pero antes de hacerlo como investigador, había que pensarse como persona. Recuerdo esta frase textual: “La única forma de poner en perspectiva la propia vida es chocar contra un paredón”. Un compañero de aquellos años creyó la frase literal y, ante su repregunta, el disertante amplió su idea: “solo una situación repentina y profundamente conmovedora, shockeante y apremiante, puede ponernos en situación de replantear lo que somos y lo que hicimos”. La ampliación siguió y –ya no recuerdo textual- refería a que los tiempos veloces de la posmodernidad no permitían dicho ejercicio y si aún lo permitieran, no estaríamos dispuestos a soportarlo. Tampoco creía, dijo, que fuera demasiado útil. El mismo compañero pidió ejemplos concretos para entender y el disertante fue certero: “cualquier situación que aparente ser el final, que nos lleve a rozar la muerte, que nos la muestre, que la ponga ahí para verla y dar vuelta la cara por falta de coraje y así sí, ver para atrás. Y no tiene que ser exclusivamente la propia, sino cualquier roce de muerte ajena que signifique la nuestra también”.
Algo de eso, en un final no tan aparente, sucede en el octavo capítulo de su séptima y última temporada de Californication, la serie que narra la historia de Hank Moody (David Duchovny), un escritor que no puede manejar la fama que le otorga su best-seller y que termina hundido en una vorágine de sexo y drogas y sin poder –paradoja o cliché- escribir ni una mínima línea. El cóctel genera comedia: no puede narrarse esta historia sino es riéndose de ella. Pero detrás de toda cortina cómica hay una habitación sin luz. Por eso, Hank Moody surfea su estilo de vida entre la duda y la resignación: le encanta, pero del otro lado la mujer que ama no termina de aceptarlo y su hija parece cansada de soportarlo. “En tu vida vos decidís –le dice esa mujer-, si hay algo que no te gusta podés cambiarlo”. “Lo intento”, responde. “No, a vos te gusta el caos”.
Tal circulo vicioso, explicado así, aparenta ser un recurso no renovable; sin embargo, lo puntos críticos que modifican el sentido fluctuante están signados por la muerte. La habitación sin luz se hace más grande, con un doble fondo aún más oscuro: la espantosa cotidianeidad no le alcanza a Hank Moody para rencausar su vida, las promesas se le esfuman. Sin embargo las muertes, esporádicas e inesperadas que aparecen en distintas temporadas, sí logran, por ejemplo, que vuelva a escribir. Y es el roce con la muerte, no de él, sino del amor de su vida, la primera vez que, como un certero knock out, repasa el pasado más importante para él y cómo lo dejó escapar. Cuanto más presente la conciencia de muerte, más profundo el dilema existencial, rezó la filosofía desde siempre.
¿Cuándo aparece con más presencia esa conciencia? ¿Cuándo nuestro dilema existencia es tan profundo que se vuelve paralizante? ¿Cuándo se logra, por fin, el cambio de perspectiva?
Rodión Romanovich Raskolnikov, el nombre que Dostoievski le puso al protagonista de su Crimen y Castigo, creerá que eso se consigue en la última hora, los últimos sesenta minutos previos a la muerte durante los cuales uno querría haber hecho las cosas un poco diferentes para que esos minutos no existan. “¿Dónde he leído yo -pensaba Raskolnikof al alejarse- que un condenado a muerte decía, una hora antes de la ejecución de la sentencia, que antes que morir preferiría pasar la vida en una cumbre, en una roca escarpada donde tuviera el espacio justo para colocar los pies, una roca rodeada de precipicios o perdida en medio del océano sin fin, en una perpetua soledad, aunque esta vida durara mil años o fuera eterna? Vivir, vivir sea como fuere…”
La historia de Dostoiekvski es uno de los ejes de La última hora, la serie que Gastón Portal estrenó el año pasado. Daniel Aráoz será un asesino a sueldo llamado Schmukler y luego será, como el otro, Rodión, después de que un médico lo llame así al ver cómo la culpa iba carcomiendo su frialdad.
Éste Rodión tendrá, también, la idea de que se necesita una hora para ordenar toda su vida, para que el proceso mental nos deje tranquilos y capaces de recibir a la muerte sin chistar. “Es lo mínimo que se le puede otorgar a la víctima”.
En ese caso, hasta que no estemos –si es que tenemos la posibilidad- frente a esa última hora, de nada servirá repensarnos. Se caen así aquellos balances de fin de año que nos encuentran estresados un 31 a la noche, que llevan a prometernos un cambio mientras brindamos, y nos terminan dejando un 1ro del año siguiente exactamente iguales que la noche anterior.
¿Para qué buscamos ese cambio de perspectiva? La respuesta aparenta ser sencilla: la búsqueda constante de felicidad. Pero es también otra habitación oscura detrás de la cortina porque no es una cuestión de acomodar y reacomodar elementos. El Rodión de Dostoievski, Hank Moody y el Rodión de Aráoz experimentan la misma revelación: para alcanzar la felicidad –si es que existe- no debe realizarse un mero procedimiento lógico. La única forma de alcanzarla es a través del sufrimiento.
“Yo sólo quería tener una vida plena” le díce Rovner, el escritor, antes de ser asesinado por Rodión. “Eso nunca se consigue”.
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