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Por Giovanny Jaramillo Rojas | Foto: Dahian Cifuentes
—Siento y pienso muchas cosas sin saber si realmente las estoy sintiendo o simplemente las estoy pensando —dice Tolleri, con la boca llena de pizza.
Un grumo de queso se tambalea en su labio inferior. Se lo hago saber. Se limpia con la manga de su piloto. El grumo cae sobre la mesa. Sus labios brillantes continúan hablándome:
—Sabemos que en el mundo asesinan gente a diario, pero ignoramos el devenir de esas muertes personales, individuales, únicas. Nos toca conformarnos con los relatos de los vivos, que no pueden hacer más que contar la vida del muerto y no las vicisitudes esenciales de su muerte.
—Bueno, entonces a ti lo que te interesa es el amarillismo a ultranza: interrogar al muerto, entrevistar su sangre y todo eso… —asevero, con mi entonación más sarcástica.
Tolleri lleva un par de meses trabajando en la sección de policiales de un diario local. Desde su contratación se obsesionó hondamente con la composición crimen-muerte y las formas literarias de abordar esa trillada dupla.
El día que supo que había sido admitido como reportero llegó muy agitado y, sin decir mucho, extrajo de su librería –mi lugar de trabajo- todo lo que encontró de Chandler, Christie y Hammet. Al cabo de una semana devolvió a las estanterías todo el material y, además, aportó algunos autores contemporáneos que había descubierto en su galopada negra: James Elrroy y Walter Mosley. Así era él con todo: obsesivo.
Digamos que su alucinación para con la muerte se potenció con inusitada fuerza cuando vio el primer cadáver. Desde ese momento dejó de leer y se sumergió en los oscuros escenarios propuestos por su nuevo trabajo.
Era una mujer bella, de edad mediana y vestía un sastre rojo. Estaba ahí, tirada, en la vereda. Las manchas de sangre que le ocasionaron los tres balazos recibidos, dos en el pecho y uno en el abdomen, reforzaban el escarlata de su vestido. Debajo de ella había un charco, pero de agua, un fuerte aguacero se había llevado, alcantarilla abajo, el halo granate que debió desprenderse de su cuerpo mientras agonizaba.
Más que a la escena descrita yo me lo imagino es a él representándola: la calle cerrada. Tolleri llega. Observa. Se pregunta por qué putas no fue aceptado en la redacción cultural. O en deportes, por lo menos, para escribir sobre Independiente de Avellaneda todos los domingos. Empieza a indagar con la policía. ¿Hay testigos? ¿A qué hora fue? Ejerce. La occisa se llama Ana. Como su prima. Tan linda que está su prima. ¿O se llamaba? Vaya uno a saber si los muertos se llaman o se llamaban.
La historia de la mujer de rojo me la ha contado unas cuatro veces y yo cada vez le añado algo más. Por ejemplo, que como era una noche lluviosa él llega a la escena con ese paraguas de franjas blancas y rojas que tanto le gusta, y un policía se refiere a él como “la gallina”. En mi fantasía él frunce el ceño, escupe y, para sus adentros, le dice puto y reputo y re contra puto. Una y otra vez.
Pavadas.
¿En qué quedó ese primer caso? Nunca se lo he preguntado. Insisto: me gusta imaginarlo a él buscando una respuesta, peleando contra sí mismo y todo lo que ha leído, descifrando señales, signos, él, que tanto odia la semiótica. Además, si ya hubiera concluido algo seguro me lo habría dicho.
Tolleri bebe medio vaso de cerveza. Eructa con discreción. El último muerto visto por él fue la madrugada anterior. Era el número veintiuno de su corta carrera. Había sido apuñalado catorce veces. Ca-tor-ce. Aclara, con voz enfática que pretende dramatizar el número. El simple número que dicho no es más que una simple palabra. Me pregunto si lo habrá resaltado, o lo resaltará en la crónica, para lograr el mismo efecto, pero en el lector.
—Me parece que el asesino habría logrado lo mismo con una sola puñalada bien puesta —sugiero.
—Es la sevicia. O el odio. No sé. Pero al parecer era un buen tipo —cuenta Tolleri—: profesor de yoga, aprendiz de gastronomía y coleccionista de vinilos de música clásica.
—¿Cómo sabes todo eso? —objeto.
—Mirá, la policía registra las pertenencias y pasa un informe general en el que se consignan esas y otras cosas.
—¿Así de específicas?
—Claro, hoy por hoy el anonimato es prácticamente imposible, todos llevamos información encima que, una vez sacudida, algo arroja. Creo que también era un tipo solitario, se le notaba. Quizá ahí esté la clave de todo.
—¿Cómo una persona llega a la soledad en su vida? —pregunto.
—No, ni en pedo. Esa pregunta es improcedente. Sería más bien algo así: ¿cómo una persona llega a ser un muerto? Esa es la gran pregunta.
—Yo creo que más bien te refieres a cómo una persona muere —reclamo.
—¡No! Es un problema que va más allá. El que muere, muere. Ya está. Veámoslo así: Muerto vs muerte. Adjetivo absoluto (un muerto no puede estar más muerto que otro muerto) vs sustantivo abstracto (noción de muerte, concepto que habita nuestro pensamiento).
Tolleri se sirve otro trozo de pizza. Le pone orégano. Abundante.
—El muerto, una vez muerto —prosigue— es igual a todos los muertos, mientras que en la muerte, ya que sólo podemos ser conscientes de ese concepto estando vivos, aflora la desigualdad. Es un problema democrático. ¿Me seguís?
Digo que sí, pero la verdad es que no. Lo nota. Pasa bocado y termina su vaso de cerveza. Descubre que la botella está vacía y pide otra, al mozo, con ese tono porteñísimo de mandamás. Por fin se le ocurre pasarse una servilleta por la boca.
—¿Qué es lo democrático del asunto? —cuestiono, absorto.
—Que sólo podemos ser iguales una vez que estamos muertos. La democracia existe y funciona sólo porque estamos muertos. ¿No?
—Pues Tolle, nunca me lo pregunté, pero si lo hubiera hecho creo que no me habría sorprendido una conclusión así —apunto.
—No, pará, lo que te quiero decir es que si vivimos en democracia, si la aceptamos y creemos en ella, es porque todos somos unos zombis, pensalo así: los vivos somos muertos falsos, ¿entendés?
Se embute el último pedazo de su pizza. Llega la cerveza. Digo gracias. Tolle me susurra: vos agradecés hasta una paja. Sirvo los dos vasos. Me río de su comentario. Mi pizza está fría. Ya no me apetece.
—Yo creo que el verbo morir sólo debería poder conjugarse en primera persona y en presente. Yo muero. O muero. A secas. Porque únicamente yo muero. Es obvio, ¿no?
La verdad es que poco le entiendo lo que me dice. Para ser sincero nada. Pero lo dejo seguir. Qué más da, es esto o la cerrazón de mi departamento.
—Sólo yo vivo ese proceso de morir, a cada instante y hasta el final, y nadie puede hacerlo por mí —me explica, como si yo fuera un niño al que se le revela cómo diablos vino al mundo—. Los otros simplemente desaparecen, se van, se extinguen, dejan de estar.
—¡Ah! comprendo —miento— el tuyo es un problema gramatical.
—Y puede ser. No lo había visto por ese lado. Ponele que los demás también mueren, pero esta frívola tercera persona del plural es lo más alejado de la muerte de uno mismo que es, acaso, la única muerte verdaderamente objetiva, tanto en el mundo físico como en el universo del lenguaje. Yo muero y todo acaba. Punto. A diferencia de cuando los demás mueren, porque cuando eso pasa, el significado de la muerte se torna impreciso, vago, irreal, y es acá donde aparece el miedo, para recordarnos que todo debe continuar hasta la propia muerte.
—Tolle, te van a echar, ponte serio.
—¿Por qué lo decís?
—No te pagan por pensar esas cosas así, sino por encontrar razones lógicas que aclaren o informen sobre las circunstancias de los asesinatos.
—No, flaco, estás equivocado, eso lo hacen los policías. A mí me pagan por escribir las historias con impacto y credibilidad. Entre más lectores gane, más facturan ellos y más facturo yo. Además, allá creen que soy periodista, ¿entendés? Me obligan a inventar. Che, esta cerveza está caliente.
Asiento con mi mirada mientras doy un sorbo.
—Y vos, ¿cómo vas con tu novela? ¿No te interesa matar al protagonista? —inquiere.
La risa me hace devolver la cerveza. La espuma rebosa el vaso.
—¡Qué asco que sos! —comenta, mientras agarra la pizza que yo había dejado.
—No, Tolle, gracias, me gusta la anarquía de la vida —respondo.
Tolleri se caga de risa. La pareja de enfrente nos mira con incomodidad.
—Pelotudo, si no matás a nadie voy a tener que invitarte a cenar toda la vida —me recrimina, mostrándome otra vez el asqueroso paisaje de su boca llena.
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