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Por Giovanny Jaramillo Rojas | Fotos: Dahian Cifuentes
Hay personas que tienen tanto carisma que apabullan. Personas que, en sus vidas, no tienen ni el más mínimo espacio reservado para el pesimismo. La desesperanza no existe y por ende tampoco la idea de fracaso. Incluso cuando fenómenos tan deshumanizantes como la violencia, la pobreza, el abuso, la marginación, etc., se han convertido en sus forzosos signos vitales.
Josué Enríquez es uno de esos seres humanos que lo único que quiere en la vida es tranquilidad y, para conseguirla, tiene un as bajo la manga, un as que le ha resultado infalible, incluso en los momentos de absoluta amargura: su sonrisa. Tiene 27 años y trabaja lavando autos en Tijuana, Baja California. Cuando le pregunto en qué consiste su tranquilidad me responde enseguida que en ser feliz. Le cuento que la palabra felicidad me parece muy complicada y él –revelándome sus inagotables dientes– asegura: «Estados Unidos, hermano, mi felicidad está allá».
El 10 de julio de 2016 el hermano mayor de Josué fue obligado a servir de testigo en un consejo municipal organizado por la MS (Mara Salvatrucha) en La Libertad, un pequeño municipio costero ubicado a 30 kilómetros al occidente de San Salvador. En dicho consejo no solo participaron pandilleros y civiles presionados, sino que también concurrieron figuras de la administración pública y las fuerzas de seguridad del estado salvadoreño. Sobre las mesas de conversación ningún tema específico, pero sí un objetivo puntual: negociar y repartir los territorios de dominio.
Un mes después, el 12 de agosto, Josué abandonaría el país. Su hermano fue amenazado de muerte por los mismos que lo habían obligado a presenciar lo que nunca debió presenciar. El ultimátum, de paso, intimidó a la familia entera que, sigilosamente y sin dudarlo, empezó a desplazarse a otras provincias del país. Josué fue el único que se animó a salir de El Salvador. Para eso renunció a la licenciatura en idiomas que cursaba, escondió a su esposa y su hijo de dos años en un pueblo que no menciona, pidió 1000 dólares prestados y persuadió a un sobrino suyo de 19 años para emprender la travesía hacia Estados Unidos.
En su tiempo libre, Josué acude como voluntario a la Casa del Migrante de Tijuana. Allí hace lo que esté a la orden del día: desde cambiar un bombillo, pintar una pared y colaborar en labores de limpieza, hasta resolver inconvenientes eléctricos y logísticos. Aunque ya no vive ahí, sigue yendo porque se siente muy agradecido. Dice que en el difícil viaje en el que lleva metido 9 meses nunca fue tan bien tratado como cuando llegó al albergue, una nublada tarde de enero de 2017. Con lo poco que gana lavando autos, Josué cubre una ínfima parte de los gastos de su esposa y su hijo en El Salvador y, aparte, intenta ahorrar para cuando decida cruzar. ¿Por dónde? No sabe. Por donde se pueda –insinúa sonriendo–.
–Yo tengo una hermana en Los Ángeles que no veo hace 25 años y empezando el viaje intenté contactarla. La idea sigue siendo llegar allá. Como sea.
–En Tapachula (Estado de Chiapas) conocimos un comerciante de ropa que nos advirtió sobre los peligros de cruzar México. Ese señor fue lo mejor que nos pasó. Le caímos muy bien, tanto que mientras nosotros pensábamos en subirnos a La Bestia (peligroso tren de carga que usan los inmigrantes para atravesar México gratuita y rápidamente hasta el norte del país), él nos ofreció darnos una mano y llevarnos hasta Ciudad de México, encubiertos, en uno de sus vehículos. Cuando llegamos solo teníamos lo que llevábamos puesto y, para no parecer mendigos, compramos ropa nueva. Hasta ahí, por suerte, no había gastado un solo dólar de los 1000 que llevaba. Después nos fuimos a Hermosillo (Estado de Sonora) en camión. En Hermosillo conocimos a un guatemalteco que había vivido varios años en El Salvador. Él nos conectó con un coyote en Nogales (ciudad fronteriza) que era seguro, ya que solo se dedicaba a pasar gente sin robos ni mafias. Negociamos 700 dólares cada uno, por anticipado. Allá, además de nosotros dos, iban 4 catrachos (hondureños) y 7 guatemaltecos. El coyote nos dio un dorito que funcionaba como clave para cuando nos parara el ejército o la policía de México. Solo teníamos que mostrarlo y ya ellos sabían a qué veníamos y nos dejaban pasar sin problemas. Todo funciona como una red. Yo compré víveres porque nos dijeron que caminaríamos varios días por el desierto. El coyote no quería que yo llevara esa maleta que pesaba unos 10 kilos, pero yo lo convencí, porque no iba a pasar hambre, ni sed. Todos los demás solo llevaban algunas botellas con agua y, por exigencia del coyote, iban vestidos de negro. Éramos 10 personas. De 6 a 7 días de camino por el desierto. Sólo en la noche caminaríamos. Si algo llegaba a pasar con alguno de los pasajeros, todos los demás teníamos que seguir sin mirar atrás. Es decir, nadie era responsabilidad de nadie. A la noche hacía mucho frío y en el día las temperaturas eran muy pesadas y la arena se metía en los ojos. Una noche, entre arbustos, nos encontramos con los restos de una persona. Seguramente murió haciendo lo que nosotros hacíamos.
–Después de ver eso, pasaron muchas horas de caminata triste, muda, hasta que un viejo rompió el silencio para pedir un poco de agua y limpiar las heridas de sus pies. Así cruzamos. A las afueras de Río Rico, Arizona, nos recibió un señor de Guatemala. Pasamos en su casa rodante 22 días. Ahí comíamos y dormíamos y solo teníamos permiso de movernos al baño. Esperábamos a que el coyote estuviera seguro de poder llevarnos a Tucson, pero eso nunca pasó. Un día, el guatemalteco que nos hospedaba dijo que teníamos que irnos como pudiéramos, porque él ya no podía tenernos más tiempo ahí. Todos salimos esa misma noche. En Río Rico logré contactar a mi hermana y recibí su ok para llegar a Los Ángeles. Agarramos un autobús en dirección a Tucson a las 10 de la noche y, apenas nos subimos, yo quedé dormido. Caí como una piedra. Yo creo que era el cansancio acumulado el que me noqueó. Como a la 1 de la mañana me cachetearon para que me despertara. Un tipo vestido de verde hablándome en inglés me pidió identificación. Yo saqué un documento falso que me habían dado en Nogales por si algo pasaba. El tipo no creyó nada. Se llevó la identificación y a los pocos minutos subió otro oficial, de apellido hispano, y me hizo bajar del bus, diciéndome que ese documento pertenecía a un mexicano que había sido asesinado en Texas años atrás. Usted no es mexicano. Dígame de dónde es o le va a ir peor –me dijo sujetándome del cuello-. La neta es que soy salvadoreño –respondí con miedo–. Ahí me subieron a la patrulla migratoria. Mucha mala suerte la mía, cruzar tranquilamente, como todos lo sueñan, y que me agarren el primer día que pude transitar libremente por Estados Unidos. Entonces ahí mismo nos esposaron a todos. Nos llevaron a un contenedor por 10 días con unas 50 personas más, sin poder ver la luz del sol. Un día me sacaron, con un grupo de 20 en el que no iba mi sobrino, y nos llevaron a un lugar en el que estuvimos 7 días, hasta que la orden fue que nos llevaran a Houston en donde pasamos otros 64 días encerrados con gente que esperaba la deportación. Estábamos hacinados y nos trataban como criminales. Allá, recibimos la visita del cónsul de mi país y él nos trató mal, diciéndonos que qué chingadas íbamos a hacer allá, que no arrastráramos la miseria del país por el mundo y que menos mal nos podían mandar directamente a El Salvador porque a muchos latinos simplemente los dejan tirados a su suerte, en alguna frontera con México. Entonces me deportaron. Volví sin un solo dólar y una bolsa con una muda de ropa sucia. En San Salvador pedí plata en la calle para poder ir al pueblo donde dejé escondidos a mi esposa y a mi hijo. Ya en el pueblo no alcancé a durar ni una semana cuando decidí venirme para Tijuana con la ayuda de un amigo que me prestó 300 dólares. Volví a cruzar México y acá estoy, con la idea de pasar como sea. Un coyote me cobra 8 mil dólares para cruzarme desde el aeropuerto de Tijuana hasta el de San Diego. Sin riesgos de ningún tipo, ni desiertos ni nada de eso. Esa persona ya ayudó a cruzar a los hijos de mi hermana. Es seguro. Ella me dijo que me daba la mitad de lo que cobra el coyote. También me han dicho que contemple la posibilidad de pedir refugio acá en México, y así empezar a trabajar legalmente, pero yo no quiero, necesito ganar verdes para pagar los 1300 que debo y ahorrar lo que necesito para cruzar. Necesito hacer una nueva vida en Estados Unidos. Alcanzar la felicidad, mejor dicho. Yo no puedo estar en El Salvador y aunque pueda estar en México no quiero. Si trabajo acá el dinero no me alcanza. Si intento pasar, saltando el muro o nadando por el mar o con el coyote de mi hermana, y me vuelven a agarrar, voy a intentarlo las veces que sea necesario. El Salvador, aunque es mi país ya es historia en mi vida y yo estoy mirando para el norte, donde está la plata y la realización de mis sueños. Ni siquiera teniendo dinero volvería, ni siquiera si se acabara la MS, El Salvador es la violencia hecha país. No me importa si mi esposa me deja por otro, lo único que realmente me interesa es mi hijo y si cruzo me lo traigo, también, como sea.
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Josué no deja que fotografiemos su extensa sonrisa. Esa expresión que no es otra cosa que la realización más sincera de su pasmoso idealismo. Cree que una imagen suya, por ahí, dando vueltas, puede arruinarle sus planes. Nos indica, entonces, que le gustaría una foto que lo exhibiera esperando. Algo en lo que sin querer se ha especializado. Se pone de pie y, mostrándonos su espalda, se sumerge en un pasillo de la Casa del Migrante. La cámara dispara. Al ver la foto exclama: “¡Uy! De verdad parece que yo fuera un ilegal, pero no, solo soy un indocumentado”. Y vuelve a sonreír.
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